Envejecimiento de la «Escuela de la sospecha»
Por Maurizio Ferraris
Ha sido Paul Ricoeur, en su ensayo sobre Freud, De l’interprétatión[i], quien ha impuesto el nombre común de «escuela de la sospecha» a la tríada Nietzsche-Freud-Marx. En este punto, Ricoeur sintetiza una posición bastante difundida en la cultura contemporánea; la que afirma que el nexo que une a pensadores al menos inicialmente lejanos en lo que a método e intención se refiere -como Nietzsche, Freud y Marx-, consistiría en una actividad compartida de «desenmascaramiento», en un intento programático y radical de poner al descubierto las mistificaciones presentes en la historia de la filosofía. Para la «escuela de la sospecha», pensar equivale a interpretar. Pero la interpretación sigue un proceso «vertiginoso»: no sólo las tradiciones, las ideas recibidas, la ideología, son engañosas y mistificadoras, sino que la misma noción de «verdad» es el efecto de una estratificación (y mistificación) histórica, cuyos orígenes son retóricos, emotivos, interesados. El significado «propio», el sentido auténtico, del que las apariencias y las formaciones secundarias constituyen la metáfora, es a su vez algo oscuro y derivado: algo que, por su parte, debe también ser sometido a una interpretación. Como escribe Nietzsche en una página del Libro del filósofo, «las verdades son ilusiones que han olvidado su auténtica naturaleza; metáforas que han perdido su forma sensible; monedas en las que ha desaparecido el cuño y que, en consecuencia, ya no son consideradas como moneda, sino como metal»[ii].
En parte debido al influjo de circunstancias exteriores, pertenecientes a la historia de la cultura en sentido lato, la «escuela de la sospecha» ha encontrado, de manera especial en los últimos veinte años, una acogida muy favorable; basta con pensar, por ejemplo, en fenómenos como la Nietzsche-Renaissance en Francia y, en Italia, en la difusión capilar del psicoanálisis.
Pero, por otra parte, y probablemente no sólo por la desaparición de las circunstancias «culturales» que propiciaron su éxito, la «escuela de la sospecha» manifiesta hoy signos bastante evidentes de caducidad. Envejecimiento tanto más patente cuanto, por el contrario, la Hermenéutica «en general» -y, particularmente, el pensamiento de Gadamer- tiende en la actualidad a imponerse como el horizonte propio de la filosofía «clásica», de la reflexión no metódica en torno a la tradición filosófica y lingüística.
En un primer momento, se podría incluso aventurar la hipótesis de que la hermenéutica ha conquistado su papel unificador, su función de koinè lingüística y teórica, precisamente poniendo entre paréntesis las intenciones más claramente desenmascadoras de la «escuela de la sospecha», y presentándose, no como ruptura y superación de la tradición filosófica, sino más bien como su recuerdo y conservación.
Sin duda, resultan obvios los motivos de «historia de la cultura» que han decretado el envejecimiento de la «escuela de la sospecha» y la afirmación de la hermenéutica de corte gadameriano; pero ello no impide que, en el ámbito propiamene teórico, queden en pie, al menos, tres interrogantes, a los que en parte intentaremos responder en las páginas que siguen: a), ¿cuáles son los límites intrínsecos de la hermenéutica de la sospecha?; b), ¿cuál es su relación con la hermenéutica de Gadamer?; c), ¿en qué medida algunas contaminaciones de la hermenéutica y la «escuela de la sospecha», como la gramatología de Jacques Derrida, conservan una cierta actualidad filosófica en el panorama de la reflexión teórica contemporánea?
1. LOS LIMITES DEL DESENMASCARAMIENTO
Dos análisis, los de Foucault y Derrida, pueden ayudarnos a definir con más precisión algunas de las fronteras internas de la hermenéutica de la sospecha.
Antes que nada, Foucault, en un escrito de 1964, reconoce dos riesgos que amenazan el modo de obrar de Nietzsche, Freud y Marx: el nihilismo y el dogmatismo. En primer lugar, el nihilismo[iii]. Foucault escribe que la intensificación de la interpretación «desenmascaradora» supone el paso constante de una máscara a otra, pues tras una careta se esconden otras, y las metáforas se continúan hasta el infinito, sin alcanzar jamás un terminus ad quem; y se pregunta, al respecto, por qué dicha intensificación puede conducir a la conclusión de que, en realidad, no existe nada que deba ser interpretado y que el completo proceso hermeneútico se agota en sí mismo.
Efectivamente, este resultado nihilista no sólo caracteriza a la hermenéutica de la sospecha, sino a la hermenéutica en general; piénsese, pongo por caso, en ciertos rasgos típicamente nihilistas de la reflexión gadameriana, para la cual la noción «fuerte» de verdad se diluye en un diálogo difuso, en un intercambio colectivo de significados que no se apoyan en ningún referente estable, y que no llevan a la consecución de verdades definitivas. Con todo, el caso de la hemenéutica de la sospecha es, según Foucault, distinto; porque, en ella, la resolución nihilista del referente de la interpretación reviste tonalidades típicamente aporéticas, hasta el punto de dotar de un carácter patológico a una hermenéutica que -al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Gadamer- es tendencialmente «vertiginosa». Se desemboca de esta manera, escribe Foucault, en «una hermenéutica vuelta sobre sí misma, que entra en el territorio de los lenguajes que se autoimplican constantemente, en la región mítica de la locura y del puro lenguaje»[iv].
