"La filosofí­a no es el arte de consolar a los tontos; su única meta es enseñar la búsqueda de la verdad y destruir los prejuicios"; Marqués de Sade.

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lunes, mayo 22

Reflexiones acerca del fin de siglo: el discurso de la ilusión



Por Rafael Vidal Jiménez

"¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón".
( F. Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, 1873)


Introducción
Desde la inquietud por el enorme confusionismo ideológico con el que parece cerrarse este siglo, estimo oportuno proponer una serie de reflexiones convergentes acerca de la dimensión cultural de nuestra "sociedad post-industrial" (1). Cuando unos ya han proclamado con entusiasmo el fin de la historia y el advenimiento de un nuevo orden mundial pretendidamente concluyente, otros presienten con cierto desasosiego que el curso de la historia parece haber perdido las referencias modernas que lo habían puesto en marcha. En el primer polo se sitúa la obra oficialista de Francis Fukuyama, cuya tesis fundamental se centra en la convicción de que el proceso de devenir dialéctico de la realidad ha culminado, de forma definitiva, en una adecuación total con lo "Absoluto", la "Idea", la "Razón". Dicho de otro modo, la historia parece haber alcanzado su máximo punto de realización y perfeccionamiento posible, por lo que ya no le queda ninguna misión ulterior que cumplir. Esto se entiende como la victoria incontestable del moderno sistema de supervivencia post-industrial consumista, amparado en las bondades inmanentes de la democracia. El mejor de los tiempos posibles en el marco de una completa afirmación del proyecto humano universal de riqueza humana, bienestar social, libertad política e identidad cultural (Fukuyama, 1992).
Por el otro extremo, valoro el alcance crítico de la postura de Baudrillard, el cual denuncia la paralización del proyecto histórico desde su propio agotamiento, desde su imposibilidad de seguir siendo tal. En "La ilusión del fin" argumenta: "Pero si ya no hay futuro, tampoco hay fin. 'Por lo tanto ni siquiera se trata del fin de la historia'. Estamos ante un proceso paradójico de reversión, ante un efecto reversivo de la modernidad que, habiendo alcanzado su límite especulativo y extrapolado todos sus desarrollos virtuales, se desintegra en sus elementos simples según un proceso catastrófico de recurrencia y de turbulencia" (Baudrillard, 1995: 24). Para profundizar en una clarificación articuladora de esta doble perspectiva, considero necesario, de entrada, partir de las premisas fundamentales sobre la que hoy se tienden a estructurar las formas de pensar la realidad.
Hace décadas que el pensamiento sobre lo social, atravesado por ese fenómeno que se denominó "giro lingüístico", se viene proyectando desde la óptica del análisis de la realidad como producto cultural, como conjunto de procesos de significación intersubjetiva de las actividades humanas. Entendiendo la realidad como el resultado de la construcción social de la misma a través de los patrones lingüísticos-simbólicos que permiten aprehenderla como tal, ésta no constituye, pues, sino un artificio humano sobre "lo real" en tanto algo natural, indefinido; tan insoportable como inaprensible para el hombre. Su objetivo, por tanto, es la construcción de los caminos bien dirigidos sobre los que hacer viable la conducción del comportamiento humano por el laberinto vital. Así, no queda otra alternativa que tratar el problema de la realidad en su doble carácter de "realidad real", socialmente ineficaz, y "realidad cultural" como liberación socio-histórica concreta del potencial semántico de aquélla en forma de conjuntos de entidades sociales integradas dotadas de pleno sentido.
Para Edgar Morin "el conocimiento humano está gobernado por un poli-logicial, constituido por la combinación compleja (complementaria, concurrente, antagonista) de un cuasi-logicial sociocultural. Es decir, que no sólo el logicial cultural le es necesario al cerebro humano y que los logiciales cerebrales le son necesarios a la cultura, sino también que las condiciones socio-culturales del conocimiento no sólo actúan como determinaciones externas que limitan y orientan el conocimiento, sino también como potencias internas inherentes a todo conocimiento" (Morin, 1994: 253). El incuestionable trasfondo fenomenológico que hoy guía la reflexión en el marco de una filosofía antropológica posmoderna ha de ser, por consiguiente, el marco donde he de situar las valoraciones críticas que serán el objeto de mi esfuerzo especulativo. Ante la necesidad de penetrar en este sombrío panorama, he de advertir que, quizá, como indica Jeanniére, el exceso de sentido de la realidad presente, en el plano de aceleración de la historia en tanto proceso acumulativo exponencial de los acontecimientos, provoca una inevitable multiplicidad de lecturas y explica, por consiguiente, la indisposición de modelos eficaces de representación de la realidad. Esto tiene su reflejo en la inadecuación de los antiguos objetos simbólicos que han estructurado nuestra experiencia vital (Jeanniére, 1979). Sería necesario considerar esta idea con el objeto de comprender, mediante la paradoja, la operatividad real que tienen los códigos simbólicos que de hecho atrapan la realidad social actual en su especificidad histórica.
"Fin de la historia", "después del comunismo", "nuevo orden mundial", "sociedad global", "poder diluido", "sociedad red", etc; estos y otros conceptos semejantes se elevan hoy día a la cima de la designación simbólica de nuestro mundo, un mundo que pareciera tener carácter terminal desde todas las posiciones, críticas y complacientes. Pretendo penetrar en la compleja trama socio-cultural y política desde algún ángulo discursivo. Ante la diversidad de enfoques con los que podríamos plantear el problema, y con una mera intención instrumental-metodológica, afrontaré el mismo, para empezar, desde un punto de vista que puede ser válido. Me refiero al problema de la definición conceptual de las relaciones de poder en el seno de la estructura de lo que podríamos llamar capitalismo internacional democrático-totalitario. Aclaro que por poder entiendo, en un sentido amplio, la capacidad de provocar en el "otro" un determinado comportamiento o actitud que responda a ciertas expectativas de quien lo ejerce: la estimulación efectiva de una interferencia en la voluntad y aptitud autodeterminativa del sujeto-objeto sobre el que recae dicha acción.

Hacia un concepto relacional del poder
Estoy convencido de que esta faceta de la actividad humana -el poder- no ha de ser entendida de manera simplista como acto efectuado en una única dirección vertical y en un único sentido "arriba-abajo", dentro de los distintos planos de organización jerarquizada de la sociedad. Más bien, concibo esto desde el prisma de una tensión permanente entre localizaciones, núcleos o unidades sociales concretas que están condicionadas en su devenir por la reacción retroalimentadora del polo opuesto que las complementan. Así, el control social consistirá en un intento de resolución relacional, negociada e integradora de estas tensiones dentro de un sistema, al fin y al cabo, dominante. Éste encuentra hoy en la concentración mundial de los "mass-media" un instrumento catalizador esencial e insustituible que lo habilita para ser como es. Esto tiene lugar mediante una actividad reproductora y garantizadora de la estabilidad social a través de un ininterrumpido proceso de adaptación de las presiones y contradicciones dentro de un marco de tendencia globalizadora. Más allá de un concepto estático y vertical del poder, por consiguiente, aludo a éste como conjunto de negociaciones, compromisos y mediaciones al estilo de lo que Gramsci denominó "hegemonía" (Gramsci, 1986).
