De la tristeza
Por Alfonso Fernández
La alegría y el contento no son, ciertamente, patrimonio exclusivo de la humanidad, pero sí lo es, en cambio, la risa. Me parece que otro tanto puede decirse del la tristeza y del llanto: no somos el único animal que se siente triste, pero sí el único que llora (aunque justo es, sin embargo, recordar que Darwin afirma que el elefante indio llora a veces, pero yo no lo he visto). Mas de ser cierto que somos la única especie capaz de derramar lágrimas, y toda vez que hemos de admitir como existente en otros animales el sentimiento que las provoca, el motivo de ello probablemente ha de ser buscado, en algún aspecto, en la propia fisiología del llanto; cuestión ésta que a mí particularmente no me interesa en demasía, y sobre la que poco o nada tengo que decir. El lector especialmente interesado en este aspecto de nuestro problema, además de en otras fuentes, sin duda más actuales y competentes, puede recrearse con las gozosas disquisiciones de Descartes al respecto, o con las a todas luces más científicas del propio Darwin.
Creo, no obstante, que la descripción, por exhaustiva y detallada que sea, de los aspectos fisiológicos del llorar, todo lo más que llegaría a explicar es por qué otros animales no pueden llorar, pero no por qué lloramos nosotros, es decir, por qué en nuestro caso (a diferencia de lo que ocurre con otras especies) sí se han desarrollado esas disposiciones anatómicas y biológicas que hacen posible la generación de lágrimas y el llorar mismo. Sospecho que todo ello acaso tenga que ver con el hecho de que el llanto (junto con la sonrisa) constituye el primer sistema de comunicación del recién nacido, y el primer paso, por tanto, en la adquisición del lenguaje. Al llorar, el niño busca captar la atención de la madre y su socorro, transmitiéndole sus necesidades y su malestar (del mismo modo que con la sonrisa le manifiesta su satisfacción y su contento). Y tal es la efectividad de esa forma primitiva de lenguaje, que parece probado que, como señala Eibl-Eibesfeldt: «Las madres reconocen muy pronto el llanto de su propio hijo y cuando le escuchan aumenta el riego sanguíneo en su pecho. En muchas mujeres –añade– se estimula tanto el flujo lácteo que la leche llega a gotear por sus pezones.» Se trata, pues, de un mecanismo esencial al servicio del problema de la propia supervivencia de la especie; problema (no es difícil conjeturar) que en otros animales encontró solución por procedimientos distintos. En el caso del ser humano, el llorar, en cambio, es un comportamiento universal: «Personas idiotas de nacimiento –observa Darwin– también lloran, aunque se dice –advierte– que no es el caso de los cretinos.» De ser esto último cierto, confirmaría plenamente lo que venimos diciendo: sólo en alguien que presenta una total y absoluta falta de adaptación (lo digo sin el menor atisbo de burla) puede hallarse ausente tal mecanismo. Es cierto, sin embargo, que más tarde, a lo largo de la infancia, las disposiciones culturales de las diversas sociedades pueden, según los casos, es decir, según se trate de una mujer o de un varón, tender a fomentar o reprimir el llanto. «Los niños no lloran», he ahí un precepto que hemos heredado, con toda seguridad, de nuestros primeros ancestros y de aquellas sociedades arcaicas en las que, dadas sus condiciones medioambientales y la distribución del trabajo a la que obligaba las propias características de los dos sexos, acaso resultase adaptativo, pero que hoy ha perdido toda razón de ser. Por el contrario, a las niñas se las educó siempre en el convencimiento de que ser de lágrima pronta y fácil es signo distintivo de feminidad, así como un mecanismo sutil del cual servirse como medio para conseguir sus propósitos y lograr sus objetivos. Y es que llorar, como bien saben los niños (aunque no sepan que lo saben), despierta la simpatía de los otros y pone en marcha su atención y sus cuidados. Tal vez por eso (digo yo que porque no quieren ser menos que los demás) el llanto es tan contagioso entre ellos, incluso entre recién nacidos, como observa Eibl-Eibesfeldt, quien, de modo magistral, sentencia que: «los niños que lloran tienen siempre razón». Pasado el tiempo (tal como se ha dicho), la propia sociedad se ocupa de implantar disposiciones muy distintas en los dos sexos; y de este modo, en tanto que al niño se le inculca el comportamiento dominante y agresivo como medio para alcanzar sus metas (y así nos va), a la niña, en cambio, se intenta mantenerla en la estúpida alienación de que su encanto y su fuerza residen en unos ojos humedecidos por las lágrimas. Y así nos va también; porque, alguna que otra vez, uno tiene la desgracia de toparse con alguna auténtica virtuosa en esto del chantaje lacrimal.
Voltaire, reparando, acaso, en ese sentimiento de empatía capaz de ser suscitado por las lágrimas, no duda en afirmar que el llanto es un procedimiento mediante el cual la naturaleza ha querido despertar en nosotros la compasión hacia los demás, hacia el que sufre. «¿Quiso acaso la naturaleza –se pregunta– excitar en nosotros la compasión cuando vemos derramar lágrimas que nos enternecen, para inducirnos a prestar nuestro socorro a quienes las derraman?» Su respuesta es rotundamente afirmativa. Y yo sospecho que, con ser cierto lo que dice el filósofo francés, ése es sólo un aspecto del asunto. El otro ha sido, a mi juicio, perfectamente intuido por Schopenhauer. El gran pesimista y misántropo (léase también misógino) no podía aceptar, sin más, una respuesta tan rotunda y directamente caritativa, sino que, al contrario, era la persona más adecuada para detectar el componente egoísta que, en el fondo, se encierra siempre detrás de todo llanto. Es cierto –reconoce Schopenhauer– que para llorar se necesita ser capaz de poder sentir compasión y afecto, así como poseer un mínimo de imaginación. De ahí que quienes carecen de ésta o quienes poseen un corazón frío y duro como pedernal, no suelen llorar (o lo hacen, añadiría yo, de forma puramente fingida, sin sentimiento auténtico, tal como sucede con los psicópatas). De ahí también que la capacidad de llorar sea vista como reveladora de un carácter bondadoso, y que el llorar mismo suela desactivar la ira, porque sospechamos que si alguien es capaz de llorar, también lo es de afecto y de sentir compasión por los demás. Ahora bien, admitido esto, que en absoluto contradice (me parece a mí) lo que dice Voltaire, Schopenhauer da un paso más, aventurando la sospecha de que todo llorar es, en el fondo, un comportamiento egoísta, porque, en último término, el objeto último de nuestras lágrimas somos siempre nosotros. Y aun en aquellos casos en los que nuestro llanto nace motivado por el sufrimiento de los demás, no es sino porque con nuestra imaginación somos capaces de ponernos en el lugar del otro, con lo que, sentencia Schopenhauer, «siempre acabamos llorando por nosotros mismos». De manera que también la compasión que sentimos por el prójimo, no es más que una de las formas que puede adoptar la compasión hacia nosotros mismos: «El llanto –concluye el filósofo alemán– constituye (...) la expresión corporal de la compasión de sí mismo.»