Por su parte, el dogmatismo constituye el reverso de la autoimplicación nihilista de las interpretaciones; en cierto sentido, no es sino el resultado de una reacción, que permanece dentro del mismo ámbito de aquello a lo que se enfrenta. En la Genealogía de la moral, al describir la génesis de los ideales ascéticos, Nietzsche escribe: «Mejor es un sentido cualquiera que la ausencia de todo sentido.» Cansado de tantas máscaras, el intérprete puede detenerse en una cualquiera de ellas, o bien valerse de una clave hermenéutica preconcebida, en virtud de la cual a cada significante corresponda un significado estable. Se crea de esta forma un código, y la hermenéutica se transforma en una semiótica.
Escribe también Foucault: «Una hermenéutica que, de hecho, se convierta en semiótica cree en la existencia absoluta de signos: abandona la violencia, lo inacabado, la infinidad de interpretaciones, y hace que reine el terror del indicio y que se recele del lenguaje»[v].
Una vez más nos encontramos ante la ambigüedad inscrita en toda hermenéutica de la sospecha, siempre en peligro de un exceso o de un defecto de interpretación; duplicidad que acompaña a toda apelación a una racionalidad desenmascaradora, y que puede también traducirse en los términos de una dialéctica del iluminismo, como la que dibujan Adorno y Horkheimer: «Nietzsche ha entendido, como muy pocos después de Hegel, la dialéctica del iluminismo, y ha enunciado la relación contradictoria que lo une al dominio. Es preciso “difundir el iluminismo entre el pueblo, a fin de que los sacerdotes adquieran, todos ellos, mala conciencia; y lo mismo hay que hacer en relación al estado. La función del iluminismo es la de transformar el entero comportamiento de los príncipes y de los gobernantes en una mentira intencionada”. Por otra parte, el iluminismo ha sido siempre un instrumento de los “grandes artistas en las tareas de gobierno”»[vi].
Nihilismo y dogmatismo se refuerzan mutuamente; el desenmascaramiento tiende o a volverse sobre sí mismo, o bien a sentar las bases de un nuevo mito dogmático, eventualmente caracterizado por un «horror mítico al mito»[vii].
Los análisis de Foucault intentan, por consiguiente, indicar los límites presentes en los resultados -inevitables o no- de una hermenéutica de la sospecha. Derrida, por su parte -especialmente en el examen de la «mitología blanca», que constituiría el núcleo de la «metafísica occidental»-, señala insistentemente una disfunción constitutiva, una contradicción originaria, que caracterizaría al proyecto desenmascarados en cuanto tal.
El pasaje de Nietzsche reproducido en el parágrafo precedente -y que Derrida comenta en su ensayo sobre la «Mythologie blanche»[viii]- se presenta a primera vista como un intento de «superación de la metafísica». A través de una hermenéutica particularmente extremada, Nietzsche parecería desvelar las claúsulas metafísicas ocultas en el concepto mismo de «verdad», la cual se manifiesta entonces como una simple metáfora.
Pero, objeta Derrida, ¿estamos seguros de que esta voluntad de desenmascaramiento no se encuentra aparejada, de manera íntima y constitutiva, con la historia de la metafísica? Aparentemente, Nietzsche pone al descubierto, de acuerdo con el iluminismo, una típica «mitología blanca», la creencia en un fundamento estable de la verdad, en un darse objetivo de lo verdadero, más allá de las contaminaciones de la doxa y de los intereses. De hecho, sin embargo, este desenmascaramiento se demuestra estrechamente emparentado con aquello mismo que se quiere corregir; es decir, se presenta como «clásicamente» metafísico.
En efecto, continúa Derrida, ¿qué es la metafísica sino -la ambición de desvelar las metáforas, de superar el velo de la apariencia? Más que la metáfora de la moneda, traída a colación por Nietzsche, convendría considerar el símil de la luz -concebido como imagen general de toda hermenéutica de la sospecha y de toda metafísica-, que ilustra perfectamente cómo el deseo de desenmascarar, más que resguardarse de toda contaminación metafísica, constituye de hecho la esencia misma de lo que, en la tradición de Nietzsche y de Heidegger, se entiende con este nombre.
«Metáfora fundamentadora», escribe Derrida, «no sólo en cuanto metáfora fotológica -y, a este respecto, toda la historia de nuestra filosofía es una fotología, entendiendo por ello la historia o el tratado de la luz-, sino ya en cuanto metáfora; la metáfora en general, paso de un ente a otro, o de un significado a otro, autorizado por la sumisión inicial y por el desplazamiento analógico del ser bajo el ente, es la gravitación inicial que retiene y reprime irremediablemente el flujo de la metafísica. Destino que sólo con una cierta ingenuidad puede ser considerado como el reprobable, pero provisional, accidente de una “historia”; como un lapsus, un error del pensamiento en la historia (in historia). Es, in historiam, la caída en la filosofía del pensamiento, por medio del cual la historia ha iniciado su curso[ix].