Pienso, pues, que la posición específica de los agentes sociales está conectada a una dependencia implícita con respecto a la acción-reacción proveniente del otro extremo de la relación-tensión; ello, al margen del grado relativo de ventajas reales que permitan actuar a unos y otros: gobernantes y gobernados, empresarios y trabajadores, vendedores y compradores, medios de comunicación y audiencia, padres e hijos, profesores y alumnos, generales y soldados, ciudadanos e inmigrantes, sacerdotes y feligreses, etc. Estos dualismos genéricos -la realidad es mucho más compleja- representan lo que yo denominaría modelos de reciprocidad diferencial en el uso del poder-autoridad. A pesar de todo, esta compleja trama de relaciones humanas encuentra su principio dinámico, a nivel macroestructural, en un modelo-esquema general de organización y acoplamiento mediatizado de los comportamientos y representaciones mentales dominantes que caen bajo la responsabilidad de elementos sociales aposentados en situaciones de privilegio incuestionables. Pero siempre, insisto, desde la premisa de que el estilo conductual creado desde estas instancias superiores es impregnado por e impregna a la vez, mediante osmosis diferencial, las formas de relación poder-dominio del resto de las instancias o núcleos sociales al nivel local. Hago alusión a una especie de correa de transmisión que funciona a través de un mimetismo social escalonado.
Situándonos en el plano de la autoridad política, es apreciable hoy día un desplazamiento progresivo de los resortes cimentadores de los estados nacionales clásicos hacia espacios de control ajenos a los mismos, en compatibilidad con un cierto grado relativo de autonomía con respecto a esas otras fuentes de poder. En realidad, los instrumentos institucionales de estos estados se refuerzan considerablemente en la misma medida en que son arrancados de sí para quedar insertados dentro de un sistema más amplio en el que cumplen funciones necesarias de orden, seguridad e imposición al individuo de límites bien precisados de comportamiento. Creo que el modelo democrático de autoridad estatal impuesto en nuestra sociedad occidental de fin de siglo ha superado las esferas de la prohibición y la obligación para colocarse en el ángulo de la configuración total del individuo, en tanto componente de la opinión pública. Ésta, referente del mercado político de la ilusión democrática, se realiza y actualiza después de un exhaustivo modelado-imposición de la propia opinión al nivel del inconsciente (
2). Es evidente que el mito liberal-democrático de la libre opinión, de la soberanía de la sociedad civil, ha de ponerse de modo definitivo en entredicho. Para ello, claro, ciertos elementos funcionales que giran en torno a la comunicación de masas representan un papel primordial -quiero volver a subrayarlo y seguiré subrayándolo. Gonzalo Fernández de la Mora aprecia que no estamos ante el "no harás" ni ante el "esto harás", más bien, frente al "así serás", "así sentirás", "así pensarás". La auténtica anulación de lo privado a cambio de la extensión totalizadora de lo público (Fernández de la Mora, 1984).
Hay algo que dota de significado social a este fenómeno descrito. Las élites gobernantes de los estados nacionales subsidiarios encuentran, dentro de las redes clientelares-delegativas en las que se introducen, unos niveles de satisfacción personal que en sí son suficientes para que tenga sentido su situación de dependencia. El estado se hace más fuerte quedando, pues, rígidamente sometido a unos centros de gravedad extraestatales. De este modo, deja de ser lo que era para convertirse en otra cosa que no sabemos como llamar, pero que seguimos percibiendo como eso, como "Estado". Pero no importa tanto lo que ese extraño nuevo objeto social sea, sino lo que creemos seguir viendo en él. Y eso desde la paradoja, repito, de su fortalecimiento-subordinación generador de nuevos circuitos de realización-frustración de las estructuras antropológicas de lo imaginario (Durand, 1982) (
3).
¿Cuáles son esos centros de gravedad extraestatales de los que hablo? Los que Noam Chomsky ha recogido bajo el epígrafe general de "gobierno mundial de facto": la impresionante concentración de capital y poder económico que hoy representan las gigantescas corporaciones multinacionales monopolísticas, las cuales se articulan en una compleja red de conexiones empresariales que caracteriza el proceso productivo, con el doble choque-adecuación de intereses múltiples que ello conlleva. De este modo, la estructura del poder ha cristalizado en un complejo sistema de infinitas relaciones, muy resistentes a su identificación, que se concretan en una cadena de transferencia de decisiones reducibles a un esquema depurado de respuestas a los intereses de dichos emporios transnacionales. Sin embargo, esta cadena se consolidará, dentro de un equilibrio inestable, en la medida en que el propio sistema sin nombres, sin hombres relevantes como tales -siempre sustituibles-, sepa responder a las necesidades vitales de los distintos sujetos sociales con independencia de la multiplicidad de situaciones posibles. El consumismo, la consunción compulsiva y acelerada de fragmentos de la realidad empaquetada con papel de regalo, en tanto produce psicológicamente una conversión de las necesidades secundarias en primarias, constituye el referente culturalmente operativo que activa y absorbe todo el proceso en su proyección hacia el sujeto.
Semejante panorama es lo que conduce a hablar hoy día de la disolución y atomización del poder. Pero esto me parece el resultado del espejismo producido por la reubicación no perceptible por los sentidos de la "orden final" en un plano que va más allá del protagonismo específico de los líderes políticos, sociales, económicos y culturales, así como de la propia opinión pública confeccionada. El sistema se vale por sí mismo, es poder en sí. Sólo conoce su propio orden. De esta manera constituye los límites de realización de los comportamientos de los sujetos dentro de un espacio de interaccionismo simbólico complejo y ciertamente oscuro. El poder se engrandece, por tanto, en su creciente opacidad engañosa. Sin embargo, nunca fue más efectivo, más determinante, más implacable, por impersonal. Lo que impera es, ante todo, una lógica; una lógica aplastante, envolvente, pegajosa, unificadora de la propia existencia de un hombre plenamente desposeído de sí mismo. Pero él no lo sabe. Está sumergido en la ilusión necesaria del parque infantil en el que vive. Lleno de luces, de colores, de sonidos, pero sin palabras.
En este sentido, las posibilidades de observancia desde "arriba" de las necesidades de los individuos están implícitas en el proceso mismo de construcción de dichas necesidades por parte de los poderes dominantes. No obstante, esto sólo es posible en la medida en que las mismas, prefabricadas en su presentación final, puedan ser captadas simbólicamente por los propios individuos. Esa es la labor destinada a los medios de comunicación de masas. Éstos se encargan de la tarea de estimular y provocar hacia direcciones fijadas las pulsiones básicas de los sujetos implicados en su lucha por la supervivencia. No voy a entrar aquí en la problemática del nivel de los efectos que estos medios producen, pero descarto, de entrada, las visiones unidireccionales de estímulo-respuesta (
4). El asunto es mucho más complicado. El receptor, lejos de ser un mero ente pasivo, también manda. ¿Cómo? Condicionando las fórmulas de penetración específica en su propia interioridad. Y es aquí donde entran en juego factores universales humanos, así como estrictamente históricos y biográficos.

