"La filosofí­a no es el arte de consolar a los tontos; su única meta es enseñar la búsqueda de la verdad y destruir los prejuicios"; Marqués de Sade.

Portada

viernes, julio 28

Desafíos y retos de la enseñanza de la filosofía


Por Sergio Sevilla.

“Quien mira el mundo racionalmente, lo ve racional” aseguraba Hegel; y, con toda lógica, seguía afirmando que el movimiento que tiende a la razón, la historia de la filosofía, acaba por alcanzar su objetivo: una explicación racional del mundo.
Desde esas coordenadas, está claro que un curso de introducción a la filosofía consiste en enseñar al alumno el camino riguroso de su fundamentación, a partir de la cual, introducido en el saber, recorre los conocimientos obtenidos a lo largo de más de dos mil años de cultura racional europea sistematizada en torno a la naturaleza física, el espíritu subjetivo y el espíritu objetivo, esto es, la sociedad y sus instituciones. La filosofía es considerada como una tendencia al saber que ha logrado su objetivo; y el saber logrado sólo puede ser sistemático.
Lo que ha pasado desde 1830 es que esta visión tan coherente y tan lógica del mundo, y de la propia filosofía, se nos ha hecho tan difícil de refutar como imposible de asumir. El pensamiento filosófico posterior es, en cierto modo, la historia del desarrollo de esa antinomia. Pero no pretendo trazar una visión panorámica, sino más bien centrarme en los aspectos de la cuestión que llevan a preguntarse si, en estas condiciones, es posible enseñar filosofía, y cómo.
Esta pregunta encierra sus peligros dentro y fuera de la institución educativa; la generalizada opinión de que la filosofía “no sirve para nada”, junto con la idea de que el sistema educativo debe formar ciudadanos productivos, es decir, seres humanos competentes en el funcionamiento del sistema económico y el sistema político, hace que la pervivencia de la filosofía en los planes de estudios preuniversitarios esté en permanente peligro. Si confesamos de entrada que la filosofía no es una ciencia sistemática, carece de aplicaciones productivas y, lo que es más, introduce la duda y el debate acerca de la identidad personal, el vínculo social y sobre los valores en que se asienta el sistema político, parecerá que damos argumentos para su definitiva marginación; ni el estado ni los particulares se sentirían tentados a pagar por el ejercicio profesional de una tal actividad, y menos si sus hijos van a ser las “victimas” del experimento. Veamos, para empezar, las razones de quien quiere suprimir la filosofía del currículo académico.