La voluntad de desenmascarar -de proyectar un foco de luz más allá del velo de las apariencias, de alcanzar el sentido propio escondido tras la metáfora- no representa el acto final de la metafísica, el «mediodía de los espíritu libres» del que habla Nietzsche; al contrario, es justamente el acto inicial de toda metafísica. Por otra parte, la metafísica no es tal por ignorar que la «verdad» misma es sólo una antigua metáfora; lo es, más bien, porque, consciente del carácter metafórico de los propios enunciados, ha intentado a lo largo de toda su historia reducir lo metafórico a su significado propio, adecuado, conceptualmente unívoco.
Si se la considera desde esta perspectiva -que ya no está ligada a una dialéctica del iluminismo, sino más bien a la interpretación heideggeriana de la «historia de la metafísica» como historia del olvido del ser-, la hermenéutica de la sospecha se presenta como la coronación de esta aventura. El sujeto que «desvela», que reconoce de forma más o menos nihilista los múltiples fondos ocultos tras la metáfora -o tras la conciencia freudiana, o la falsa conciencia que constituye el objeto de las críticas a las ideologías-, es precisamente el sujeto metafísico por excelencia, que encarna la propia voluntad de poder en la «voluntad de interpretar».
2. EL CUADRO DE LA HERMENÉUTICA. RECONSTRUCCION E INTEGRACION
De esta manera se confirma la conclusión, no excesivamente paradójica, que considera a la hermenéutica de la sospecha como un ejemplo típico de pensamiento «fuerte», perentorio, metafísico... en un grado comparable a las convicciones ingenuas, positivas o ideológicas que pretende desenmascarar. Y eso, no sólo por las posibles consecuencias a que tal vez conduzca -el nihilismo de la interpretación o el dogmatismo, la cristalización en una semiótica o en una estructura-, sino principalmente por la tarea enfáticamente desenmascaradora que la anima.
Estas consideraciones resultan esclarecidas al intentar clasificar esta modalidad de hermencútica dentro del cuadro tipológico propuesto por Gadamer en Verdad y método [x]. Refiriéndose de manera específica a la estética y a la interpretación de las obras de arte heredadas de la tradición, Gadamer analiza, antes de exponer su propio modelo interpretativo, dos modalidades hermenéuticas que considera insuficientes: la reconstrucción, que defiende Schleiermacher, y la integración, propuesta por la filosofía hegeliana de la historia[xi]. Relacionarse hemenéuticamente con las obras del pasado, escribe Gadamer, no significa ni reconstruir el mundo histórico original en el que éstas vieron la luz -de acuerdo con las pretensiones de Schleiermacher- ni simplemente, de acuerdo con el modelo hegeliano, incribir esas obras en el moviiniento de una teleología histórica, que las uniría, a través de una mediación realizada por el pensamiento, con el momento presente.
En la perspectiva de Gadamer, la integración, en cuanto práctica hermenéutica, exige una mediación distinta; no una mediación realizada por el espíritu absoluto, sino aquella que una tradición esencialmente lingüística lleva a cabo con la obra que esa misma tradición nos lega. La relación hemenéutica se compone, por tanto, de una tradición, transmisión y traducción, que integra lo que la obra pierde inevitablemente con el paso del tiempo y lo que ésta gana; es decir: el mundo histórico y espiritual en el que ha nacido, irremediablemente perdido, y la historia -en gran medida accidental, esto es, sin orientación, no teleológica y no perentoria- de sus interpretaciones, de su «fortuna»; historia que, como consecuencia, entra a formar parte de la misma obra, del objeto que debe ser interpretado en cuanto tal.
El concepto de Wirkungsgeschichte [xii], de «historia de los efectos», da por supuesto que la obra es constitutivamente espuria, inauténtica, o, lo que es lo mismo, que la interpretación se lleva siempre a cabo en un territorio ya comprometido; y que, por consiguiente, hablando con rigor, el «desenmascaramiento» no es posible. Si, desde esta perspectiva, consideramos de nuevo el ejemplo de Nietzsche, el de la verdad como antigua metáfora, nos encontraremos con que el sentido -la reducción de la metáfora, el desvelamiento de lo «propio», presuntamente oculto tras el tropo metafórico- resulta constitutivamente inalcanzable; y que la interpretación consistiría más bien en establecer un nexo, más difuso y menos perentoriamente desenmascarador, con el sucederse histórico de las interpretaciones, de las metáforas, de las traslaciones de sentido.