La acción discursivo-canalizadora que recibe el individuo no se reduce a un simple trabajo sobre terreno virgen. El grado de funcionalidad del proceso de construcción social de la realidad está conectado al marco previo discursivo que el sujeto-objeto ya presenta como herencia de experiencias históricas y biográficas gregariamente compartidas. Por ello, la misma elaboración desde el poder de los códigos simbólicos necesarios para hacer efectivos los grandes intereses -que existen- ha de adaptarse al bagaje simbólico con el que ya están preconfigurados los sujetos sociales sobre los que se pretende actuar. El problema se sitúa en el fenómeno de interpretación-aprehensión de los códigos simbólicos en el proceso de intercambio masivo de información entre los distintos segmentos de la sociedad, lo cual se resuelve en una doble dimensión creación-reelaboración de dichos discursos. Ese es el terreno de juego de la difusión-recepción a gran escala de los mensajes performativos procedentes de unos "mass-media" presuntamente asépticos e informativos.
Ya apuntó la hoy día tan desprestigiada escuela de Francfurt, en la figura de un autor como Marcuse, que el "Estado-Mercado", el de la "sociedad opulenta", crea unas necesidades sentidas como vitales por el individuo en la medida en que se encuentra capacitado para ofrecer los caminos de su satisfacción por parte de éste. Esto, en el plano de la sociedad de consumo, genera una natural adhesión del sujeto al papel que se le ha reservado mediante un reaprovechamiento de su inconsistencia como individualidad misma: la alienación. De este modo, se perpetuará el sistema siempre que sea capaz de confeccionar un discurso cultural que permita la conciliación relativa de los intereses de "arriba-abajo". Se trata de un juego de apariencia-realidad social basado en el concepto de lo que se denominó "racionalidad técnica". El resultado: "el hombre unidimensional" (Marcuse, 1984).
No voy a entrar ahora en una discusión sobre la validez de la propuesta crítica de autores como Adorno, Horkheimer o el propio Marcuse. Sin embargo, aceptando el carácter reduccionista de abstracción filosófica que adoptaron sus obras, lo cual pudiera implicar una cierta debilidad como método de aplicación teórica sociológica, no por ello resulta desechable el punto de partida con el que se enfrentaron a la hora de elaborar una definición tan acertada de lo que los dos primeros llamaron "industria cultural". Algunas de las perspectivas de lo que estimo que fue un fecundo encuentro sintetizador entre psicoanálisis y marxismo pueden seguir siendo útiles en la investigación social. ¿Por qué tanto empeño en dar carpetazo a esta, esa o aquella tradición filosófica? Emilio Lledó, haciendo alusión al proceso actual de exclusión y aceptación de las diversas corrientes del pensamiento occidental, indica: "Pero la superficialidad con la que se llevan a cabo semejantes encuentros es un reflejo de lo que, con mayor o menor fortuna, suele denominarse 'sociedad de consumo'. Los libros, como tantas veces lo ponen de manifiesto sus portadas, son un elemento más de los decorados con que se presenta nuestra época, y nuestro contacto con ellos tiene lugar dentro del mismo encuadre, en el que se reclaman detergentes, televisores, medicamentos o copiadoras Rank-Xerox" (Lledó, 1996a: 26).
Creo imprescindible hacer hincapié en la falta de coherencia con la que hoy día se tildan de obsoletas determinadas líneas de pensamiento. Superar ha de ser, ante todo, integrar, pero no despreciar. Y es que este frágil criterio de aproximación y alejamiento de unas y otras tendencias filosóficas afecta de manera especial, lo cual me parece de extrema gravedad, a ese celoso guardián de la "Verdad" como es la universidad. Estamos ante el problema del uso social del conocimiento-institución. La universidad actual es humo, pura cortina de humo tras la que se esconden, como miembros excelentes, muchos -por fortuna, no todos- que de forma desesperada buscan un refugio donde, en nombre del "Saber", encuentran de forma fraudulenta un artificioso acomodo a la inconsistente entidad de su actividad. Un análisis serio de esta apreciación que apunto podría dar resultados que unos no imaginan y otros no están dispuestos a reconocer. La reflexión crítica, abierta y desinteresada no es, en muchos casos, la verdadera función de la universidad. Tras la supresión de aquélla, ésta sólo representa la titularidad ostentativa, la vanidosa y vacía presunción de que esto o esto otro ya está superado. Orgullo, ignorancia, corporativismo, poder, servilismo. Sin embargo, ¿dónde ha quedado el pensamiento constructivo y necesariamente revisionista? Siendo consciente de que sólo una lectura superficial y/o poco honesta de esta digresión puede estimular la intolerancia, me he permitido incluirla, puesto que, aunque parezca una gratuita y caprichosa ruptura de mi hilo discursivo, creo que refleja mucho de lo que hay en el fondo del resto de mis reflexiones. No lo olvidemos, estoy hablando de supervivencia y de mecanismos posibles de su garantización en el ámbito de la trama social, cualquiera que sea el ángulo al que nos aproximemos. La universidad también es un escondrijo de la ilusión. Pero yo no sugiero, desde mi modestia, el pataleo soberbio, sólo la reflexión madura y responsable. ¿Seremos capaces de ello?
Para proseguir mi exposición he de aceptar en la intertextualidad implícita de mi enunciado total las resonancias del pensamiento de Michel Foucault. Esto por diversas razones. En primer lugar, porque a la hora de abordar un análisis de la sociedad actual en su dimensión histórica singular, no concibo los objetos sociales que participan en ella como objetos naturales instalados en el plano del absolutismo de un desenvolvimiento finalístico-histórico de la razón humana. A ello opongo lo que este pensador intuyó como "rareza", esto es, la discontinuidad frente a la continuidad de los hechos de la historia, el azar frente a la necesidad, la equifinalidad frente a la teleología, el relativismo frente al normativismo. En conclusión, no acepto la existencia de referentes objetivos, ontológicos, previos a la realización y actualización concreta de un discurso limitador de las prácticas sociales potenciales que libera (Foucault, 1984).
Ello, en segundo lugar, nos lleva a otro aspecto esencial: el carácter relacional nietzscheano de la realidad que se detecta en la obra de este pensador. Creo que en mis argumentaciones esto queda perfectamente patente. Mi visión del modo en que hoy se manifiestan las formas de articulación de los actos de poder se aparta de la concepción tradicional del mismo como disciplina-bloqueo ejercida por sujetos naturales y universales históricos -el Estado, por ejemplo. Se trata de entender el poder como disciplina-mecanismo. Entendamos ésta como el establecimiento de una compleja retícula de estrecha interdependencia de instancias situadas en todos los estratos de la experiencia vital. Se trata de la instauración de unos dispositivos de comunicación-poder que generan esquemas de vigilancia del individuo desde las posibilidades materiales-prácticas que constituyen los propios discursos: lo que se puede decir y lo que no se puede decir. En consecuencia, lo que se puede hacer y lo que no se puede hacer. Dicho proceso queda regido por el principio del "panoptismo", responsable de una nueva fisiología de lo político cuya finalidad no es el vínculo de soberanía sino las relaciones de disciplina. "Dos imágenes, pues, de la disciplina. A un extremo, la disciplina-bloqueo, la institución cerrada, establecida en los márgenes, y vuelta toda ella hacia funciones negativas: detener el mal, romper las comunicaciones, suspender el tiempo. Al otro extremo, con el panoptismo, tenemos la disciplina-mecanismo: un dispositivo funcional que debe mejorar el ejercicio del poder volviéndolo más rápido, más ligero, más eficaz, un diseño de las coerciones sutiles para una sociedad futura" (Foucault, 1992a: 212). Y presente, podemos ya añadir.