I

Las sociedades actuales tienen una estructura compleja, cuyo funcionamiento “normal” requiere el trabajo de profesionales muy cualificados de todo tipo (médicos, jueces, ingenieros, técnicos, etc.), que compaginan el ejercicio de su función con la constante actualización de conocimientos y, en general, reciclaje profesional. El avance de los saberes y las técnicas aplicadas es tal que la formación inicial queda obsoleta en pocos años y la necesidad de reciclaje se convierte en permanente. Vivimos una sociedad cuyo funcionamiento ordinario es muy sofisticado y, sin técnicas, o con malos profesionales, sencillamente se colapsaría su funcionamiento ordinario. El imperativo de adaptación es --y ha de ser— muy fuerte, para que todo se limite a funcionar, a ir tirando, como hasta ahora.
Y esa afirmación es cierta tanto por lo que se refiere al sistema económico, como al sistema político y sus instituciones que regulan la convivencia, o al sistema de comunicación masiva que configura las conciencias.
Hay que reiterar ahora la pregunta: si la filosofía no es un saber funcional, ¿Cuál es su espacio en una sociedad como ésta?
Es bueno recordar que no toda filosofía, ni en todo momento de su historia, ha funcionado socialmente como un saber crítico. Algunas filosofías, en algunos momentos históricos, han funcionado, si quiera sea parcialmente, como legitimación de algún orden social y político establecido; p.e., el tomismo en el siglo XVI en los países católicos, las lecciones de Hegel sobre la historia y el derecho en el estado prusiano de su momento, o la teoría de Popper sobre la sociedad abierta durante la guerra fría.
Hay que reconocer que, incluso en estos casos, la filosofía no es nunca mera ideología, puesto que nunca clausura el debate de los argumentos; pero ayuda a que funcione lo que hay. Si al ejemplo de Popper añadimos la función legitimadora del nazismo que tuvieron algunos aspectos del pensamiento de Heidegger, o el equivalente servicio al estalinismo que prestó alguna de las obras de Lukács, nos percataremos, sin entrar en detalles, de que incluso las sociedades complejas contemporáneas, en sus mas diversas formas de organización política, son capaces de rentabilizar en beneficio propio una actividad teórica que, en principio, no tenía ese objetivo.
Esa función ideológica, sea o no una perversión de la filosofía, arraiga en una de sus dimensiones irrenunciables: ayudar a comprender su propio mundo en conceptos. Para hacer inteligible esta situación, hemos de distinguir al menos estas dos dimensiones, complementarias pero diferentes, en la historia filosófica, la dimensión racionalizadora, y la dimensión crítica. Hay, sin embargo, un equívoco contra el que quiero prevenir: “racionalizar” no significa, en este contexto, sustituir la causa real de una acción por una falsa razón más aceptable, como sucede con ese término en los textos freudianos; por “acción racionalizadora” entiendo el conjunto de los efectos que, históricamente, la filosofía ha tenido y tiene sobre nuestra capacidad de dominar tecnológicamente el mundo natural, o de hacer propuestas de modelos conceptuales aptos para construir identidades, singulares o colectivas, o para introducir racionalidad en los mecanismos de dominio político. Sin la filosofía natural de Galileo no habría tecnología, como sin el sujeto cartesiano no habría identidad subjetiva racional, o sin el contrato de Rousseau difícilmente habría una legitimación racional de la soberanía política. Aunque no se hayan realizado plenamente, las filosofías han contribuido poderosamente a dar forma a las creaciones humanas. Cabe decir que las filosofías han tenido una capacidad configuradora de mundo, natural, subjetivo y social, que se ha inscrito en el proceso de civilización europeo. En ese sentido, las sociedades complejas y sofisticadas en que vivimos son en buena medida realización de la “acción racionalizadora” de la filosofía. Y en ello encontramos tanto un peligro para la filosofía como un argumento contra quienes la consideran superflua en el currículo académico. La filosofía es necesaria en la socialización de los jóvenes, porque no pueden comprender el mundo en que se insertan, y que los configura como son, sin cobrar conciencia conceptual de los modelos de racionalidad –teórica, práctica y estética—que, en ese mundo, están realizados. Para comprenderse a sí mismos como son, y como han de llegar a hacerse, han de repetir, a la inversa, el movimiento de realización de la racionalidad. En este sentido, y sólo en este, el aprendizaje de la filosofía realizada es funcional, porque enseña a comprender los modelos de racionalidad vigentes en nuestro mundo social. Cuando, por poner un ejemplo, Rawls analiza los grandes valores que vertebran nuestro sistema jurídico-político, y los valores morales que el individuo ha de poseer para actuar como miembro competente de una tal sociedad, está ejemplificando, de forma eminente, esta primera función del aprendizaje filosófico como conceptualización de la racionalidad práctica inscrita en nuestras instituciones positivas.