Es innegable que, por lo general, las lágrimas despiertan ternura y compasión por el que llora, y movilizan nuestra atención y solicitud hacia él, pero no lo es menos que nada de eso sucedería si no fuésemos capaces de vernos en él a nosotros; si el otro no fuese en ese preciso momento una imagen que trae a nuestra memoria el recuerdo de aquello que también a nosotros nos ha sucedido o un aviso de lo que acaso nos sucederá. Si alguien no puede experimentar compasión por los demás, a buen seguro que tampoco experimentará miedo ni temor por sí mismo. Los psicópatas, a los que antes me he referido, son buena prueba (creo yo) de tal aseveración.
En lo que se equivoca Voltaire es en considerar que las lágrimas son siempre expresión sincera de dolor («el lenguaje mudo del dolor», las llama). Esto no es cierto. Y tampoco lo es que, como él piensa, a diferencia de la risa, el llanto no pueda ser fingido: «Es imposible llorar sin objeto –escribe–; pero la risa sí que se puede fingir.» No es verdad. En el fondo, lo mismo se podría decir que pueden fingirse tanto el uno como la otra como que no puede fingirse verdaderamente ninguno de los dos. E incluso, si es que hemos de tomar partido al respecto, yo me atrevería a afirmar que con más facilidad cabe fingir el primero que la segunda; al menos yo me hallo firmemente persuadido de poder detectar antes una risa falsa que un llanto fingido. Cosa distinta es la sonrisa, que es, probablemente, la expresión facial que con más facilidad cabe componer artificialmente, y constituye, por tanto, el estado anímico o afectivo que se puede fingir con menor dificultad; y de hecho lo hacemos constantemente, lo que de ningún modo ha de ser visto, necesariamente ni siempre, como una falsedad, sino como una forma de buena educación en nuestras interacciones con los otros.
Y esto del llanto fingido es otro aspecto sumamente importante en este asunto del llorar. En opinión de Séneca, no solamente sucede que el llanto es muchas veces fingido, sino que, además, es casi siempre una forma de ostentación. No nos es suficiente con sentirnos tristes o experimentar dolor, sino que queremos que se sepa, a tal punto que, desaparecido el público, desaparecen también el llanto y la pesadumbre: «muchos –escribe– derraman lágrimas para que se les vea y tienen los ojos secos siempre que falta un espectador (...) tan profundamente está clavado este mal: el estar pendiente de la opinión ajena, que incluso la cosa más simple, el dolor, llega a simularse.» Esto no es siempre así, desde luego, ni creo yo que sea intención de Séneca afirmarlo, pero es verdad que lo es en no pocas ocasiones. Lo que, hablando en general, se busca en ese caso (al margen de otros objetivos concretos, tan múltiples como diversos) parece bastante obvio: granjearse fama de sensible y de sentido, lo que no es sino uno de los múltiples rostros de la vanidad y de la estupidez. Pero la estupidez siempre consigue sorprendernos, y así se da el caso de que quien comenzó llorando por fingimiento y cuento, acaba, finalmente, por creerse su propio llorar. No debemos sorprendernos: la necedad, como todas las artes, cuenta con su propio plantel de virtuosos. La Rochefoucauld, que es un experto en descubrir tales talentos, no podía defraudarnos tampoco en esta ocasión: «Hay llantos –observa– que a menudo nos engañan a nosotros mismos después de haber engañado a los demás.»
Los estoicos, por supuesto, desaconsejan el llorar; o si quiere decirse en positivo, aconsejan reprimir el llanto, pero antes por inútil y baldío que por cualquier otra razón. Convencido Epicteto de que: «Lo que perturba a los hombres no son los sucesos, sino las opiniones acerca de los sucesos», nada tiene de extraño que añada: «¿Qué es el llorar y el gemir? Una opinión. ¿Qué es la desdicha? Una opinión.» Se trata, pues, de cambiar de opinión, de esforzarse en ver las cosas desde otra perspectiva (no digo yo de consolarse con aquello de que «no hay mal que por bien no venga», porque esto, más que consejo estoico, es consuelo de tontos. O de muy listos: no hay mal que por bien no venga, sobre todo cuando el mal al que nos referimos atañe a los demás). Se trata, en suma de sustituir, ante las desdichas, las lágrimas por la reflexión. Y si eso no da resultado, esperar a que el tiempo opere sus maravillosos efectos, porque es verdad que «el tiempo todo lo cura». Por supuesto: como que nos cura hasta de estar vivos. Séneca ha expresado esto muy bien cuando afirma que: «quien no ha logrado poner término a su dolor con la reflexión, lo pondrá con el tiempo.» Desde luego. Y ya que, me encuentro hoy en vena de dichos y refranes, añadiré que Séneca tiene razón al afirmar que el dolor que no nos cure la reflexión nos lo curará el tiempo, entre otras cosas porque «no hay mal que cien años dure». Indudablemente que no: ni tampoco cuerpo que lo aguante, como certeramente añadió alguien.
Yo siempre he deseado ser más estoico de lo que mi disposición natural me permite serlo. Creo que hay dolores auténticos que no son meras opiniones y que existen llantos incontenibles (y sinceros) que las más severas lecciones de filosofía no pueden acallar. Y pienso incluso que llorar no es mal ejercicio para relajar el cuerpo y la mente antes de la reflexión. Si ante una desgracia se me pidiera consejo, no dudaría en dar éste: «llora y luego piensa.» Por lo demás, me parece que tan ridículo es hacer ostentación de las lágrimas, para forjarse leyenda de sentido, como reprimir el llanto, para sentar plaza de duro y autosuficiente. Tan natural es el llanto como la risa; y si no reprimimos una, no veo por qué hemos de reprimir el otro. Y conste que no digo esto por mí, porque mis propias consideraciones me llegan ya un poco tarde. Seguramente soy de aquéllos (aunque yo no lo recuerdo) a quienes se les ha enseñado a no llorar en público, así que, una vez salido de la infancia, no creo que haya nadie que pueda decir que me ha visto llorar más allá de unas cuatro o cinco veces, y pasados los cuarenta no es cosa de cambiar de costumbres, ni creo que pudiera hacerlo aunque quisiera. Pero acaso estas mismas consideraciones puedan resultar de interés y aplicación para alguien. Claro que todo esto parte de un supuesto: que en este mundo son muchas más las cosas que dan risa que las que generan tristeza, con lo cual no es de esperar que a cada paso nos encontremos salpicados por las lágrimas del prójimo; porque si alguien encuentra tantos motivos para llorar como encontramos otros para reírnos, el asunto puede resultar un tanto agobiante. Quiero decir que es preferible ver la vida con los ojos de Demócrito, y reírse hasta la extenuación, que con los de Heráclito, y llorar sin consuelo; pero, con todo, no les neguemos a los heráclitos su lugar en el mundo, ni les hagamos avergonzarse de su temperamento.