En medio de esta aparente fantasmagoría panóptica, el gran teatro del mundo tiene sujetos. No pretendo rechazar los referentes prácticos-sensibles de la experiencia vital y sus mediaciones socio-culturales. Intentemos localizar lo que todo esto constituye en nuestro mundo de forma global. Existe la posibilidad de identificar centros y células de activación, estimulación e irradiación expansiva del sistema. Ya lo he señalado. Es el triángulo perfectamente articulado por las grandes corporaciones multinacionales, sus estados nacionales subsidiarios y los "mass-media", como núcleos de construcción de esta nueva forma de socialización de finales de siglo. Ahí están los grandes centros rectores-transmisores de las consignas vitales que representan organismos internacionales no gubernamentales como el B.M. y el F.M I. Ahí tenemos la estructuración de un orden mundial que, tras el derrumbe definitivo de la supuesta amenaza soviética contra el gran proyecto de libertad, paz y riqueza universales (
5), tuvo su contrapunto en el espectáculo simulador mediático que constituyó la "Guerra del Golfo". Unipolaridad militar -Estados Unidos- frente a tripolaridad económica -Estados Unidos, la C.E.E. y Japón. Estos son espacios regionales-centrales desde donde operan los principios generales de la integración mundial y el intercambio desigual. Pero esta instalación institucional espacial de focos de poder estatal y económico no debe hacernos perder la verdadera óptica práctico-discursiva que se esconde tras de sí.
Pienso, por aportar un ejemplo ilustrador, que hoy, frente a su aparente reafirmación, las culturas nacionales se van diluyendo en una supracultura transnacional y metanacional, mientras la metáfora consoladora de la especificidad y responsabilidad de la comunidad nacional recrea las esperanzas vitales de un ciudadano cada vez más empobrecido en su supuesta autonomía subjetiva. De hecho, a mi entender, la identificación de los ciudadanos con lo que presienten como legítimos gobernantes, la creencia firme en la capacidad real de los mismos como valedores de la voluntad general, cumple una función primordial al ser reutilizada desde los nuevos parámetros del control social panóptico universal. Por ello, las masas apelan a la defensa por parte de sus políticos de los intereses nacionales. ¿Cuáles son esos intereses? ¿Dónde están? En una ilusión que convence, que persuade, que reafirma, que vende banderas e himnos, que llega a matar, pero nada más. En una ilusión que camufla de identidad colectiva el sinsentido social.
Otro fenómeno donde podemos rastrear este circuito de la ilusión es el que, siguiendo patrones ideológicos neoliberales y socialdemócratas, se ha bautizado con el preocupante concepto de "intervenciones bélicas humanitarias" (
6). En éstas convergen muchos de los elementos esenciales que configuran la nueva simbolización mitificadora de la realidad. Lo que está en juego no es, sin más, un modo de dominio neocolonial sobre el sur -esto es demasiado obvio-, sino, ante todo, la imposición y concreción de un modelo general de comprensión, justificación y materialización del acto de poder en el sentido en que lo estoy tratando. La mentira se disfraza de Verdad, la maldad se viste de Bondad, la fealdad hace de Belleza (7). Pero no perdamos el ángulo de visión. En ese estado de descomposición irreversible de una realidad que no es capaz de encontrarse a sí misma, en ese proceso de desintegración total de la soberanía del sujeto racional, también tienen mucho que perder los directamente implicados en las estructuras institucionales de dominio hegemónico. En este juego todos ganan y a la vez pierden: la victoria de las apariencias, la derrota del mundo real. Sólo vence definitivamente una cierta lógica discursiva, virtualizadora y activa, en la que todos vamos quedando, de una manera u otra, involucrados en virtud de una inevitable y vana lucha por la existencia, una lucha que socialmente nos acerca al mismo tiempo que nos separa, nos incomunica, nos despedaza.

La construcción de la gran ilusión
Considero que existe un discurso de la ilusión generador de la apariencia, de la no-existencia. La comunicación de masas es su portavoz, su realizador, su moderador. Entendamos a ésta, como hace Baudrillard, no en un sentido de mera explotación mental en su acepción clásica (Baudrillard, 1989). Concibamos en ella procesos de abstracción e ideologización antimediadora. Olvidemos de una vez por todas el aspecto funcionalista del valor social de su uso. Lo que da entidad a los "mass-media" es la capacidad que tienen para anular los intercambios culturales en un espacio de simulación ilusoria de respuestas integradas en el proceso de emisión de las instrucciones-planos que generan. El resultado es la producción de una efectiva unilateralidad en la acción comunicativa mediante la instrumentalización de unos recursos simbólicos conciliadores de todos los niveles políticos, económicos y socio-culturales enfrentados. Es el camino complejo, entrecruzado y dinámico hacia lo que se ha llamado pensamiento único: la función conativa, configuradora y performativa radical de los propios discursos periodísticos, radiofónicos, televisivos, internáuticos.
Quiero dejar claro en qué sentido hago referencia al concepto de pensamiento único. En el debate político virtual que en la actualidad tiene lugar entre las que formalmente se presentan como dos visiones políticas de la realidad bien definidas y opuestas -el neoliberalismo y la social-democracia- no hay nada sustancial que excluya ambas posturas oficiales organizadas en partidos. Éstos son simples clubs de amigos, caminos para alcanzar metas personales homónimas. Y de los sindicatos, ¿qué podríamos decir? La discusión sobre aspectos tales como el estado de bienestar o el intervencionismo estatal en materia económica nos es más que una engañosa escenificación. Ésta forma parte de los entremeses de la representación final de un sistema conciliador y anulador del conflicto ideológico en su acepción moderna. El aparente exceso de la pluralidad es la abolición de la misma, la destrucción de la alternativa, la neutralidad, la complicidad constitutiva práctico-discursiva.
Para ello, como ya adelanté, lo primordial es la búsqueda, la estimulación de esas estructuras básicas del inconsciente colectivo para provocar la respuesta negociada. El abandono real de la reflexión racional da paso al protagonismo omnipresente de los sentimientos, de la emotividad. Es en el nivel de la afectividad donde todo esto opera. Como propone Adrián Huici, el comportamiento informativo de los medios en la "Guerra del Golfo" se basó fundamentalmente en la revitalización, desde nuestros parámetros culturales, del mito. El héroe frente al villano. El reino de la luz contra el imperio del mal, el lado oscuro (Huici, 1991). En esta nueva versión de la Guerra de las Galaxias se hizo evidente el modelo de construcción social de la realidad que padecemos. Pero las líneas discursivas elementales sobre las que se tejió el relato de los acontecimientos me parecen extrapolables a cualquier acto comunicativo de la vida cotidiana. Lo de menos son los aspectos propagandísticos que en un periodo bélico, por tanto, excepcional, afloraron de manera masiva (Pizarroso, 1991). Lo importante es lo que permanece tras la vuelta a la anodina normalidad de nuestra subsistencia perceptiva, invadida de una insoportable levedad.