Este aprendizaje de la función racionalizadora de la filosofía pone, a la vez, de manifiesto en qué difiere de las legitimaciones ideológicas; esto es, pone de manifiesto su dimensión crítica, el segundo objetivo que el que enseña filosofía ha de proponerse.
También el término “crítica”, al menos desde la ilustración kantiana, funciona como un valor positivo (piensen, por un momento, los presentes si prefieren ser tenidos por personas “críticas” o “dogmáticas”), sin que resulte fácil precisar qué entendemos por “función crítica” de la filosofía, o por qué motivos hemos de enseñar a ejercerla a un joven. Veamos, con más concreción, cuáles son sus significados.
Por grande que sea la medida en que la filosofía se haya realizado, y así convertido en institución positiva, la comprensión de la filosofía no es nunca la de un hecho social o la de una tradición. La razón realizada siempre puede contrastarse con el ideal de la razón. Es en este sentido de medir la realización efectiva por el ideal propuesto que el platonismo puede ejercerse como crítica de los hechos.
Hay también un segundo sentido en que la filosofía ejerce la crítica: cuando determina los límites de la validez de un conocimiento, de una norma, de un valor o de una capacidad como conjunto. Es la forma de crítica que nos enseñó Kant al establecer los límites del conocimiento legítimo, excluyendo de su mapa todas las formas no científicas de saber como pseudo-conocimiento.
Un tercer ejemplo de crítica ejerce Marx cuando convierte la reflexión filosófica en crítica de la ideología asentada en los conceptos básicos de una ciencia empírica como la economía política. Que la pretensión de validez incondicionada de sus nociones encubra la naturaleza históricamente concreta de su génesis muestra el carácter ideológico de determinadas formas de producir las abstracciones necesarias para el conocimiento; ejercer la crítica del encubrimiento ideológico de lo concreto es una posibilidad que nos aporta el ejercicio de la filosofía como crítica.
Acercándonos más al presente, aparece una cuarta forma de la crítica, la que Nietzsche ejerce como procedimiento genealógico, y que en contextos concretos distintos han usado otras formas del pensamiento de la sospecha como el psicoanálisis, o la historia de las ideas realizada por Foucault.
El profesor de filosofía ha de entender el repertorio de los modos de ejercer la crítica como un catálogo abierto a la innovación. Pero lo que importa es que la dimensión crítica de la filosofía, la que la convierte en sospechosa de ser una actividad inútil y carente de función social, es, en primer lugar, solidaria de su función racionalizadora; y, en segundo lugar, abre la posibilidad de trascender el estado de cosas presente en la dirección de otras posibilidades aún no exploradas. Por ser solidariamente inseparables racionalización y crítica, sigue siendo posible distinguir al Lukács, al Heidegger, o al Popper filósofos, de las eventuales utilizaciones ideológicas, en sentido negativo, que incluso ellos mismos pudieron hacer de su pensamiento; hay algo en el ejercicio del pensamiento filosófico que trasciende siempre los límites de una ideología, y ese algo es la capacidad crítica inseparable de todo ejercicio argumentativo. Y cuando la mentalidad productivista valora como superfluo el aprendizaje filosófico de los jóvenes, en una sociedad compleja que requiere profesionales competentes, está haciendo exhibición del positivismo dogmático en que basa su ideología. Está mostrando, contra su intención, su enorme necesidad de la filosofía, tal como la hemos descrito. La sociedad actual necesita el estudio de la función racionalizadora de la filosofía para hacer posible la comprensión de su propio funcionamiento; éste requiere el estudio de la filosofía como saber transmitido en sus propias realizaciones, y que sólo podemos llevar a conciencia conceptual haciéndonos competentes en la filosofía como tradición: es decir, dando al estudiante acceso a la historia de la filosofía; o bien haciéndole consciente del modelo de racionalidad que opera en los valores morales y cívicos en que está siendo socializado, y que necesita para ser un adulto competente.
Pero la enseñanza de la filosofía no se justifica sólo por la adquisición de competencias; siempre es posible señalar que somos hablantes competentes de una lengua, sin que ello exija que todos nosotros seamos lingüistas; y, de modo paralelo, se puede argumentar que hay sujetos competentes, en tanto que seres morales y agentes cívicos, que desconocen la justificación racional última de los valores que, en la práctica, ejercen. La objeción es, en los hechos, correcta; pero, desde luego, ignora la exigencia de innovación racional a que las situaciones actuales de una sociedad compleja somete a los ciudadanos del presente; lo que nos obliga a reflexionar sobre qué sea educar como preparación para la vida.