Más en concreto, si intentamos encuadrar la hermenéutica de la sospecha dentro de la tipología gadameriana, advertiremos que la voluntad de superar el velo (histórico, ideológico, positivo) de la apariencia, o el intento de trascender la metafísica, tout court, se revela visiblemente afín al proyecto reconstructivo de Schleiermacher; a saber, al esbozo de una hermenéutica que recorre las articulaciones internas y externas de la obra, con el fin de restituirle, junto con su estructura, también el mundo histórico en el que vio la luz, el origen. Ciertamente, en la escuela de la sospecha -sobre todo por lo que se refiere a Freud y Nietzsche- no faltan las cautelas «antimetafísicas», entre las que habría que enumerar un mayor interés por los efectos, por las circunstancias que han dado lugar a una determinada concepción teórica o moral; pero esto no invalida el hecho de que la intención hermenéutica fundamental sea la de poner por obra una análisis reconstructivo.
Como demuestran ejemplarmente las vicisitudes históricas del freudismo y la misma metapsicología freudiana, la hermenéutica de la sospecha propende efectivamente a establecer una relación directa y propiamente «metafísica» con la naturaleza, con las causas inmediatas, las pulsiones fronterizas, con los orígenes biológicos y metahistóricos de los comportamientos.
En consecuencia, puede aplicarse a la «escuela de la sospecha» cuanto Gadamer escribe a propósito de la hermenéutica «reconstructivo» de Schleiermacher: «En definitiva, semejante definición de la hermenéutica no resulta menos contradictoria que cualquier otra restitución o restauración de una vida pasada. Si atendemos a la índole histórica de nuestro ser, la reconstrucción de las condiciones originarias, como cualquier otro tipo de restauración, aparece como una empresa destinada al fracaso. La vida reparada, recuperada de su estado de enajenación, no es ya la vida originaria; simplemente adquiere, manteniendo su condición alienada, una segunda existencia en el ámbito de la cultura [...]. De esta suerte, una operación hemenéutica que concibiera el comprender como restablecimiento del origen constituiría, tan sólo, la pura comunicación de un significado caduco» [xiii].
Los intentos reconstructivos que animan la hermenéutica de la sospecha no son menores que los que inspiraban, aun cuando con finalidades distintas, a la hermenéutica de Schleiermacher. Respecto a ellos, como es obvio, el proyecto de integración propuesto por Gadamer se presenta, de forma más clara, como un procedimiento «débil», sin duda menos perentorio y metafísico.
Como la integración preconizada por Hegel, la hermenéutica gadameriana se inspira en la conciencia de la imposibilidad de cualquier restauración, de cualquier interpretación definitiva o transparencia total. Pero al sustituir la filosofía hegeliana de la historia (teleológica, fundamental, motivada) por el concepto de Wirkungsgeschichte, Gadamer debilita ulteriormente la voluntad «desenmascaradora» depositada en el acto hermenéutico. La interpretación no se inscribe ya en el marco de un intento de restitución-restauración integral del origen; más todavía, ni siquiera se vale, para motivar el sucederse de las interpretaciones y de las transformaciones, del «tiempo fuerte» de la historia, sino que considera la sucesión -en última instancia, accidental-- de una serie de interpretaciones diferenciadas, que modifican al mismo tiempo el objeto de la interpretación y nuestra conciencia de intérpretes (así como nuestro modo de «aproximarnos» al objeto).
En lugar de presentarse como la consecución de una transparencia definitiva, de una evidencia que no admite opiniones, la hermenéutica se muestra ahora sumergida en una constitutiva opacidad. Antes que nada, escribe Gadamer, la Wirkungsgeschichte «se pronuncia anticipadamente sobre lo que se presenta ante nosotros como problemático y como objeto de búsqueda; y nosotros olvidamos la mitad de lo que es -más aún, olvidamos la entera verdad del fenómeno histórico- si tomamos dicho fenómeno, en su inmediatez, como la verdad completa»[xiv]. En resumidas cuentas, la hermenéutica de la sospecha está afectada, como la hermenéutica reconstructiva de Schleiermacher, por la ilusión historicista que hace que no se ponga en tela de juicio el cuadro histórico que condiciona al sujeto de la interpretación; por el contrario, la hermenéutica gadameriana nace precisamente de la conciencia de las determinaciones históricas que nos definen como intérpretes. La «integración» hermeneútica es, por tanto, antes que nada, un procedimiento transitorio, mudable, precario: «Ser histórico significa no poder jamás tornarse plenamente autotransparente» [xv].
Llegados a este punto, uno podría preguntarse si todas las exigencias «debilitadoras» en relación al carácter perentorio de la hermenéutica de la sospecha resultan satisfechas por el proyecto de Gadamer.
3. DE LA INTEGRACIÓN A LA DE-CONSTRUCCIÓN
Por más que esté orientado hacia una opacidad que elimina las intenciones más apremiantes de la hermenéutica de la sospecha, el modelo interpretativo de Gadamer presenta, al menos, un rasgo que lo expone de manera inmediata a la crítica. Se trata del predominio evidente de la continuidad - entre presente y pasado, sobre todo, pero también entre los distintos momentos de una tradición- que lo caracteriza. Una tendencia hacia lo continuo que actúa en dos direcciones: la primera, el carácter poco problemático del acceso del intérprete a los legados de una tradición (textos, documentos, monumentos); la segunda, la excesiva facilidad con que Gadamer pretende establecer un diálogo productivo entre los textos de esa tradición y las condiciones actuales del diálogo social.