Llegados a este punto, si se me permite, procederé de manera sumaria y sistemática. Ofertaré un modelo de articulación de los argumentos de carácter económico-social, político y cultural-comunicativo que creo que conforman el mapa simbólico total sobre el que guiamos nuestro efímero paso por la no-existencia en este siglo agonizante. De este modo, será posible ir retomando conjuntamente muchas de las cuestiones que he ido sugiriendo hasta el momento. En resumen, la receta de la gran ilusión contiene estos ingredientes discursivos:
a) En el plano económico-social, resulta incuestionable la exacerbación entusiástica de los beneficios consustanciales de la economía de mercado. Ello se traduce en una apelación continua a la racionalidad de un sistema infalible que subordina discursivamente el concepto de crisis a lo transitorio y lo coyuntural. Ello, a su vez, se ve reforzado por la imposición de los análisis macroeconómicos referidos a los grandes indicadores de crecimiento, en detrimento de la evaluación y balance, siempre prescindible, de las desigualdades reales en el reparto de la riqueza. Por supuesto, el llamamiento, desde una invocación a la responsabilidad del ciudadano -eso le hace sentirse importante-, a la moderación, el conformismo y el sacrificio general constituye la garantía de operatividad de tal actitud.
Así, la insistencia en la irreversibilidad ficticia del concepto de bienestar y el enaltecimiento consagrado del compromiso por la estabilidad social sellan el nunca cuestionable proceso de producción material de la vida (
8). No es momento para entrar en detalles. Sin embargo, por aportar un simple ejemplo muy significativo de la manipulación interesada del discurso social, nótese como hoy día el debate sobre la negociación laboral se centra en la idea del reparto del trabajo desde la premisa de la reducción de la jornada laboral. ¿Quién puede dudar que lo que, en realidad, se está planteando es el reparto del paro en su dimensión de elemento estructural de las nuevas formas de proceder de una economía que en su propia lógica orgánica prescinde gradualmente del trabajo humano masivo?
Es asombrosa la capacidad de mutabilidad simuladora de que disfruta el sistema. Voces críticas denuncian la inviabilidad de un modelo productivo competitivo que tiene como consecuencias irremediables el desempleo y la degradación alarmante del medio ambiente. La ilusión permite, en la perspectiva discursiva de un desarrollo sostenible, la elaboración de propuestas comprometidas con la búsqueda de un equilibrio entre el modelo de economía de mercado y la reducción de los riesgos que conlleva. Recientemente, tres autores han publicado "Factor 4". Se trata de un nuevo informe al Club de Roma. En él se propone una diversidad abundante de medidas conducentes a la introducción de fundamentos ecológicos en el sistema productivo considerándolos no sólo compatibles con el desarrollo, sino como estímulos eficaces para el propio crecimiento en función de una rentabilidad multiplicadora. ¿Es posible, realmente, reconvertir los criterios ecológicos, en principio gravosos, en factores de beneficio? Los autores piensan que sí. De ahí la razón de ser de su libro. Su preocupación final es la búsqueda de un consenso internacional que, limando las inconveniencias del libre mercado mundial, evite, por otra parte, tentaciones intervencionistas excesivas que nos puedan llevar al triunfo de nuevos totalitarismos. ¿Es esto factible? Lo siento, pero me parece patético que las últimas palabras de este recetario del bienestar humano que, ante todo, quiere ser conciliador con la lógica del sistema productivo de mercado multinacional, concluya con estas palabras: "En este punto, nuestra crítica de la economía desenfrenada coincide con la concepción moderna de Coase, quien pretende poner coto, mediante la solución negociada, al ejercicio del poder por parte de los monopolios y al saqueo de los recursos. Sin embargo, los interlocutores más importantes no podrán sentarse a la mesa de negociación en una ronda sobre estrategias ecológicas para el futuro: son las futuras generaciones y las especies de animales y plantas de hoy y de mañana que no dominan el lenguaje humano" (A.A.V.V., 1997: 396). Semejante alarde quijotesco no parece tener otro destino real que la cimentación consoladora de la ilusión necesaria en un mundo feliz. Pero, y lo lamento, el mejor de los futuros posibles que puede esperar a este libro es llegar a convertirse, como mero producto de consumo más, en un nuevo título de la lista de los "best sellers". En este caso, en la sección de sueños nobles e imposibles.
b) En el ámbito de lo político, encontramos, paralelamente, el enardecimiento de la bondad intrínseca de la democracia. Esto tiene su materialización discursiva en la reafirmación y legitimación del sistema en su oposición necesaria referencial a modelos históricos enemigos como el fascismo y el totalitarismo soviético. El discurso se cierra en tanto no se puede no ser demócrata. Esto equivaldría a decir que se es fascista o se es estalinista. Este terrorismo mental sobre el sujeto, pues, impide a éste formular el enunciado discursivo: "no soy fascista, no soy estalinista, no soy demócrata" (
9). La reiteración del carácter autónomo y soberano del ciudadano, la alabanza del protagonismo de las naciones, la exaltación de los conceptos de seguridad nacional e internacional, la justificación del gobierno como reservado de los más instruidos, la disculpa del inevitable carácter coercitivo y punitivo del estado, la glorificación de su carácter transcendente, etc., son argumentos que se vienen a sumar al núcleo discursivo de la democracia como Bien Absoluto. La finalidad de la historia.
c) Estos elementos del enunciado económico-social y político tienen un dispositivo discursivo de seguridad en la abierta predisposición para la ridiculización de la utopía social y la anteposición de lo posible, lo real. La superioridad de la práctica con respecto a la teoría. De hecho, la actitud caricaturizadora y malintencionada que en ciertos núcleos sociales podrían despertar estos planteamientos críticos no tendría otra respuesta por mi parte que el rechazo enérgico de su complicidad en el "crimen perfecto" (Baudrillard, 1996) (
10). Así, la descarga de la relevancia de los hechos concretos, la denuncia de los males del pasado reciente frente a un presente-futuro plenamente prometedor, la transmisión de un moralismo autocomplaciente con lo existente, etc., tienen su proyección en argumentos que van desde la fe en la paz y la concordia mundiales, al elogio de las llamadas misiones de paz y el ensalzamiento del protagonismo internacional de las grandes potencias, pasando por la denuncia de la grave responsabilidad y barbarie de los países tercermundistas. Todo ello para legitimar, una vez lavada la mala conciencia, los crímenes legales contra la humanidad garantizadores de nuestro excelente y deseable modo de vida. Y es que, muerto el viejo enemigo soviético, paradójicamente, este sistema de paz no puede funcionar sin ellos; sin enemigos irreales, por supuesto.
Se hace necesaria, imprescindible para su supervivencia, la fabricación bien diseñada y medida de la amenaza. Como recalca Noam Chomsky, no cabe otra alternativa que buscar a ésta en el mundo subdesarrollado, allá donde, de paso, estén en juego intereses económicos preferentes: Oriente Medio. La lógica de la "guerra fría" se resiste a tocar retirada. Se hace insustituible en los nuevos esquemas de fin de siglo. Estamos ante la confección mitológica de una nueva "guerra fría". Sus comienzos son bien conocidos: la "Guerra del Golfo" (Chomsky, 1996). La victoria del Bien sobre el Mal es, pues, cuasi-definitiva. El maniqueísmo profético del sistema precisa de una cierta provisionalidad sostenida en la lucha por el triunfo decisivo.