Hasta este momento, hemos venido ocupándonos del llorar como algo íntimamente asociado con la tristeza; y, por supuesto, no se trata ahora de negar tal asociación, sin duda frecuente y común, pero sí de aclarar que la estrecha relación entre ambos estados anímicos no llega hasta el punto de hacerlos inseparables; no sólo porque la tristeza no implica automáticamente el llanto, ya que se puede, en efecto, estar triste sin llorar, sino también porque, al contrario, se puede llorar sin estar triste. Es obvio que emociones y sentimientos muy diversos logran en ocasiones despertar el llanto. No resulta inusual que mucha gente reaccione de ese modo ante una extrema alegría, una profunda sorpresa o un estado de intensa excitación nerviosa, entre otras circunstancias posibles. Y derramamos lágrimas (algo que no siempre es exactamente lo mismo que llorar) cuando nos acomete una risa intensa o a consecuencia de un peregrino bostezo: con lo que, al cabo, no sólo se llora de tristeza, sino también de risa y hasta de aburrimiento.
La tristeza es un estado anímico más o menos persistente y duradero, en tanto que el llanto es uno de los acompañamientos y manifestaciones corporales de múltiples estados anímicos. No cabe, con todo, negar que la tristeza sea una de sus compañías predilectas, quizá la principal. No solemos, desde luego, decir que alguien llora cuando se ríe, aun cuando, en efecto, derrame copiosas lágrimas. Y si la tristeza es (así parece) el motivo fundamental del llanto, algo debemos decir de ella.
Y lo primero que hay que decir es que de ella casi nadie habla bien; y no seré yo, por supuesto, quien acometa en estas páginas la tarea de su elogio, como si se tratase de un afecto honroso o estimable en sí mismo. Espinosa, para quien no puede decirse que la alegría sea buena o mala en sí o por sí misma, considera que, «en cambio, la tristeza es directamente mala»; y la razón que da es la habitual en él, a saber: que supone siempre el paso de una perfección mayor a una perfección menor. Y Plutarco llega a decir incluso que: «La tristeza es causa de la locura y de muchas otras enfermedades.»
Ahora bien, yo creo que, ciertamente, se trata de un estado del que es preciso intentar salir cuanto antes, pero no estoy seguro que, antes de abandonarlo, no pueda prestarnos también algún servicio. Como suele decirse, no hay nadie que sea tan inútil o tan perverso que no sirva para algo, aunque no sea más que para dar mal ejemplo. Y supongo que, si bien, se mira, la tristeza tiene que servirnos para algo: siquiera sea para aprender a rehuirla. Que ello fuese así, sería ya motivo suficiente para estarle agradecidos. Pero yo en estas cuestiones cada vez me encuentro más cerca de Darwin y del funcionalismo de W. James, su consecuencia psicológica. ¿Cabe seriamente pensar que un sentimiento tan fuertemente arraigado en nosotros (y no sólo en nosotros) resulte sencillamente superfluo, cuando no directamente pernicioso o malo? Realmente, ¿nada habrá en él de positivo o de útil? ¿Acertará François Villon cuando le rinde tributo como importante maestra en esto del vivir?:
[Cierto es que, tras lamentos y llantos y gemidos angustiosos, luego de tristezas y dolores, los trabajos y andanzas dolorosas y el sufrimiento esclarecieron mi espíritu inestable, aguzado como una pelota, más que todos los comentarios de Averroes sobre Aristóteles.]
¿Por qué nos entristecemos? Según Descartes, la tristeza nace «de la opinión que uno tiene en el sentido de poseer algún mal o algún defecto». Creo que tal sugerencia es básicamente acertada y correcta, aunque a mí se me ocurre decirlo de otro modo: pienso que la tristeza es señal inequívoca de que se ha producido (o así lo creemos) un desajuste entre nuestras expectativas y la realidad: algo está mal; algo no es como debería o pensamos que debería ser. ¿Y qué es ello? La tristeza (me parece) suspende momentáneamente nuestra proyección hacia el exterior, nuestra actividad y nuestra atención orientadas a la realidad externa, y las vuelca sobre nosotros mismos, obligándonos a un ejercicio de retraimiento e introspección nada desdeñable, a un interés obsesivo por nosotros mismos, que, lejos, en este caso, de resultar pernicioso o enfermizo, es el único primer paso posible hacia la resolución del conflicto, porque es en nosotros donde se encuentra el remedio y el único lugar, en consecuencia, donde hemos de acudir a buscarlo. Sea lo que fuere aquello que nos perturba y entristece, su causa no puede hallarse más que en nosotros o en circunstancias que nos son ajenas e impuestas, y que en modo alguno está en nuestras manos el cambiarlas. Y llegados a este punto, acaso el curso que ha de tomar nuestra acción y el camino que nos conducirá fuera del abatimiento se nos presenten súbitamente iluminados: o ponemos en marcha los medios oportunos para modificar aquella situación que nos abruma (acaso mutando nuestra actitud, acaso cambiando nuestras expectativas o nuestros deseos) o, de no poder hacerlo, hacemos uso de una saludable resignación o de un rabioso amor propio, porque, después de todo, tal vez son pocas las cosas que valen una sola de nuestras lágrimas. Algo parecido a lo que (si no recuerdo mal) aquel abuelo chino aconsejaba a su nieto que no podía dormir: «Si lo que te preocupa tiene solución, mañana lo solucionarás, y si no la tiene, da igual que te preocupes. En cualquiera de los dos casos, duerme.» Así que, aun cuando no dependa de nosotros el hacer desaparecer o trastocar aquello que nos entristece, si lo está, siempre, el ayudarnos a salir de las brumas de la tristeza. Tiene razón Montaigne cuando asevera que: «Nadie está mal mucho tiempo sino por su culpa.» Ciertamente: si uno no se auxilia a sí mismo, puede tener la completa seguridad de que la única ayuda que recibirá será la de la mano que, caritativamente, cierre la tapa de su ataúd.
Mas ese cambio de actitud al que la tristeza obliga, y esas acciones a las que alguna vez apunta, no necesariamente señalan siempre hacia nosotros mismos, sino en ocasiones también hacia los demás: tal vez haya casos en lo que descubra que aquello que me hace sentir triste sea la bajeza o ruindad expresas en mi comportamiento con los otros, la comisión de una falta, grande o pequeña, en virtud de la cual he provocado un daño que podría haber evitado, y entonces, ¿no será la propia tristeza un importante mecanismo capaz de generar un cambio en mis actitudes éticas o morales?
La tristeza, junto con la capacidad de sentir compasión y miedo, es un elemento básico en la constitución del juicio y la sensibilidad moral. Sólo un imbécil moral o un psicópata pueden desconocer cualquiera de esos tres estados anímicos. Por lo demás, si es cierto que la tristeza pone de relieve un malestar con nosotros mismos o con la realidad, alguien que afirme desconocer lo que es, está manifestando un contento y satisfacción tal consigo y con el mundo (y consigo en el mundo), que no precisamos de ulteriores indagaciones para saber que nos encontramos delante de un perfecto estúpido.