Las dos tendencias se encuentran, obviamente, relacionadas. Utilizando terminología heideggeriana, podría decirse que Gadamer «hace presente» con excesiva claridad la tradición, que elude, de una manera demasiado rápida, las cesuras y las diferencias que se observan en ella[xvi]. Las observaciones contenidas en Verdad y método acerca de la interpretación de los textos escritos resultan, a este respecto, bastante significativas. En efecto, escribe Gadamer: «En la forma de lo escrito, todo aquello que se transmite deviene contemporáneo de cualquier tiempo presente. En él se da una peculiar coexistencia de pasado y presente, en cuanto la conciencia presente tiene la posibilidad de acceder libremente a cualquier tradición escrita, sin tener que recurrir a la transmisión oral, que mezcla las noticias del pasado con el presente; al contrario, dirigiéndose directamente a la tradición literaria, la conciencia que comprende adquiere una auténtica posibilidad de ensanchar el propio horizonte, enriqueciendo de este modo el propio mundo con una dimensión nueva»[xvii].
El pasado, tal como nos es transmitido por la escritura -es decir, como pura idealidad, sin contaminaciones y mediaciones espurias con el presente, que se dan siempre en lo hablado-, conquista una paradójica simultaneidad con el presente. Una contemporaneidad que se contradistingue, además, por una fuerte transparencia, por una «evidencia» peculiar del escrito mismo; en resumen, por una voluntad de comunicar, que Gadamer acepta como si no encerrara prácticamente ningún problema: «En todo lo que nos ha llegado bajo la forma de escritura late una voluntad de persistencia, forjada por esa peculiar forma de permanencia que llamamos literatura. En ella no se nos entrega sólo un conjunto de monumentos y de signos. Al contrario, todo lo perteneciente a la literatura goza de una específica contemporaneidad con cualquier presente. Comprender la literatura no significa principalmente remontarse hasta una existencia pasada, sino participar, en el presente, de un contenido de lo expuesto» [xviii].
La voluntad reconstructiva desearía restituir en la interpretación el pasado en cuanto pasado, el origen en toda su integridad, la verdad objetiva de las intenciones del autor de un texto. Por su parte, las consideraciones de Gadamer, aunque dirigidas contra este intento, propenden a definir lo escrito, en cuanto vehículo de la tradición, en los términos de una idealidad abstracta del lenguaje. Al respecto, escribe Gadamer: «En lo escrito, el lenguaje alcanza su verdadera espiritualidad, ya que, ante la tradición escrita, la conciencia que comprende se eleva hasta una posición de plena soberanía. Ya no depende de nada extraño. De esta suerte, la conciencia que lee se encuentra potencialmente en posesión de la historia» [xix].
Al dejar de ser repetición del pasado, la comprensión se torna participación en un sentido presente. Garantizada por la espiritualidad de lo escrito, una continuidad fundamental liga momentos dispersos -y remotos, ya transcurridos, tal vez no plenamente comprensibles-, haciéndolos presentes en la interpretación. La integración gadameriana lleva a preguntarse si la primera tarea de la hermenéutica consistiría no tanto en establecer un puente entre nosotros en cuanto intérpretes y la tradición a que presuntamente pertenecemos, sino más bien en preguntarse si esa presunción es legítima; y, por tanto, si nuestra pertenencia a la tradición resulta tan lineal que hace posible un acceso «simultáneo» a los textos, como preconiza Gadamer.
En definitiva, parecería que, mientras la hermenéutica de la sospecha tiende a poner el acento sobre los aspectos «vertiginosos» y aporéticos de la interpretación, la integración gadameriana se presenta como una posición excesivamente pacífica, como una relación muy poco problemática con los legados de la tradición, entendidos como objetos hermenéuticos. (Por otra parte, esta impresión se confirma al examinar el problema de la integración en el sentido contrario; es decir, si consideramos el modo como Gadamer -por ejemplo, en la polémica con Habermas[xx]- tiende a homologar dos tipos heterogéneos de diálogo: el del intérprete con la tradición, y el que tiene lugar entre los miembros de la sociedad. También en este caso la tradición queda reducida a la presencia, al diálogo presente; o, viceversa, este último resulta inscrito sin dificultad en el surco de la tradición.)
Ante este hacerse presente, puede entenderse mejor por qué Derrida se ha decidido a lanzar la hipótesis de una gramatología: la hermenéutica de una tradición que ya no es considerada como conjunto coherente de textos virtualmente simultáneos a nosotros, y transparentes a la lectura, sino como análisis de cesuras, de las discontinuidades, de la falta de transparencia fundamental de una traditio que ha cesado de pertenecernos o que jamás ha sido nuestra. Desde esta perspectiva, los objetos de la interpretación -antes que nada, los textos- no se ofrecen en su «verdadera espiritualidad», sino más bien en un estado de opaca materialidad, como «monumentos» o como «signos»; o como huellas que jamás podrán hacerse presentes, si queremos adoptar la terminología de Derrida. Y la operación hermenéutica no pretende ni reconstruir el pasado, como sucede en la escuela de la sospecha, ni integrarlo en el presente, según el modelo de Gadamer, sino que, al contrario, intenta de-construir una tradición compuesta por huellas y textos que nunca serán plenamente inteligibles.