Por eso, los tejedores de la política internacional al más alto nivel han de andarse con cuidado a la hora de hacerse copartícipes del aclamado fin de la historia. El discurso sobre el fin del proceso histórico, tras la victoria en la "guerra fría" por la no-comparecencia del contrincante, no puede adoptar un criterio semántico estricto. Más bien, ha de asemejarse al concepto matemático del límite. Entendiendo la historia como una secuencia infinita de magnitudes, la situación que se pretende eternizar debe constituir la magnitud fija a la que se aproximan cada vez más los términos de la secuencia, pero nunca de forma definitiva. Por tanto, hay que estar siempre alerta. Pero, sabemos que mientras dormimos alguien vela por nuestro plácido sueño. El doble destino consumista y tributario de la renta familiar es el precio que pagamos por tan nobles servicios públicos: la cara material de nuestras aspiraciones desorientadas, de nuestra sinrazón existencial.
d) En lo que atañe al ámbito cultural-comunicativo hay que situarse en la perspectiva de un nuevo modo de utilización de lenguaje. Se ha de entender éste como el instrumento esencial a través del cual tiene lugar el proceso de construcción social de la realidad, con la consiguiente estructuración tropológica de los discursos, basados en la metaforización encubridora de sus propios contenidos. Hoy la homogeneización y estatismo de la comunicación verbal se materializa en una apreciable esquematización publicitaria de las formas, en una creciente simplificación del estilo mediante el abuso de las nominalizaciones y la supresión de las matizaciones del verbo y el adjetivo, y en un pragmático reduccionismo gráfico-sonoro de la palabra. Ésta se ve introducida en un proceso de adecuación a las exigencias comunicativas del moderno sistema de supervivencia consumista, lo cual se traduce en una patente cosificación de las ideas y en la conversión de las producciones intelectuales en mercancía-moda.
Como ya indiqué, la reflexión crítica deja paso libre al imperio todopoderoso de la emotividad computerizada, lo que tiene su reflejo en el acceso compulsivo-consumista a los bienes y artefactos culturales. Esto al margen del valor específico de éstos en cuanto formas de pensar la realidad. Estamos ante la derrota del pensamiento. Alain Finkielkraut considera que "la batalla ha sido violenta, pero lo que hoy se denomina comunicación demuestra que el hemisferio no verbal ha acabado por vencerla, el clip ha dominado a la conversación, la sociedad 'ha acabado por volverse adolescente'(2). Y a falta de saber aliviar a las víctimas del hambre, ha encontrado, con motivo de los conciertos para Etiopía, su himno internacional: 'We are the world, we are the children'. Somos el mundo, somos los niños" (Finkielkraut, 1987: 138) (
11). Edgar Morin, por otra parte, entiende nuestra época como trágica para el conocimiento por ser trágica para la reflexión. Ésta, sumida en un profundo vacío, es víctima de la degeneración protagonizada por una cultura científica basada en un modelo de conocimiento cuantitativo, manipulador, segmentado y disgregado: "Siendo que la reflexión une un objeto particular con el conjunto del que forma parte, y este conjunto al sujeto que reflexiona, resulta imposible reflexionar sobre los saberes parcelados, divididos en trozos" (Morin, 1992: 73).

La gran ilusión como fin de la relatividad del tiempo histórico: la aniquilación de la palabra.
Este es, en resumen, el paraíso de la ilusión: la ilusión del Mercado, la ilusión de la Opulencia, la ilusión de la Democracia, la ilusión de la Paz, la ilusión de la Libertad, la ilusión de la Justicia, la ilusión de la Verdad, la ilusión de la Razón. Opino que todo esto tiene un reflejo claro en el fenómeno de la relación entre el tiempo real como marco histórico-social objetivo, concreto y singular, y la temporalidad en el sentido de conformación simbólica colectiva de la imagen que de dicho tiempo real posee nuestra sociedad actual; esto es, la creación de un tiempo donde instala sus propias experiencias intersubjetivas amnésicas. La paradoja reside en el hecho de que mientras se intensifica el flujo de los acontecimientos, al calor de la hiperactividad y omnisciencia de los medios de comunicación, aquéllos acaban en diluirse en no-acontecimientos, debido a un proceso uniformemente acelerado de reelaboración, suplantación y actualización de los mismos: la destrucción de la historia como vivencia humana referencial. Abel Jeanniére aprecia: "Al mismo tiempo que la historia corre más veloz, el planeta se estrecha y el mundo del hombre parece contraerse" (Jeanniére, 1979: 134).
La continuidad del tiempo real de la sociedad, la proyección de la historia, depende fundamentalmente de la capacidad que el individuo tenga de situarse desde la conciencia en el verdadero lugar que ocupa dentro del complejo entramado del que forma parte. Esto ya no es posible. La incapacidad que tanto el contexto social intersubjetivo, en general, y el sujeto-objeto, en concreto, muestran para pensarse a sí mismos, no puede dar otro resultado que la perpetuación de lo transitorio, la universalidad de lo particular, la congelación del devenir de la historia en tanto proyecto emancipador. La conciencia colectiva del no-cambio implicaría, de modo consecuente, el no-cambio efectivo.
La historia ha sufrido procesos de desarrollo intelectual de formas de representación mental no históricas. El que cristalizó en tiempos medievales en torno a la concepción estática y eternizadora del tiempo, perfectamente expresada en la obra de san Agustín. Jacques Le Goff recuerda que "desde san Pablo a san Agustín y los grandes teólogos medievales, la Iglesia tratará de concentrar el espíritu de los cristianos en un presente que con la encarnación de Cristo, punto central de la historia, es el comienzo del fin de los tiempos" (Le Goff, 1991: 186). No obstante, lo determinante, desde la óptica del desenvolvimiento histórico, es la medida en que dicho proyecto ideológico de acción sobre lo sentido y vivido por la masa social pudiera materializarse. La no-disponibilidad por parte del aparato del poder de instrumentos verdaderamente capaces, visto desde nuestra situación actual, impidió, a mi entender, una eficaz inoculación social de un determinado sistema de símbolos que permitiese la percepción de la cosmovisión confeccionada en los laboratorios eclesiásticos de la "Verdad".
Lo que estaba en juego era la legitimación y perpetuación de un sistema de relaciones sociales que desde finales de la antigüedad comenzó a constituir la base específica de reproducción socio-material de la vida. En este proceso histórico concreto, la concepción colectiva de una temporalidad no histórica, basada en la parusía final anunciada con la encarnación de Cristo, estaba destinada a convertirse en el referente esencial de un sistema de valores y representaciones simbólicas al servicio del modelo de negociación de los intereses enfrentados "arriba-abajo". El argumento enlazador simbólico de dicha negociación era la salvación espiritual ansiada por todos. Pero no confundamos proyectos, intenciones, con hechos consumados. Aquí no hubo éstos, en contra de lo que muchos puedan pensar. Sólo eso, proyectos sin instrumentos.
El paralelismo con la situación de fines de nuestro siglo nos descubre contrastes muy acentuados. El individuo de hoy, debido a la infalibilidad de los nuevos sistemas de control panópticos canalizados por los "mass-media" y la informatización del saber, se encuentra, de modo irreversible, sumergido en un universo significador de la realidad plenamente negador del pasado, y de él mismo, en consecuencia. Así, se aleja más y más de la comprensión de la relatividad del tiempo histórico en que vive y, por consiguiente, se aparta de la posibilidad de proyectar su acción transformadora hacia un futuro ya absorbido, anticipado, abolido. Creo que para ahondar en este enfoque -vengo insistiendo en ello- deben ser reconocidos los modos concretos en que cristaliza en nuestra sociedad el acto de conocer. Lyotard en "La condición postmoderna" advierte: "Se puede, por consiguiente, esperar una potente exteriorización del saber con respecto al 'sabiente', en cualquier punto en que éste se encuentre en el proceso de conocimiento. El antiguo principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación (Bildung) del espíritu, e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en desuso. Esa relación de los proveedores y de los usuarios del conocimiento con el saber tiende y tenderá cada vez más a revestir la forma que los productores y los consumidores de mercancías mantienen con estas últimas, es decir, la forma de valor" (Lyotard, 1989: 16).