No digamos, pues, con Espinosa, que es directamente mala: bástenos decir que es compañera molesta y que no es de desear que nos visite con frecuencia. Porque en lo que si tiene razón Espinosa es en afirmar que: «La tristeza es mala en la medida en que disminuye o reprime esa potencia de actuar.» Eso sí es cierto. La aflicción y el abatimiento que genera, junto con la sensación de vacío, de impotencia y de inutilidad, repercuten directamente en nuestras acciones y en nuestras actividades, en nuestro obrar general, y por eso es un estado del que debemos intentar salir cuanto antes. A la tristeza debemos escucharla, porque siempre tiene algo que decirnos, y una vez que hayamos comprendido su mensaje, debemos darle las gracias y despedirla.
Lo malo de la tristeza es que se nos convierta en costumbre (¿diremos también en vicio?), esto es, que devenga carácter o temperamento. Y esto seguramente tiene mucho que ver con la melancolía. De hecho, ya Hipócrates había señalado que: «Si la tristeza y el llanto duran largo tiempo, tal estado es melancólico»; y lo atribuye al exceso de bilis negra en el organismo, de donde viene el propio término «melancolía»: de melas (negro) y kholẽ (bilis). Y será precisamente en la tradición hipocrática (deudora de Empédocles) en la que se alumbra la que es (acaso junto con los Caracteres de Teofrasto) la primera teoría y tipología de los temperamentos básicos. En dicha tipología (obra, parece ser, de Galeno), encontraremos, junto a sanguíneo, colérico y flemático, al melancólico, un individuo que se distingue por su tendencia a la depresión y a la tristeza, por un enfrentarse a los acontecimientos siempre con un talante negativo, así como por su concepción del mundo y de la vida sórdida y oscura.
La melancolía se caracteriza por un propensión frecuente a la tristeza, mas una tristeza que suele ser vaga y difusa, y también suave, aunque permanente. El melancólico en nada encuentra satisfacción y a nada se ve capaz de enfrentarse; derrotado de antemano, vive su propia existencia como una carga que le genera una sensación crónica de hastío y de cansancio sólo equiparables al sentimiento de vacío y desinterés que gobierna su vida. Tampoco le son ajenos los sentimientos de culpa, hasta tal punto, que Freud ha creído poder interpretarla (junto a su inseparable compañera: la tristeza), como un forma de autoagresión del individuo, una suerte de pulsión de muerte dirigida hacia él mismo.
Ciertamente, la relación entre la melancolía y la tristeza es tan estrecha que, nuevamente, Hipócrates ha podido decir que la tristeza «es madre e hija de la melancolía», esto es, tanto causa como efecto y síntoma de ella. Y como la tristeza, también la melancolía ha tenido más detractores que defensores. Naturalmente, Espinosa la considera siempre mala. Y también Kant forma parte del grupo de aquéllos que reniegan de ella: «El propenso a la melancolía (no el melancólico –matiza–, pues esto significa un estado, no la mera propensión a un estado) da a todas las cosas que le afectan una gran importancia, encuentra por doquier causa de preocupación y empieza por dirigir su atención a las dificultades.» Mas tal disposición no sólo resulta perjudicial para él, sino también para los otros, ya que, prosigue Kant, «quien está destinado a carecer él mismo de alegría, difícilmente la dispensará a los demás».
Pero hay quien ha llegado más lejos aún. Robert Burton, en su monumental Anatomía de la melancolía, nos recuerda cómo muchos autores la definen como «un tipo de locura sin fiebre, que tiene como compañeros comunes al temor y a la tristeza, sin ninguna razón aparente». Me parece que no debemos pasar por alto esa última matización, porque es probable que ahí radique la diferencia entre la melancolía y la tristeza. Ésta, ciertamente, admite muchos grados, desde el dolor agudo y profundo que provoca un acontecimiento concreto, hasta ese dolor más vago, y también más tenue, generado por un malestar menor o por el recuerdo de un acontecimiento, después de todo, ya pasado. Pero eso indica que la tristeza tiene siempre un motivo y una duración determinada. Sólo cuando se convierte en una característica de la persona, en un tinte afectivo que tiñe todos sus sentimientos y acciones, podemos hablar propiamente de melancolía. No se trata, pues, de una reacción a determinados acontecimientos, sino de un modo característico de afrontar los acontecimientos: en suma, la melancolía es una forma de ser.
Sin embargo, no todos los que se han ocupado de ella lo han hecho para repudiarla. En el famoso Problema XXX, de una obra atribuida unas veces a Aristóteles y otras a Teofrasto, se asocia la genialidad a la melancolía: «¿Por qué razón –se pregunta el autor– todos aquellos que han sido hombres de excepción (...) resultan ser claramente melancólicos?» Y como ejemplo menciona a Empédocles, Sócrates o Platón, así como a la mayoría de los poetas. La razón que se da es que la bilis negra, lo mismo que el vino tomado en abundancia, genera en el individuo una gran variedad de caracteres, y, en consecuencia, así como el vino conduce a la melancolía, ésta tiene los mismos efectos que aquél: el melancólico es esencialmente polimorfo, es muchos hombres a la vez..., es todos los hombres. Como es natural, importa menos la causa que se aduce que la constatación de lo que el autor considera un hecho, no una mera hipótesis o sospecha. Yo imagino que una generalización de ese tipo (como todas las generalizaciones similares) es, con toda seguridad, falsa. Tengo, no obstante, la impresión de que una cierta melancolía, al menos cuando ésta toma la forma más sutil y atenuada de la nostalgia, se encuentra detrás de no pocas obras de genio. Nadie (creo yo) que desconozca por completo tales estados anímicos podría haber escrito los siete volúmenes que conforman En busca del tiempo perdido, de Proust (ni tampoco gozar con su lectura). Ahora bien, no basta con ser melancólico para producir grandes obras (del mismo modo que no es suficiente con colocarse al borde del coma etílico para escribir como Poe). Al melancólico, si lo es de veras, y sobre todo si lo es de forma completa y permanente, probablemente le faltan las fuerzas necesarias para acometer empresas de tal envergadura (y ello suponiendo que también le asista el talento).
La melancolía como carácter o temperamento, como forma de ser, es, sin duda alguna, una desdicha y una de las manifestaciones posibles de la infelicidad (no digamos nada si es síntoma de una depresión aguda o de una psicosis maniaco-depresiva), pero entendida como el ejercicio de la nostalgia (como el «goce de estar triste», que decía Borges), o como un modo posible de ejercer la memoria y evocar el recuerdo, constituye un placer agridulce del que nada malo se deriva si lo cultivamos de vez en cuando. Mas cuando esa evocación y esa añoranza dejen de ser melancólicamente dulces para volverse amargamente tristes, hagamos caso a Gracián y «dejemos tristezas ya pasadas, no vuelvan en llanto a moler el corazón». Lo verdaderamente peligroso del asunto no es que estemos melancólicos, sino que lo seamos. Y cuando nos percatemos de que tal cosa pueda llegar a suceder, sigamos el consejo que implícitamente nos sugiere Kant: no concedamos una excesiva importancia ni a las cosas que nos afectan ni a nosotros mismos.