De hecho, el objetivo fundamental de la deconstrucción consiste, propiamente, en pensar la diferencia, la distancia que separa nuestra interpretación de los objetos a los que sé aplica. La actividad hemenéutica se transforma, a estas alturas, en una pregunta sin respuesta; tiene valor, sobre todo, como ejercicio ontológico, como indicación de la inconmensurablidad del comprender respecto al objeto de la comprensión. «La interrogación -escribe Derrida en un ensayo sobre Lévinas- debe ser conservada. Pero como interrogación. La libertad de la interrogación (doble genitivo) debe ser afirmada y defendida. Permanencia fundamentada, tradición realizada por la interrogación que no deja de ser interrogación»[xxi].
Aquí, la tradición se mantiene sólo como objeto hermenéutico, como unidad temática de la interpretación; pero no ofrece, como sucedía en Gadamer, un criterio positivo de comprensión, una legitimación «histórica» (todo lo debilitada y no transparente que se quiera) del acto interpretativo. En relación a la hermenéutica re-constructiva o integradora, la de-construcción preconizada por Derrida se presenta como la disolución extrema del propósito de comprender auténticamente, de introducirse hasta el núcleo, si no de las cosas, al menos del lenguaje como tradición, depósito, repertorio de palabras-clave filosóficas.
El objetivo de la gramatología no es indicar el sentido de una tradición o la legitimidad de una interpretación, sino desligar, disolver o transformar en discontinuos, con la introducción de virajes o márgenes de juego, los modelos instituidos (y positivamente ejercitables) de interpretación. Esta función crítica de la de-construcción se advierte claramente -en un campo distinto, el de la polémica con la filosofía analítica- en la réplica de Derrida a John Searle, que lo acusaba de haber entendido mal la teoría de los speech acts: «Un teórico de los acto lingüísticos -escribe Derrida, reivindicando la legitimidad de la propia de-construcción-, provisto de una mínima dosis de coherencia respecto a su propia teoría, debería haber enpleado algún tiempo en examinar problemas del siguiente tipo: el propósito fundamental, ¿consiste en ser verdadero?, ¿en aparecer verdadero?, ¿en afirmar lo verdadero?»[xxii].
Pero, llegados a este punto, está claro que Derrida ha mudado su perspectiva, no sólo respecto al concepto de filosofía difundido en la tradición de la linguistic analysis, sino también en comparación con los fines y los modos de practicar la interpretación, tanto de la «escuela de la sospecha» como de la hemenéutica gadameriana.
4. LA FILOSOFíA COMO GENERO DE ESCRITURA
¿En qué consiste este cambio de perspectiva? Antes que nada, respecto a las cuestiones internas de la gramatología, esta mutación lleva consigo un nuevo modo de relacionarse con los textos escritos y con el problema de la escritura en general. En la polémica con Searle se lee explícitamente algo que, de forma implícita, puede descubrirse en toda la obra de Derrida: la gramatología pone radicalmente entre paréntesis el problema de la «referencia» a la realidad y la posibilidad de reemplazar, con un acto indicativo, la función «fundamentadora» de la escritura y de la interpretación de los textos. La gramatología es un tipo de escritura, y no simplemente por las destrezas estilísticas que adopta, sino, antes que nada, porque el «referente» es solamente la tradición escrita (filosófica, «metafísica»), que nos constituye como intérpretes. El de Derrida es, por tanto, un uso enfático y un tanto transformado del principio hermenéutico clásico de la sola scriptura; pero precisamente en cuanto se trata de una cuestión de énfasis, en realidad pone de relieve una tendencia ya implícitamente contenida en la hermenéutica como tal.
La tesis de la gramatología como «género de escritura» ocupa un lugar central en un ensayo de Richard Rorty, recientemente incluido en un escrito más amplio[xxiii]. Al decir de Rorty, cuando toma como único referente el corpus textual de la tradición filosófica, Derrida se constituiría en el último epígono de una «línea» de pensamiento moderno que tiene su inicio en Hegel, y que se opone a una lignée paralela, de origen kantiano; esta última defiende que pensar es, al contrario de lo afirmado por Derrida, relacionarse, de la manera más adecuada posible, con los objetos y las estructuras del mundo real y natural. También sostiene esta segunda tradición que la escritura no es sino un «suplemento» (adoptando una terminología que Derrida toma de Rousseau), y que el lenguaje mismo tiende, asintóticamente, a la propia autosupresion, en favor de la pura indicación u ostensión, entendida como máxima correspondencia entre la mente y la naturaleza. Y, así como Derrida sería el epígono de la lignée hegeliana, los exponentes actuales de la «línea» kantiana están representados, al decir de Rorty, por los analistas anglosajones del lenguaje [xxiv].