Por otro lado, Morin denuncia en el plano cognitivo el desplazamiento progresivo de la figura del profesional, que basa su labor en la consciencia y la experiencia, en favor de la del experto, cuya tarea se reduce a la producción de un diagnóstico de la realidad desde el cálculo y la especialización compartimentadora y empaquetadora de ésta: "Todo lo que escapa a la razón calculadora escapa al entendimiento del experto, cuya principal sinrazón es no poder conocer la sinrazón humana" (Morin, 1992: 74). Esto no puede ser interpretado en lo que respecta a la evolución del fenómeno histórico sino como lo hace Baudrillard. Para él, "los acontecimientos se van produciendo uno tras otro y aniquilando en la indiferencia. Neutralizadas, mitridatizadas por la información, las masas a cambio neutralizan la historia y funcionan como pantalla de absorción. En sí mismas carecen de historia, de sentido, de conciencia, de deseo" (Baudrillard, 1995: 12-13).
Aunque Baudrillard prefiere no hacer alusión directa al ya referido Fukuyama, hemos de encontrar en su obra la firme respuesta a los inconvenientes de la falsa certeza de éste. Su desbordada proclamación hegeliana del fin de la historia le convierte en ese nuevo san Agustín del capitalismo transnacional democrático-totalitario con el que se cierra el siglo. El profeta del Mercado como salvación. La literatura económica, social y política actual no representa otra cosa, en muchos casos, que la plasmación de sus débiles principios. Como buen botón de muestra seleccionaré un texto periodístico de Joaquín Estefanía: "No hay lugar para las ideologías, sino para el estudio del caso por caso; no es ésta la era de las doctrinas, sino del juicio práctico. Se han acabado las utopías y la labor de los científicos sociales debe ser investigar cómo debiera ser una sociedad mejor, posible, porque el ejercicio de imaginar una sociedad perfecta suele conducir al rechazo del modelo utópico por inviable. Si así lo hiciesen, los economistas recuperarían el papel de ayudar a saber cómo puede funcionar mejor lo que existe, en vez de esa labor tan impotente de pronosticar qué fue el pasado" (Estefanía, 1996: 7).
Resultará fácil al lector encontrar aquí los ecos de este nuevo discurso de la ilusión que estoy analizando. Este último texto no es más que la complicidad orgullosa en el asesinato de la realidad y del mismo hombre. Rechazo del pasado, ahorcamiento del futuro: un fin de lo más chapucero. Éste es, en suma, el desalentador -no, por ello, irreal- contexto discursivo-práctico de las nuevas formas post-industriales de negociación vital. Emilio Lledó lo resume así: "La aniquilación de objetos, en el panorama de la nueva sociedad, manifiesta siempre la pobreza de una existencia en la que únicamente pervive la apetencia de una nueva consunción, alimentada por esos mensajes que inundan diariamente nuestro cerebro, y que son imprescindibles para mantener esta situación artificiosa. Al mismo tiempo, para los que controlan la 'fabricación' de esa forma peculiar de mundo, el proceso de consumo se convierte en 'poder'. Consumo y poder; aniquilación y fabricación de productos para ser aniquilados; pobreza y riqueza para empobrecer" (Lledó, 1996b: 66-67).
Es evidente, por consiguiente, que el nuevo código regulador del comportamiento social está conectado a nuevos vehículos de construcción de la comunicación social. En este plano, resulta imprescindible insistir en el valor que en ellos juega la palabra más allá y más acá de su función clásica. Ésta, como símbolo, se acomoda flexiblemente a la actualización de las realidades sociales que se pretende adelantar. La palabra, como instrumento esencial del pensamiento reflexivo, crítico y programador de la acción sufre un desarraigo paulatino de sus originales fuentes de significación. Desgajada del marco semántico al que pertenecía, tiende y seguirá tendiendo a instalarse en un plano de simbolización de la realidad que, en un principio, le era extraño. Sin desaparecer como elemento comunicativo, hoy día el discurso lingüístico, la expresión verbal se difumina en función de la ocultación de los enlaces de la memoria con el pasado. "Los mass-media': la lengua muerta de la memoria", así titula Ana Lucas uno de los apartados de un trabajo sobre "1984" de Orwell (Lucas, 1984).
Padecemos un claro reduccionismo icónico del lenguaje verbal. Éste es el único sistema de representación simbólica que tiene la capacidad de conectar al individuo y a la sociedad con su propia historia. La lengua, en su conformación histórica, manifiesta, revive lo "otro" en el "yo" en forma de palabra pensada. El concepto de la historia como realización-actualización de lo social sólo es edificable por medio de la palabra en su flujo natural. La depreciación del pasado en sus desarrollos excepcionales y su disolución unívoca en un presente entumecido, ansioso de eternidad y absorto en su ficción manufacturada, requiere herramientas de dotación del significado que no permitan el uso del lenguaje verbal como proceso enlazador con el tiempo histórico real. La lengua es historia en sí misma; es el resumen del pasado en tanto lleva consigo, en su propia estratigrafía estructuradora, el discurso filogenético del presente y las posibilidades de proyección del mismo hacia el futuro. Destruir la lengua es romper los hilos que enlazan al individuo con su génesis histórica, con la genealogía liberadora nietzscheana, no con una visión teleológica del proceso histórico como plan ideal. Esto último lo descarto. Sondear el pasado no ha de ser la búsqueda de esencias, sino la comprensión de la especificidad de prácticas concretas, ligadas al azar, pero significativas en sí mismas. Pienso que el encuentro con la "rareza" posee un valor liberador existencial proléptico-proyectivo. Foucault recuerda la consideración que Nietzsche llegó a hacer sobre una posible historia crítica, antes rechazada por él mismo, desde la perspectiva de que "ya no se trata de juzgar nuestro pasado en nombre de una verdad que nuestro presente sería el único en poseer; se trata de arriesgar la destrucción del sujeto de conocimiento en la voluntad, indefinidamente desplegada, de saber" (Foucault, 1992b: 74-75).
Estamos, pues, ante un nuevo lenguaje en el que la palabra ha quedado secuestrada en el oscuro zulo de la comunicación gráfica, sonora e informática, lo cual instala al sujeto en un espacio perceptivo de la realidad como imagen estática, como instantánea fotográfica coaguladora de la experiencia vivida por un individuo plenamente desheredado, inhabilitado para pensar, para pensarse, para imaginarse. Muerta la palabra donde reconocerse uno mismo, queda eliminado el testigo: la desaparición de las pruebas. Las pruebas de la adulteración criminal de la realidad histórica en su singularidad intransferible. Rafael Argullol publicó un artículo periodístico donde hacía notar las implicaciones del fenómeno en sus correspondientes políticos: "El cambio fundamental en la naturaleza de la democracia es evidente: si aceptamos la afasia en la vida pública, también aceptamos el triunfo de la amnesia. Una 'democracia afásica' implica también una 'democracia amnésica' en la que las necesidades del presente lo son todo. El progresivo abandono de la palabra-de la información mediante la palabra-por parte de la prensa escrita y su sujeción a la imagen es la otra cara, simétrica, del proceso acaecido en el terreno político. Lo que no está claro en el futuro es si podremos continuar llamando democracia a una 'democracia sin palabra'" (Argullol, 1996: 13).