La alegría y el contento no son, ciertamente, patrimonio exclusivo de la humanidad, pero sí lo es, en cambio, la risa. Me parece que otro tanto puede decirse del la tristeza y del llanto: no somos el único animal que se siente triste, pero sí el único que llora (aunque justo es, sin embargo, recordar que Darwin afirma que el elefante indio llora a veces, pero yo no lo he visto). Mas de ser cierto que somos la única especie capaz de derramar lágrimas, y toda vez que hemos de admitir como existente en otros animales el sentimiento que las provoca, el motivo de ello probablemente ha de ser buscado, en algún aspecto, en la propia fisiología del llanto; cuestión ésta que a mí particularmente no me interesa en demasía, y sobre la que poco o nada tengo que decir. El lector especialmente interesado en este aspecto de nuestro problema, además de en otras fuentes, sin duda más actuales y competentes, puede recrearse con las gozosas disquisiciones de Descartes al respecto, o con las a todas luces más científicas del propio Darwin.
Creo, no obstante, que la descripción, por exhaustiva y detallada que sea, de los aspectos fisiológicos del llorar, todo lo más que llegaría a explicar es por qué otros animales no pueden llorar, pero no por qué lloramos nosotros, es decir, por qué en nuestro caso (a diferencia de lo que ocurre con otras especies) sí se han desarrollado esas disposiciones anatómicas y biológicas que hacen posible la generación de lágrimas y el llorar mismo. Sospecho que todo ello acaso tenga que ver con el hecho de que el llanto (junto con la sonrisa) constituye el primer sistema de comunicación del recién nacido, y el primer paso, por tanto, en la adquisición del lenguaje. Al llorar, el niño busca captar la atención de la madre y su socorro, transmitiéndole sus necesidades y su malestar (del mismo modo que con la sonrisa le manifiesta su satisfacción y su contento). Y tal es la efectividad de esa forma primitiva de lenguaje, que parece probado que, como señala Eibl-Eibesfeldt: «Las madres reconocen muy pronto el llanto de su propio hijo y cuando le escuchan aumenta el riego sanguíneo en su pecho. En muchas mujeres –añade– se estimula tanto el flujo lácteo que la leche llega a gotear por sus pezones.» Se trata, pues, de un mecanismo esencial al servicio del problema de la propia supervivencia de la especie; problema (no es difícil conjeturar) que en otros animales encontró solución por procedimientos distintos. En el caso del ser humano, el llorar, en cambio, es un comportamiento universal: «Personas idiotas de nacimiento –observa Darwin– también lloran, aunque se dice –advierte– que no es el caso de los cretinos.» De ser esto último cierto, confirmaría plenamente lo que venimos diciendo: sólo en alguien que presenta una total y absoluta falta de adaptación (lo digo sin el menor atisbo de burla) puede hallarse ausente tal mecanismo. Es cierto, sin embargo, que más tarde, a lo largo de la infancia, las disposiciones culturales de las diversas sociedades pueden, según los casos, es decir, según se trate de una mujer o de un varón, tender a fomentar o reprimir el llanto. «Los niños no lloran», he ahí un precepto que hemos heredado, con toda seguridad, de nuestros primeros ancestros y de aquellas sociedades arcaicas en las que, dadas sus condiciones medioambientales y la distribución del trabajo a la que obligaba las propias características de los dos sexos, acaso resultase adaptativo, pero que hoy ha perdido toda razón de ser. Por el contrario, a las niñas se las educó siempre en el convencimiento de que ser de lágrima pronta y fácil es signo distintivo de feminidad, así como un mecanismo sutil del cual servirse como medio para conseguir sus propósitos y lograr sus objetivos. Y es que llorar, como bien saben los niños (aunque no sepan que lo saben), despierta la simpatía de los otros y pone en marcha su atención y sus cuidados. Tal vez por eso (digo yo que porque no quieren ser menos que los demás) el llanto es tan contagioso entre ellos, incluso entre recién nacidos, como observa Eibl-Eibesfeldt, quien, de modo magistral, sentencia que: «los niños que lloran tienen siempre razón». Pasado el tiempo (tal como se ha dicho), la propia sociedad se ocupa de implantar disposiciones muy distintas en los dos sexos; y de este modo, en tanto que al niño se le inculca el comportamiento dominante y agresivo como medio para alcanzar sus metas (y así nos va), a la niña, en cambio, se intenta mantenerla en la estúpida alienación de que su encanto y su fuerza residen en unos ojos humedecidos por las lágrimas. Y así nos va también; porque, alguna que otra vez, uno tiene la desgracia de toparse con alguna auténtica virtuosa en esto del chantaje lacrimal.
Voltaire, reparando, acaso, en ese sentimiento de empatía capaz de ser suscitado por las lágrimas, no duda en afirmar que el llanto es un procedimiento mediante el cual la naturaleza ha querido despertar en nosotros la compasión hacia los demás, hacia el que sufre. «¿Quiso acaso la naturaleza –se pregunta– excitar en nosotros la compasión cuando vemos derramar lágrimas que nos enternecen, para inducirnos a prestar nuestro socorro a quienes las derraman?» Su respuesta es rotundamente afirmativa. Y yo sospecho que, con ser cierto lo que dice el filósofo francés, ése es sólo un aspecto del asunto. El otro ha sido, a mi juicio, perfectamente intuido por Schopenhauer. El gran pesimista y misántropo (léase también misógino) no podía aceptar, sin más, una respuesta tan rotunda y directamente caritativa, sino que, al contrario, era la persona más adecuada para detectar el componente egoísta que, en el fondo, se encierra siempre detrás de todo llanto. Es cierto –reconoce Schopenhauer– que para llorar se necesita ser capaz de poder sentir compasión y afecto, así como poseer un mínimo de imaginación. De ahí que quienes carecen de ésta o quienes poseen un corazón frío y duro como pedernal, no suelen llorar (o lo hacen, añadiría yo, de forma puramente fingida, sin sentimiento auténtico, tal como sucede con los psicópatas). De ahí también que la capacidad de llorar sea vista como reveladora de un carácter bondadoso, y que el llorar mismo suela desactivar la ira, porque sospechamos que si alguien es capaz de llorar, también lo es de afecto y de sentir compasión por los demás. Ahora bien, admitido esto, que en absoluto contradice (me parece a mí) lo que dice Voltaire, Schopenhauer da un paso más, aventurando la sospecha de que todo llorar es, en el fondo, un comportamiento egoísta, porque, en último término, el objeto último de nuestras lágrimas somos siempre nosotros. Y aun en aquellos casos en los que nuestro llanto nace motivado por el sufrimiento de los demás, no es sino porque con nuestra imaginación somos capaces de ponernos en el lugar del otro, con lo que, sentencia Schopenhauer, «siempre acabamos llorando por nosotros mismos». De manera que también la compasión que sentimos por el prójimo, no es más que una de las formas que puede adoptar la compasión hacia nosotros mismos: «El llanto –concluye el filósofo alemán– constituye (...) la expresión corporal de la compasión de sí mismo.»