Ahora bien, continúa Rorty, la relación entre «hegelianos» y «kantianos» no es de simple exclusión o de incomprensión recíproca, como, efectivamente, podría parecer, sino que más bien puede homologarse a la distinción que el debate epistemológico establece entre la «ciencia crítica» y la normal science, o a la diferencia entre «desviación» y normalidad tout court. De esta manera, el parasitismo de la gramatología -que Rorty pone en relación con la linguistic analysis pero que las conclusiones del precedente parágrafo permiten aplicar también a la hermenéutica gadameriana- no se muestra como una simple «enajenación», como un sendero interrumpido, sino como una especie de terreno experimental, a la par crítico e inventivo. Escribe Rorty: «El desacuerdo entre kantianos y no-kantianos se presenta [...] como un contraste entre quienes quieren aceptar (y ver) las cosas tal como son, [...] y quienes, al contrario, desean transformar el vocabulario actual» [xxv].
A la luz de estas consideraciones, podemos volver a analizar el problema de las relaciones entre la gramatología, por una parte, y la hermenéutica gadameriana y la «escuela de la sospecha», por otra. En definitiva, las peculiaridades del trabajo de Derrida pueden resumirse en tres puntos:
1) El efecto más inmediato de la gramatología es, como hemos visto, la crítica respecto al «continuismo» gadameriano. En cierto sentido, Derrida empuña, contra la hermenéutica de la «integración», armas que recuerdan las exigencias «desenmascaradoras» de la escuela de la sospecha. Y, efectivamente, sólo una dimensión crítica puede dotar de significado a un conjunto de análisis, como los de la gramatología, que -en virtud de su estructura «arquitéctonica», y en virtud del «sistema» teórico que los organiza- parecería que no debían de tener significación alguna. En sí mismo, hablar de gramatología como ciencia de las huellas escritas, de los significantes sin significado y de otras cosas similares; o esbozar una teoría de la différence, es decir, de los desechos o de los aspectos residuales y no explicitados de una tradición, no tiene mucho sentido; el propio Derrida es, por otra parte, consciente, como demuestra su insistencia en el carácter inefable de la différence. Mucho más sensato, respecto al «continuismo» de la hermenéutica gadameriana, es, por el contrario, el efecto de-constructivo, crítico, de la gramatología, aplicada a una tradición que nos sentimos inclinados a «leer» como homogénea y traducible.
2) Sin embargo, subrayar este aspecto crítico no equivale a la simple recuperación de las intenciones desenmascaradoras de la escuela de la sospecha. El desenmascaramiento ha sido más bien sustituido por la invención terminológica, esto es, en primer lugar, por un trabajo en torno al significante y no a lo significado. Se excluye, por tanto, la posibilidad de alcanzar, a través de la de-construcción de una tradición o de determinados conceptos pertenecientes a ella, un sentido auténtico y fundamental, un significado «propio» básico. Transformar la filosofía en un género de escritura significa esencialmente -a través de procedimientos estilísticos, terminológicos, o por medio de una distorsión o un abuso de determinados campos semánticos- «hacer posible» la tradición filosófica, abrir la vía a nuevas posibilidades hermenéuticas. El problema de la escuela de la sospecha es traducido por Derrida en los términos de una polémica entre «ciencia critica» y «ciencia normal». Por ejemplo, en uno de los escritos incluidos en L’écriture et la différence, se lee: «Nietzsche, Freud, Heidegger han actuado [...] en el marco de los conceptos heredados de la metafísica. Ahora bien, puesto que estos conceptos no son de hecho puros elementos o átomos, sino que se encuentran asumidos en una sintaxis y en un sistema, la aceptación de cualquiera de ellos reintroduce íntegramente la metafísica. Esto es lo que permite a esos destructores el destruirse recíprocamente; por ejemplo, hace posible que Heidegger considere a Nietzsche -con una lucidez y un rigor comparables a la mala fe y a la incomprensión- como el último metafísico, como el último “platónico”. La operación podría repetirse a propósito del propio Heidegger, de Freud o de cualquier otro. No existe operación más frecuente que ésta en nuestros días»[xxvi].
La fácil sucesión de los desenmascaramientos se deriva de la adopción ingenua del lenguaje recibido. Por el contrario, la «filosofía concebida como género de escritura» y, por ende, como invención, significa en la perspectiva de Derrida la instauración de una relación de double bind con la tradición filosófica: por una parte, se renuncia a la esperanza de superar, con un desenmascaramiento radical, la «metafísica»; por otra, el juego y las transformaciones terminológicas introducidos en esa misma tradición permiten eliminar el carácter perentorio de dicha metafísica (carácter que, por el contrario, tiende a reproducirse mediante la sucesión de los desenmascaramientos).
3) Existe una tercera consecuencia de la función «parasitaria» de la gramatología. La relación de double bind que Derrida establece entre de-construcción y tradición es, en definitiva, la propia del etnólogo[xxvii]. Es decir, dicho vínculo tiene su origen en una doble conciencia: en primer lugar, la de la radical discontinuidad que nos separa de una tradición que no nos pertenece necesariamente; en segundo término, el convencimiento de que es inevitable que utilicemos un lenguaje y que éste nos condicione (como también resulta ineludible el «etnocentrismo»). Considerar desde un punto de vista «etnológico» el problema de la interpretación equivaldría, en este caso, a conferir un estatuto positivo y reconocible al problema de nuestra discontinuidad respecto a la tradición filosófica; y esto, sin conceder a dicha intermisión el énfasis auténticamente «metafísico», propio de la «escuela de la sospecha»; y, por otra parte, sin dar por supuesta una homogeneidad de base entre nuestro presente y el pasado de la filosofía, como sucede a Gadamer.