II

Plantear la pregunta por los retos que surgen al enseñar filosofía obliga a reparar en los obstáculos que surgen de la tarea de enseñar sin más; no sólo la filosofía ha cambiado; la propia labor de enseñar ha modificado profundamente su perfil en la era de la incertidumbre y de la comunicación de masas.
En el periodo clásico de la modernidad –el siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX—el ideal de extender la ilustración a todos diseñó un perfil de la tarea educativa que ha durado hasta hace pocas décadas: era el ideal de la educación como “formación” que vamos a evocar.
La pedagogía de la libertad como autodeterminación, enunciada por Rousseau y por Schiller (en breve fórmula de este último: “la ilustración del entendimiento no merece respeto sino en cuanto se refleja en el carácter”) aspiraba a que el hombre aprendiera a configurarse a sí mismo como una totalidad con sentido, a la vez que como un miembro de la totalidad social y, en última instancia, genérica. Ello supone la posibilidad de formular los criterios de un ideal de humanidad, dicho con Rousseau, el “hombre de naturaleza”, que integra la cultura como segunda naturaleza; y el proceso de llegar a realizar la humanidad en sí mismo es el proceso educativo como proceso de formación, de adquisición de la forma o esencia de lo humano.
El concepto de “formación”, que Kant no teoriza, limitándose a hablar de la obligación de cultivar las propias capacidades, llega, a través de Herder y Hegel, a adquirir ese sentido de totalidad vertebrada por una fuerte idea de sujeto, que muestra ya el siguiente texto de Humboldt: “Pero cuando en nuestra lengua decimos “formación” nos referimos a algo más elevado y más interior, al modo de percibir que procede del conocimiento y del sentimiento de toda la vida espiritual y ética y se derrama armoniosamente sobre la sensibilidad y el carácter” (W.v.Humboldt, Gesammelte Schriften VII,1,30.Citado por Gadamer, Verdad y Método, p.39).
Formar es más que conocer, es un modo de percibir y de actuar que articula la personalidad total del sujeto que se forma; “formación” supone, en suma, que el sujeto es una totalidad que se autodetermina. Gadamer señala que “El resurgimiento de la palabra “formación” despierta más bien la vieja tradición mística según la cual el hombre lleva en su alma la imagen de Dios conforme a la cual fue creado, y debe reconstruirla en sí” (V.yM.,p.39). No es el momento de entrar en disquisiciones histórico-filosóficas; fuera cual fuese la contribución de la mística del siglo XIV, o de Herder, es en el idealismo alemán, y en su sector ilustrado, donde se formula el ideal educativo de una formación equilibrada y total de la personalidad, que integra la adquisición de los conocimientos con el desarrollo de la sensibilidad estética y de la capacidad moral y social del individuo. Es el proceso de adquisición de lo que es universal, porque es para todo hombre, por cada particular que, de este modo, se humaniza mediante un trabajo, que inhibe los deseos particulares, para realizar lo general; y, en este proceso de cultivo de las propias potencias, gana poder sobre la naturaleza y sobre sí mismo, y gana sentido de su función en el vínculo social.
En su aspecto práctico, formación significa entrega a una elección profesional, que vertebra la identidad de quien la realiza porque, como dice Gadamer, “Cada profesión es, en cierto modo, un destino, una necesidad interior, e implica entregarse a tareas que uno no asumiría para sus fines privados” (V.yM., p.42); formarse es hacer propio ese destino. Formarse es reconocer en lo extraño lo propio, y hacerlo familiar. Es el movimiento esencial por el que accedemos a la humanidad plena. Por eso, nos formamos apropiándonos el lenguaje, las costumbres, los conocimientos y las creencias de la sociedad a la que pertenecemos.