Es innegable que, por lo general, las lágrimas despiertan ternura y compasión por el que llora, y movilizan nuestra atención y solicitud hacia él, pero no lo es menos que nada de eso sucedería si no fuésemos capaces de vernos en él a nosotros; si el otro no fuese en ese preciso momento una imagen que trae a nuestra memoria el recuerdo de aquello que también a nosotros nos ha sucedido o un aviso de lo que acaso nos sucederá. Si alguien no puede experimentar compasión por los demás, a buen seguro que tampoco experimentará miedo ni temor por sí mismo. Los psicópatas, a los que antes me he referido, son buena prueba (creo yo) de tal aseveración.
En lo que se equivoca Voltaire es en considerar que las lágrimas son siempre expresión sincera de dolor («el lenguaje mudo del dolor», las llama). Esto no es cierto. Y tampoco lo es que, como él piensa, a diferencia de la risa, el llanto no pueda ser fingido: «Es imposible llorar sin objeto –escribe–; pero la risa sí que se puede fingir.» No es verdad. En el fondo, lo mismo se podría decir que pueden fingirse tanto el uno como la otra como que no puede fingirse verdaderamente ninguno de los dos. E incluso, si es que hemos de tomar partido al respecto, yo me atrevería a afirmar que con más facilidad cabe fingir el primero que la segunda; al menos yo me hallo firmemente persuadido de poder detectar antes una risa falsa que un llanto fingido. Cosa distinta es la sonrisa, que es, probablemente, la expresión facial que con más facilidad cabe componer artificialmente, y constituye, por tanto, el estado anímico o afectivo que se puede fingir con menor dificultad; y de hecho lo hacemos constantemente, lo que de ningún modo ha de ser visto, necesariamente ni siempre, como una falsedad, sino como una forma de buena educación en nuestras interacciones con los otros.
Y esto del llanto fingido es otro aspecto sumamente importante en este asunto del llorar. En opinión de Séneca, no solamente sucede que el llanto es muchas veces fingido, sino que, además, es casi siempre una forma de ostentación. No nos es suficiente con sentirnos tristes o experimentar dolor, sino que queremos que se sepa, a tal punto que, desaparecido el público, desaparecen también el llanto y la pesadumbre: «muchos –escribe– derraman lágrimas para que se les vea y tienen los ojos secos siempre que falta un espectador (...) tan profundamente está clavado este mal: el estar pendiente de la opinión ajena, que incluso la cosa más simple, el dolor, llega a simularse.» Esto no es siempre así, desde luego, ni creo yo que sea intención de Séneca afirmarlo, pero es verdad que lo es en no pocas ocasiones. Lo que, hablando en general, se busca en ese caso (al margen de otros objetivos concretos, tan múltiples como diversos) parece bastante obvio: granjearse fama de sensible y de sentido, lo que no es sino uno de los múltiples rostros de la vanidad y de la estupidez. Pero la estupidez siempre consigue sorprendernos, y así se da el caso de que quien comenzó llorando por fingimiento y cuento, acaba, finalmente, por creerse su propio llorar. No debemos sorprendernos: la necedad, como todas las artes, cuenta con su propio plantel de virtuosos. La Rochefoucauld, que es un experto en descubrir tales talentos, no podía defraudarnos tampoco en esta ocasión: «Hay llantos –observa– que a menudo nos engañan a nosotros mismos después de haber engañado a los demás.»
Los estoicos, por supuesto, desaconsejan el llorar; o si quiere decirse en positivo, aconsejan reprimir el llanto, pero antes por inútil y baldío que por cualquier otra razón. Convencido Epicteto de que: «Lo que perturba a los hombres no son los sucesos, sino las opiniones acerca de los sucesos», nada tiene de extraño que añada: «¿Qué es el llorar y el gemir? Una opinión. ¿Qué es la desdicha? Una opinión.» Se trata, pues, de cambiar de opinión, de esforzarse en ver las cosas desde otra perspectiva (no digo yo de consolarse con aquello de que «no hay mal que por bien no venga», porque esto, más que consejo estoico, es consuelo de tontos. O de muy listos: no hay mal que por bien no venga, sobre todo cuando el mal al que nos referimos atañe a los demás). Se trata, en suma de sustituir, ante las desdichas, las lágrimas por la reflexión. Y si eso no da resultado, esperar a que el tiempo opere sus maravillosos efectos, porque es verdad que «el tiempo todo lo cura». Por supuesto: como que nos cura hasta de estar vivos. Séneca ha expresado esto muy bien cuando afirma que: «quien no ha logrado poner término a su dolor con la reflexión, lo pondrá con el tiempo.» Desde luego. Y ya que, me encuentro hoy en vena de dichos y refranes, añadiré que Séneca tiene razón al afirmar que el dolor que no nos cure la reflexión nos lo curará el tiempo, entre otras cosas porque «no hay mal que cien años dure». Indudablemente que no: ni tampoco cuerpo que lo aguante, como certeramente añadió alguien.
Yo siempre he deseado ser más estoico de lo que mi disposición natural me permite serlo. Creo que hay dolores auténticos que no son meras opiniones y que existen llantos incontenibles (y sinceros) que las más severas lecciones de filosofía no pueden acallar. Y pienso incluso que llorar no es mal ejercicio para relajar el cuerpo y la mente antes de la reflexión. Si ante una desgracia se me pidiera consejo, no dudaría en dar éste: «llora y luego piensa.» Por lo demás, me parece que tan ridículo es hacer ostentación de las lágrimas, para forjarse leyenda de sentido, como reprimir el llanto, para sentar plaza de duro y autosuficiente. Tan natural es el llanto como la risa; y si no reprimimos una, no veo por qué hemos de reprimir el otro. Y conste que no digo esto por mí, porque mis propias consideraciones me llegan ya un poco tarde. Seguramente soy de aquéllos (aunque yo no lo recuerdo) a quienes se les ha enseñado a no llorar en público, así que, una vez salido de la infancia, no creo que haya nadie que pueda decir que me ha visto llorar más allá de unas cuatro o cinco veces, y pasados los cuarenta no es cosa de cambiar de costumbres, ni creo que pudiera hacerlo aunque quisiera. Pero acaso estas mismas consideraciones puedan resultar de interés y aplicación para alguien. Claro que todo esto parte de un supuesto: que en este mundo son muchas más las cosas que dan risa que las que generan tristeza, con lo cual no es de esperar que a cada paso nos encontremos salpicados por las lágrimas del prójimo; porque si alguien encuentra tantos motivos para llorar como encontramos otros para reírnos, el asunto puede resultar un tanto agobiante. Quiero decir que es preferible ver la vida con los ojos de Demócrito, y reírse hasta la extenuación, que con los de Heráclito, y llorar sin consuelo; pero, con todo, no les neguemos a los heráclitos su lugar en el mundo, ni les hagamos avergonzarse de su temperamento.