Notas:
[i] Cfr. De l’interpretation. Essai sur Freud, París, Seuil, 1965; trad. italiana de E. Renzi: Della interpretazione. Saggio su Freud, Milán, 11 Saggiatore, 1966; ver, particularmente, las págs. 46 y ss. de la trad. italiana (L’interpretazione come esercizio del sospetto).
[ii] Todavía no disponible en las Opere editadas por Colli y Montanari, Il libro del filosofo está traducido en un volumen aparte: Roma, Savelli, 1978. La cita que aquí incluimos, levemente modificada por nosotros, se encuentra en la pág. 76.
[iii] «Nietzsche, Freud, Marx», en Cahiers de Royaumont, 6, Paris, Minuit, 1967 (actas del congreso internacional de Royaumont sobre Nietzsche), páginas 182-192.
[iv] Nietzsche, Freud, Marx, cit., pág. 192.
[v] Ibíd.
[vi] M. Horkheimer, Th. W. Adorno, Dialektik des Aufklärung, Amsterdam, Querido Verlag, 1947, trad. italiana de L. Vinci: Diarletica dell’illuminismo, Turin, Einaudi, 1974, pág. 53; el subravado es nuestro.
[vii] Op. cit., pág. 37.
[viii] «La Mythologie blanche», en Poétique, 5 (1971); ahora en J. Derrida, Márgenes de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1988. Cfr., especialmente, la última sección del ensayo, La métaphysique relève de la métaphore, págs. 308 y ss.
[ix] «Force et signification», en Critique, 193-194 (junio-julio de 1963); ahora en L’écriture et la différence, París, Seuil, 1967; trad. italiana de G. Pozzi: La scrittura e la differenza, Einaudi, Turín, 1971, pág. 34.
[x] H. G. Gadamer, Wahrheit und Methode, Tubinga, Mohr, 19723; trad. italiana de G. V attimo: Verità e método, Milán, Bompiani, 19833.
[xi] Cfr., especialmente las págs. 202-207 -Ricostruzione e integrazione come compiti ermeneutici- de la trad. italiana de Verdad y método.
[xii] Cfr., especialmente, «II principio della “Wirkungsgeschichte”», en Verdad y método, trad. italiana, cit., págs. 350-363.
[xiii] Op. cit., pág. 205.
[xiv] Op. cit., pág. 351.
[xv] Op. cit., pág. 352.
[xvi] Sobre el predominio de la continuidad en la interpretación gadameriana de la obra de arte, así como en la hermenéutica de Gadamer en general, puede consultarse G. Vattimo, «Estetica ed ermeneutica», en Rivista di Estetica, n.s., 1 (1979), págs. 3-15.
[xvii] Verdad y método, trad. italiana cit., pág. 448.
[xviii] Op. cit., pág. 450; el subrayado es nuestro.
[xix] Op. cit., pág. 449.
[xx] Cfr., por ejemplo, las réplicas de Gadamer a Habermas en «Rhetorik, Hermeneutik und Ideologiekritik», en Kleine Schrifien, vol. l, Tubinga, Mohr; trad. italiana parcial de Varios Autores, Turín, 1973, págs. 55 y ss.
[xxi] J. Derrida, «Violence et métaphysique. Essai sur la pensée d’Emmanuel Lévinas», en Revue de métaphysique et de Morale, 3 y 4 (1964); ahora en L’écriture et la différence, trad. italiana cit., pág. 100.
[xxii] «Limited Inc. abc», en Glyph, 2 (1977), págs. 162-254, 178.
[xxiii] R. Rorty, Philosophy as a Kind of Writing. An Estay on Derrida, in Id., Consequences of Pragmatism (Essays: 1972- 1980), Mineápolis, University of Minnesota Press, 1982.
[xxiv] Así, por ejemplo, Searle excluye que la discusión entre Derrida y Austin pueda considerarse como una confrontación entre dos tradiciones, y sostiene que se trata de un simple mal entendimiento de la teoría de los actos lingúísticos por parte de Derrida (cfr. J. Searle, «Reiterating the Differences (reply to Derrida)», en Glyph, 1, 1977, págs. 198-208).
[xxv] Consequences of Pragmatism, cit., pág. 107.
[xxvi] La structure, le signe et le jeu dans le discours des sciences humaines (1966); ahora en L’écriture et la différence, trad. italiana cit., pág. 363.
[xxvii] El mismo proyecto de la gramatología nace de la discusión del «etnocentrismo» de Lévi-Strauss en referencia al problema de las sociedades sin escritura. Cfr. J. Derrida, De la grammatologie, París, Minuit, 1967, págs. 149 y ss.