No es, por tanto, sólo la adquisición del saber y de las competencias sociales, sino también el desarrollo de la sensibilidad y el tacto, como capacidad de juzgar y de actuar de modo pertinente; o, incluso, para decidir lo que importa recordar, y así nos constituye como historia propia, y lo que podemos olvidar; la memoria –y el olvido—forman nuestra identidad, como señaló Nietzsche en la segunda intempestiva. El tacto tiene que ver con nuestra capacidad de experiencia estética y con nuestra condición de seres históricos. Y es por su relación con el tacto por lo que el concepto de formación, tal como lo analiza Gadamer, no queda atado a la comprensión idealista del saber como absoluto: “Bajo “tacto” entendemos una determinada sensibilidad y capacidad de percepción de situaciones así como para el comportamiento dentro de ellas cuando no poseemos respecto a ellas ningún saber derivado de principios generales” ( V.yM., p.45). El tacto es “una manera de conocer y una manera de ser”( op.cit.,p.46).
En este ideal formativo, que he querido reconstruir con precisión, histórica y conceptual, para concretar a qué nos referimos cuando afirmamos que educar es no sólo informar, sino también formar, podemos ir señalando los puntos de ruptura que la evolución social de las últimas décadas ha ido introduciendo.
Tal vez el primero de los puntos de ruptura deba ser la autonomización de lo científico-técnico respecto de las demás dimensiones señaladas en la noción de formación. El ideal formativo articula la adquisición del conocimiento científico como una de sus dimensiones, junto a otras. Lo que, en cambio, sucede en la sociedad actual es que el método científico se postula como modo único de acceso a la verdad; de esta manera se produce una especie de vínculo entre el cientifismo y el productivismo económico, que barren de la escena las otras dimensiones del ideal formativo y hasta de la vida social y política. Aunque el ideal formativo se haya conservado, como retórica, en los preámbulos legislativos, un análisis de los cambios legales que, en las últimas décadas, se van imponiendo en los sistemas educativos muestran que la opción real de las políticas educativas está basada en la voluntad de abaratar la relación coste-beneficio, lo que incluye una doble opción: (a) en el interior del sistema educativo se recurre al conductismo y/o al constructivismo como teorías del proceso de aprendizaje que permiten evaluar el rendimiento por objetivos pre-fijados, y priorizar las destrezas de acuerdo con el modelo de la capacitación profesional; (b) en el exterior, poner al sistema educativo en la conexión mas estrecha posible con el sistema productivo, conexión que se acentúa por las profundas mutaciones que el sistema productivo experimenta: pocos pueden aspirar a tener un trabajo estable de por vida acorde con su preparación, y menos todavía a que su formación inicial les valga hasta la jubilación.
El primer rasgo introduce en el sistema educativo el tipo de racionalidad instrumental que Weber llamó la “jaula de hierro”, en que la racionalidad afecta a los medios, pero en la que los fines nunca son tematizados; vienen dados como un hecho por el funcionamiento supuestamente espontáneo de la sociedad. Esta forma de racionalización, en alianza con la necesidad de reducir costes según el modo de proceder del sistema productivo, hace sencillamente inviable el ideal de formación, que pervive sólo retóricamente, y cada vez en menor medida.
No es fácil acertar con una descripción fenomenológica de esta crisis, que permita la reflexión ulterior, porque estamos inmersos en ella y nos falta la distancia necesaria; con esa cautela, y en un primer bosquejo, podemos señalar los siguientes rasgos: (a) ruptura de lo científico-productivo con lo humanístico-formativo; (b) ruptura de la cultura tecnológica con los ideales de una comprensión teorética del mundo; (c) ruptura de la cultura de lo visual con la cultura escrita; (d) ausencia de un modelo unitario de ser humano que actúe como modelo final del proceso. No sólo ha muerto el sujeto; han desaparecido las profesiones estables, lo que produce el fenómeno que Sennet ha caracterizado como “corrosión del carácter”. Haré una breve caracterización de lo que cada uno de esos cambios significan, antes de volver a la cuestión por el lugar de la enseñanza de la filosofía en la nueva situación.