Hasta este momento, hemos venido ocupándonos del llorar como algo íntimamente asociado con la tristeza; y, por supuesto, no se trata ahora de negar tal asociación, sin duda frecuente y común, pero sí de aclarar que la estrecha relación entre ambos estados anímicos no llega hasta el punto de hacerlos inseparables; no sólo porque la tristeza no implica automáticamente el llanto, ya que se puede, en efecto, estar triste sin llorar, sino también porque, al contrario, se puede llorar sin estar triste. Es obvio que emociones y sentimientos muy diversos logran en ocasiones despertar el llanto. No resulta inusual que mucha gente reaccione de ese modo ante una extrema alegría, una profunda sorpresa o un estado de intensa excitación nerviosa, entre otras circunstancias posibles. Y derramamos lágrimas (algo que no siempre es exactamente lo mismo que llorar) cuando nos acomete una risa intensa o a consecuencia de un peregrino bostezo: con lo que, al cabo, no sólo se llora de tristeza, sino también de risa y hasta de aburrimiento.
La tristeza es un estado anímico más o menos persistente y duradero, en tanto que el llanto es uno de los acompañamientos y manifestaciones corporales de múltiples estados anímicos. No cabe, con todo, negar que la tristeza sea una de sus compañías predilectas, quizá la principal. No solemos, desde luego, decir que alguien llora cuando se ríe, aun cuando, en efecto, derrame copiosas lágrimas. Y si la tristeza es (así parece) el motivo fundamental del llanto, algo debemos decir de ella.
Y lo primero que hay que decir es que de ella casi nadie habla bien; y no seré yo, por supuesto, quien acometa en estas páginas la tarea de su elogio, como si se tratase de un afecto honroso o estimable en sí mismo. Espinosa, para quien no puede decirse que la alegría sea buena o mala en sí o por sí misma, considera que, «en cambio, la tristeza es directamente mala»; y la razón que da es la habitual en él, a saber: que supone siempre el paso de una perfección mayor a una perfección menor. Y Plutarco llega a decir incluso que: «La tristeza es causa de la locura y de muchas otras enfermedades.»
Ahora bien, yo creo que, ciertamente, se trata de un estado del que es preciso intentar salir cuanto antes, pero no estoy seguro que, antes de abandonarlo, no pueda prestarnos también algún servicio. Como suele decirse, no hay nadie que sea tan inútil o tan perverso que no sirva para algo, aunque no sea más que para dar mal ejemplo. Y supongo que, si bien, se mira, la tristeza tiene que servirnos para algo: siquiera sea para aprender a rehuirla. Que ello fuese así, sería ya motivo suficiente para estarle agradecidos. Pero yo en estas cuestiones cada vez me encuentro más cerca de Darwin y del funcionalismo de W. James, su consecuencia psicológica. ¿Cabe seriamente pensar que un sentimiento tan fuertemente arraigado en nosotros (y no sólo en nosotros) resulte sencillamente superfluo, cuando no directamente pernicioso o malo? Realmente, ¿nada habrá en él de positivo o de útil? ¿Acertará François Villon cuando le rinde tributo como importante maestra en esto del vivir?:
[Cierto es que, tras lamentos y llantos y gemidos angustiosos, luego de tristezas y dolores, los trabajos y andanzas dolorosas y el sufrimiento esclarecieron mi espíritu inestable, aguzado como una pelota, más que todos los comentarios de Averroes sobre Aristóteles.]
¿Por qué nos entristecemos? Según Descartes, la tristeza nace «de la opinión que uno tiene en el sentido de poseer algún mal o algún defecto». Creo que tal sugerencia es básicamente acertada y correcta, aunque a mí se me ocurre decirlo de otro modo: pienso que la tristeza es señal inequívoca de que se ha producido (o así lo creemos) un desajuste entre nuestras expectativas y la realidad: algo está mal; algo no es como debería o pensamos que debería ser. ¿Y qué es ello? La tristeza (me parece) suspende momentáneamente nuestra proyección hacia el exterior, nuestra actividad y nuestra atención orientadas a la realidad externa, y las vuelca sobre nosotros mismos, obligándonos a un ejercicio de retraimiento e introspección nada desdeñable, a un interés obsesivo por nosotros mismos, que, lejos, en este caso, de resultar pernicioso o enfermizo, es el único primer paso posible hacia la resolución del conflicto, porque es en nosotros donde se encuentra el remedio y el único lugar, en consecuencia, donde hemos de acudir a buscarlo. Sea lo que fuere aquello que nos perturba y entristece, su causa no puede hallarse más que en nosotros o en circunstancias que nos son ajenas e impuestas, y que en modo alguno está en nuestras manos el cambiarlas. Y llegados a este punto, acaso el curso que ha de tomar nuestra acción y el camino que nos conducirá fuera del abatimiento se nos presenten súbitamente iluminados: o ponemos en marcha los medios oportunos para modificar aquella situación que nos abruma (acaso mutando nuestra actitud, acaso cambiando nuestras expectativas o nuestros deseos) o, de no poder hacerlo, hacemos uso de una saludable resignación o de un rabioso amor propio, porque, después de todo, tal vez son pocas las cosas que valen una sola de nuestras lágrimas. Algo parecido a lo que (si no recuerdo mal) aquel abuelo chino aconsejaba a su nieto que no podía dormir: «Si lo que te preocupa tiene solución, mañana lo solucionarás, y si no la tiene, da igual que te preocupes. En cualquiera de los dos casos, duerme.» Así que, aun cuando no dependa de nosotros el hacer desaparecer o trastocar aquello que nos entristece, si lo está, siempre, el ayudarnos a salir de las brumas de la tristeza. Tiene razón Montaigne cuando asevera que: «Nadie está mal mucho tiempo sino por su culpa.» Ciertamente: si uno no se auxilia a sí mismo, puede tener la completa seguridad de que la única ayuda que recibirá será la de la mano que, caritativamente, cierre la tapa de su ataúd.
Mas ese cambio de actitud al que la tristeza obliga, y esas acciones a las que alguna vez apunta, no necesariamente señalan siempre hacia nosotros mismos, sino en ocasiones también hacia los demás: tal vez haya casos en lo que descubra que aquello que me hace sentir triste sea la bajeza o ruindad expresas en mi comportamiento con los otros, la comisión de una falta, grande o pequeña, en virtud de la cual he provocado un daño que podría haber evitado, y entonces, ¿no será la propia tristeza un importante mecanismo capaz de generar un cambio en mis actitudes éticas o morales?
La tristeza, junto con la capacidad de sentir compasión y miedo, es un elemento básico en la constitución del juicio y la sensibilidad moral. Sólo un imbécil moral o un psicópata pueden desconocer cualquiera de esos tres estados anímicos. Por lo demás, si es cierto que la tristeza pone de relieve un malestar con nosotros mismos o con la realidad, alguien que afirme desconocer lo que es, está manifestando un contento y satisfacción tal consigo y con el mundo (y consigo en el mundo), que no precisamos de ulteriores indagaciones para saber que nos encontramos delante de un perfecto estúpido.