A modo de conclusión
El problema no es el de presentir la posibilidad de una democracia con palabra. La democracia es la no-palabra. Esta es su esencia: la ilusión del libre pensar. Preferiría creer que esta lectura del mundo que propongo no tiene porqué interpretarse como un mero ejercicio de apremiante escatología apocalíptica. Estamos ante el derrumbamiento irreversible de los valores sobre los que se edificó un modo de existencia. La gran conquista de la contemporaneidad post-industrial y consumista no es, por consiguiente, la verdadera libertad, sino la falsa conciencia de que ésta se ha logrado. El hombre de nuestro tiempo, de manera paradójica, amplia su campo de actuación en tanto en cuanto se halla condicionado y circunscrito, mediante la represión psico-social panóptica, a un espacio no dominable por él mismo. Es ese creer ser libre y ser, por otro lado, menos libre que nunca, lo que caracteriza a la sociedad menos libre de todas, la nuestra. Es la certeza ilusoria de haber alcanzado la cima del Saber, lo que define a la sociedad menos sabia de todas, la nuestra.
Al hombre occidental le ha cogido a paso cambiado su propia realización ante la osadía de colocar la Libertad y el Conocimiento en el centro referencial de la existencia. Semejante artificio se ha vuelto contra él. La realidad se ha convertido en un simulacro de la misma. Esto, más allá de las celebraciones oficiales y del entusiasmo que se pretende contagiar apelando a las emociones tipificadas, sella una carta de defunción de un mundo cansado, neurótico, obsesivo-compulsivo, angustiado, impotente, con respecto a la ilusión creada. Nadie escapa de este "pathos". Ni los de "arriba" ni los de "abajo". Aquéllos se debaten ante el dilema de "El Gatopardo". Preconizan el fin de la historia y el advenimiento de un nuevo orden internacional, a la vez que no pueden prescindir de la recurrencia a viejos estilos. Emulando al Príncipe de Salina, dirán: "las cosas tienen que cambiar para que sigan como son" (
12).
Pero no debemos caer en el desaliento. Disponemos para nuestra tranquilidad de esos charlatanes de la ilusión -políticos, economistas, pensadores y comunicadores, en general- que desde sus púlpitos mediáticos están preparados para pronunciar con nitidez todo lo que deseamos escuchar y queremos creer. ¡Es tanto lo que se les debe en la construcción conjunta intersubjetiva de la gran ilusión! Ellos, arquitectos especializados, saben cómo asentar firmemente los cimientos de la Casa, de la Gran Pirámide. Los demás, abnegados y laboriosos peones, aportamos nuestro trabajo, modesto, pero fervoroso, para la consolidación de esta magna obra de la ingeniería cultural. Nos va la vida en ello. En el fondo, es tan poco lo que se nos pide a cambio: una sonrisa y silencio. Sobre todo, silencio. Y en cuanto a las tentaciones milenaristas que recorren todo fin de siglo, todo fin de milenio, no nos apresuremos. Como recordaba recientemente Antonio Muñoz Molina, "todos los días, en alguna parte, a cualquier hora, están ocurriendo el fin del mundo y la matanza de los Inocentes" (Muñoz Molina, 1997: 2). Así, sólo nos queda una alternativa: o seguimos sumergidos en la ilusión anestésica, o comenzamos a plantearnos la posibilidad de una redefinición radical del sentido de nuestra existencia social. Por lo pronto habrá que ir recuperando, aunque débilmente, la centralidad perdida del logos; pero, de un logos no-tecnocrático, relativizador tanto de la identidad, como de las diferencias, no conducente a su autodisolución iconocentrista; reflexivo, pero, instalado en la provisionalidad de la historia. Por eso mismo, crítico, desmitificador, proyectivo, auténticamente emancipador, anti-absolutista. Me gustaría creer que todo esto todavía es posible. Intentemos, al menos, que no sea la realidad social la que determine la conciencia de los hombres, sino que sea una nueva conciencia social, "remordenizadora" sobre nuevas bases, la que pueda transcender los cada vez más inexpugnables límites de una realidad casi definitiva.

Notas
(1). Recuérdese que este concepto fue consolidado como novedad terminológica por Daniel Bell en 1973. Ello para definir un nuevo marco de organización social basado tecnológicamente en el papel esencial de la información en tanto principio axial fundamentado en la centralidad y codificación del conocimiento teorético (Bell, 1991).
(2). Un acercamiento directo a este planteamiento general lo constituye la obra de Noam Chomsky (Chomsky, 1991).
(3). Dicho concepto es el equivalente al de "imágenes arquetípicas" en Mircea Eliade (Eliade, 1981). También, por supuesto, al de "arquetipos" en Carl Gustav Jung (Jung, 1980).
(4). Para una aproximación global a esta problemática considero de utilidad la obra de Mauro Wolf (Wolf, 1994).
(5). Aquí no puedo evitar la referencia a la claridad conceptual y documental con la que, bajo el epígrafe de "La guerra fría: realidad y fantasía", Noam Chomsky aborda el asunto de la confección ilusoria del enemigo necesario por parte del bloque occidental capitalista (Chomsky, 1992). Más tarde recogeré esta idea en su nueva y acuciante perspectiva de fin de siglo.
(6). Aunque este artículo se redactó hace ya algún tiempo, ahora que se publica he de indicar al lector la significación que este tema está cobrando hoy desde la óptica de la intervención indiscriminada que hoy lleva a cabo la O.T.A.N. en "Yugoslavia" en nombre de los derechos humanos. Una exploración de los modelos comunitarista, idealista y consecuencialista que representan hoy las opciones ideológicas legitimadoras de tales intervenciones puede encontrarse en Alfonso Ruiz Miguel (Ruiz Miguel, 1996).
(7). No uso los conceptos de mentira, maldad y fealdad en relación con referentes extradiscursivos reales, sino en tanto reversos imaginarios de los propios discursos que generan los valores universales occidentales de Verdad, Bondad y Belleza.
(8). No sé si pedir disculpas por el sacrílego acto de hacer resonar aquí un concepto de naturaleza marxista. Seguramente, en 1988 esto no hubiera sido necesario, pero desde 1989-1991 parece que sí. De este modo se afirma la inconsistente firmeza de la ciudad de los sabios.
(9). Planteamiento muy semejante se halla en Agustín García Calvo (García Calvo, 1992).
(10). Por otra parte, me pregunto si en nuestra cultura de la "Libre Expresión" resultan plausibles mis "provocaciones". Más allá de las apelaciones a la cortesía y a lo "políticamente correcto", me gustaría saber dónde están los verdaderos límites entre lo que se puede y no se puede decir -lo innombrable. ¿Son esos límites los que hacen improcedente e inadecuada mi postura?
(11). La cita "(2)" es una referencia directa a Yonnet, Paul, "L´esthetique rock", Le Débat, nº 40, 1986, 66.
(12). La referencia se corresponde con la novela de Tomaso di Lampedusa llevada al cine por Luchino Visconti en 1963.

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Fuente: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/findesiglo.htm