(a) Ruptura de lo científico-productivo con lo humanístico-formativo.

Importa que entendamos esta ruptura como un acontecimiento de nuestra época, y no como un problema exclusivamente de naturaleza teórica, o de ausencia de voluntad política. Es cierto que el problema teórico existe por cuanto el ideal formativo apela a una noción de sujeto y de totalidad, que son difíciles de sostener fuera del marco teórico del idealismo moderno; es cierto también que parecen haber desaparecido de la escena las fuerzas que propugnaban políticas del sujeto. Pero estos dos hechos, más que una explicación, constituyen otros tantos síntomas de la situación marcada por el acontecimiento de esa ruptura, difícil de definir; si hubiera que caracterizarla por un solo rasgo, habría de ser éste: ruptura entre racionalidad y sentido. Ya Weber señalaba que el formidable desarrollo de nuestros conocimientos científicos, y las racionalizaciones introducidas por la modernidad en el sistema social y en el sistema político, no nos habían hecho progresar un ápice en la respuesta a la pregunta por el sentido de nuestras vidas. Ese divorcio entre razón y sentido, y el carácter irrenunciable de ambas cuestiones, hace inviable el establecimiento de un tipo ideal de ser humano, que pueda armonizar interiormente el conjunto de fuerzas, capacidades y potencialidades que lo constituyen y, exteriormente, el establecimiento de un vínculo social autónomo.
La imposibilidad de establecer ese tipo ideal quita su fuerza normativa al ideal de formación, y deja al educador desarmado, y al educando a merced de las fuerzas fácticas que configuran la sociedad en que vive. Desde esa facticidad, el sistema económico impone su necesidad de determinados perfiles formativos, en función del rendimiento productivo, y se expresa a través del cientifismo, convertido en ideología. La dimensión estética, la conciencia de la dimensión histórica y las exigencias de una autocomprensión reflexiva quedan fuera del ámbito de las necesidades inmediatas del mercado que, a veces, llega a ser ciego incluso a su propia necesidad de ciencia básica. Sólo las destrezas en saberes aplicados y productivos cuentan en la determinación del tipo humano que “la sociedad” demanda. Ello nos introduce en el tema de la siguiente ruptura.

(b) Ruptura de la cultura tecnológica con los ideales de una comprensión teorética del mundo

La tan traída y llevada polémica, que Snow popularizó, sobre las “dos culturas”, la dualización entre el conocimiento científico y la cultura humanística, que produce dos tipos de expertos, incapacitados respectivamente por sí solos para abarcar el conjunto de retos que nos plantea el mundo contemporáneo, ha contribuido a hacer creer que las técnicas, omnipresentes en nuestra vida, forman una unidad con la cultura científica, en detrimento de la cultura humanística.
Cuando quienes así piensan se encuentran con la crítica heideggeriana de la técnica como realización de la metafísica que iniciaron Platón y Aristóteles se quedan sin saber aplicar ese pensamiento a la experiencia vivida. Si observamos las cosas más de cerca, el panorama se aclara si, en vez de confrontar lo científico con lo humanístico situamos la oposición entre la cultura teórica y la cultura del dominio aplicado. El fomento de la investigación que, por poner un ejemplo, se realiza a través de los programas de I más D, no diferencia tanto entre matemática pura y metafísica, como entre saberes teóricos y saberes aplicados. Lo que se promueve no es tanto la biología básica como la tecnología de los alimentos; y no se margina la psicología aplicada ni la ética de los negocios, sino la investigación en psicología teórica o los trabajos de teoría ética. Cualquier psicólogo sabe que un proyecto sobre los diferentes paradigmas de la psicología tiene muy escasa competitividad en comparación con un trabajo sobre psicología del tráfico vial. De igual modo naufraga un proyecto sobre problemas de fundamentación de la axiología frente a otro que proponga indagar, por ejemplo, el papel de la pedagogía de los valores en el trabajo con marginados escolares. No hay, pues, tanto una postergación de lo humanístico frente a lo científico, cuanto una postergación de la investigación teórica frente a la investigación aplicada, como si la segunda fuera posible sin la primera. Esta fuerte ruptura, en las prácticas sociales, de la cultura tecnológica, que parece prometer la resolución rápida y económica de los problemas, con los ideales de una comprensión teorética del mundo ha impregnado la mentalidad social en todas direcciones, y acabará por condicionar los ideales del sistema educativo, en su conjunto, en una dirección difícil de prever en sus consecuencias.

(c) Ruptura de la cultura de lo visual con la cultura escrita.