No digamos, pues, con Espinosa, que es directamente mala: bástenos decir que es compañera molesta y que no es de desear que nos visite con frecuencia. Porque en lo que si tiene razón Espinosa es en afirmar que: «La tristeza es mala en la medida en que disminuye o reprime esa potencia de actuar.» Eso sí es cierto. La aflicción y el abatimiento que genera, junto con la sensación de vacío, de impotencia y de inutilidad, repercuten directamente en nuestras acciones y en nuestras actividades, en nuestro obrar general, y por eso es un estado del que debemos intentar salir cuanto antes. A la tristeza debemos escucharla, porque siempre tiene algo que decirnos, y una vez que hayamos comprendido su mensaje, debemos darle las gracias y despedirla.
Lo malo de la tristeza es que se nos convierta en costumbre (¿diremos también en vicio?), esto es, que devenga carácter o temperamento. Y esto seguramente tiene mucho que ver con la melancolía. De hecho, ya Hipócrates había señalado que: «Si la tristeza y el llanto duran largo tiempo, tal estado es melancólico»; y lo atribuye al exceso de bilis negra en el organismo, de donde viene el propio término «melancolía»: de melas (negro) y kholẽ (bilis). Y será precisamente en la tradición hipocrática (deudora de Empédocles) en la que se alumbra la que es (acaso junto con los Caracteres de Teofrasto) la primera teoría y tipología de los temperamentos básicos. En dicha tipología (obra, parece ser, de Galeno), encontraremos, junto a sanguíneo, colérico y flemático, al melancólico, un individuo que se distingue por su tendencia a la depresión y a la tristeza, por un enfrentarse a los acontecimientos siempre con un talante negativo, así como por su concepción del mundo y de la vida sórdida y oscura.
La melancolía se caracteriza por un propensión frecuente a la tristeza, mas una tristeza que suele ser vaga y difusa, y también suave, aunque permanente. El melancólico en nada encuentra satisfacción y a nada se ve capaz de enfrentarse; derrotado de antemano, vive su propia existencia como una carga que le genera una sensación crónica de hastío y de cansancio sólo equiparables al sentimiento de vacío y desinterés que gobierna su vida. Tampoco le son ajenos los sentimientos de culpa, hasta tal punto, que Freud ha creído poder interpretarla (junto a su inseparable compañera: la tristeza), como un forma de autoagresión del individuo, una suerte de pulsión de muerte dirigida hacia él mismo.
Ciertamente, la relación entre la melancolía y la tristeza es tan estrecha que, nuevamente, Hipócrates ha podido decir que la tristeza «es madre e hija de la melancolía», esto es, tanto causa como efecto y síntoma de ella. Y como la tristeza, también la melancolía ha tenido más detractores que defensores. Naturalmente, Espinosa la considera siempre mala. Y también Kant forma parte del grupo de aquéllos que reniegan de ella: «El propenso a la melancolía (no el melancólico –matiza–, pues esto significa un estado, no la mera propensión a un estado) da a todas las cosas que le afectan una gran importancia, encuentra por doquier causa de preocupación y empieza por dirigir su atención a las dificultades.» Mas tal disposición no sólo resulta perjudicial para él, sino también para los otros, ya que, prosigue Kant, «quien está destinado a carecer él mismo de alegría, difícilmente la dispensará a los demás».
Pero hay quien ha llegado más lejos aún. Robert Burton, en su monumental Anatomía de la melancolía, nos recuerda cómo muchos autores la definen como «un tipo de locura sin fiebre, que tiene como compañeros comunes al temor y a la tristeza, sin ninguna razón aparente». Me parece que no debemos pasar por alto esa última matización, porque es probable que ahí radique la diferencia entre la melancolía y la tristeza. Ésta, ciertamente, admite muchos grados, desde el dolor agudo y profundo que provoca un acontecimiento concreto, hasta ese dolor más vago, y también más tenue, generado por un malestar menor o por el recuerdo de un acontecimiento, después de todo, ya pasado. Pero eso indica que la tristeza tiene siempre un motivo y una duración determinada. Sólo cuando se convierte en una característica de la persona, en un tinte afectivo que tiñe todos sus sentimientos y acciones, podemos hablar propiamente de melancolía. No se trata, pues, de una reacción a determinados acontecimientos, sino de un modo característico de afrontar los acontecimientos: en suma, la melancolía es una forma de ser.
Sin embargo, no todos los que se han ocupado de ella lo han hecho para repudiarla. En el famoso Problema XXX, de una obra atribuida unas veces a Aristóteles y otras a Teofrasto, se asocia la genialidad a la melancolía: «¿Por qué razón –se pregunta el autor– todos aquellos que han sido hombres de excepción (...) resultan ser claramente melancólicos?» Y como ejemplo menciona a Empédocles, Sócrates o Platón, así como a la mayoría de los poetas. La razón que se da es que la bilis negra, lo mismo que el vino tomado en abundancia, genera en el individuo una gran variedad de caracteres, y, en consecuencia, así como el vino conduce a la melancolía, ésta tiene los mismos efectos que aquél: el melancólico es esencialmente polimorfo, es muchos hombres a la vez..., es todos los hombres. Como es natural, importa menos la causa que se aduce que la constatación de lo que el autor considera un hecho, no una mera hipótesis o sospecha. Yo imagino que una generalización de ese tipo (como todas las generalizaciones similares) es, con toda seguridad, falsa. Tengo, no obstante, la impresión de que una cierta melancolía, al menos cuando ésta toma la forma más sutil y atenuada de la nostalgia, se encuentra detrás de no pocas obras de genio. Nadie (creo yo) que desconozca por completo tales estados anímicos podría haber escrito los siete volúmenes que conforman En busca del tiempo perdido, de Proust (ni tampoco gozar con su lectura). Ahora bien, no basta con ser melancólico para producir grandes obras (del mismo modo que no es suficiente con colocarse al borde del coma etílico para escribir como Poe). Al melancólico, si lo es de veras, y sobre todo si lo es de forma completa y permanente, probablemente le faltan las fuerzas necesarias para acometer empresas de tal envergadura (y ello suponiendo que también le asista el talento).
La melancolía como carácter o temperamento, como forma de ser, es, sin duda alguna, una desdicha y una de las manifestaciones posibles de la infelicidad (no digamos nada si es síntoma de una depresión aguda o de una psicosis maniaco-depresiva), pero entendida como el ejercicio de la nostalgia (como el «goce de estar triste», que decía Borges), o como un modo posible de ejercer la memoria y evocar el recuerdo, constituye un placer agridulce del que nada malo se deriva si lo cultivamos de vez en cuando. Mas cuando esa evocación y esa añoranza dejen de ser melancólicamente dulces para volverse amargamente tristes, hagamos caso a Gracián y «dejemos tristezas ya pasadas, no vuelvan en llanto a moler el corazón». Lo verdaderamente peligroso del asunto no es que estemos melancólicos, sino que lo seamos. Y cuando nos percatemos de que tal cosa pueda llegar a suceder, sigamos el consejo que implícitamente nos sugiere Kant: no concedamos una excesiva importancia ni a las cosas que nos afectan ni a nosotros mismos.