La potencia formidable con que el actual predominio de la cultura visual ha tenido efectos sobre la educación, e incluso sobre el modo de subjetivación, ha sido analizada, de forma provocativa y sugerente, en la obra de G.Sartori Homo videns.La sociedad teledirigida.(1998).
El libro de Sartori constituye, como muchos ensayos que alcanzan amplia difusión, un diagnóstico discutible y un síntoma cierto. El amplio nivel de difusión alcanzado es sintomático de que ha conseguido señalar un malestar compartido acerca de una experiencia –el retroceso de la importancia social de la cultura escrita— que puede dar pié a tratamientos teóricos diferentes y hasta contrapuestos entre sí. En la sociedad actual, la cultura escrita no desaparece, pero cede el lugar central en la formación de la conciencia, individual y colectiva, a la cultura audiovisual, como en tiempos de Platon la cultura oral cedió su lugar a la cultura escrita, que configuró la tradición y la formación occidental tal como la conocemos. Un cambio del soporte material de la transmisión comporta un cambio sustancial de lo transmitido, de sus posibilidades creativas de auto-configuración, y de los modos de apropiación de la experiencia por los sujetos. Si la expresión “cambio de civilización” tiene sentido, lo adquiere justamente en momentos históricos como esos. Sin embargo, nada es más incierto teóricamente que el diagnóstico de una crisis; si es cierto que un cambio en los modos de almacenar y comunicar lo que sabemos implica cambios en los modos de subjetivación, y en los vínculos sociales, también lo es la falta de transparencia de esa condición de posibilidad de la experiencia para los sujetos directamente afectados.
El interés, para nuestro tema, del análisis de Sartori, consiste en su forma de presentar el fenómeno como una mutación antropológica que parece estar aconteciendo y que, de ser cierta, haría que las generaciones actuales de jóvenes fueran refractarias a la cultura simbólica y, por tanto, al pensamiento reflexivo que sólo se expresa en ella.
De este modo, el anuncio de que “hacia finales del siglo XX, el homo sapiens ha entrado en crisis, una crisis de pérdida de conocimiento y de capacidad de saber” sería la consecuencia necesaria de la emergencia de un nuevo “homo videns” para el que “la televisión no es un anexo; es sobre todo una sustitución que modifica sustancialmente la relación entre entender y ver”(36); de esa sustitución de vías para acceder al procesamiento de lo real se sigue que “la televisión no es sólo un instrumento de comunicación; es también, a la vez, paideia, un instrumento “antropogenético”, un médium que genera un nuevo ánthropos, un nuevo tipo de ser humano”(36).
El hecho de señalar la televisión como dispositivo, como causa de esa crisis, atribuye al diagnóstico una apariencia de explicación contundente; me parece, sin embargo, que tal concreción es incierta y que la propia presencia masiva de la televisión en la forma de vida de las sociedades actuales, se entiende mejor como síntoma de un cambio que requiere explicación, que como causa de una mutación antropológica.
Sartori apela a Cassirer para caracterizar la “naturaleza humana”: “Lo que hace único al homo sapiens es su capacidad simbólica”
[1], para operar inmediatamente una reducción de lo simbólico a lo conceptual. En el propio texto de Cassirer que se cita, claramente éste entiende su definición del hombre como “animal simbólico” en el sentido de una ampliación de la definición clásica aristotélica del hombre como “animal racional”;
Cassirer ha afirmado la racionalidad humana como una parte de la capacidad simbólica considerada como un conjunto plural considerablemente más amplio. En estos términos no se puede negar que los “telemedios” ejercen nuevas formas de lingüisticidad simbólica, en forma de lenguajes que les son propios; a mi juicio, sin embargo, el lenguaje televisivo no rompe necesariamente con la capacidad simbólica que caracteriza al hombre: la desarrolla en otro medio, lo que no constituye, por sí mismo, un empobrecimiento, sino una ampliación.
Sin embargo, cuando el medio televisivo toma sus contenidos de otro lenguaje --y aquí hemos ya de pensar en la literatura, en sentido amplio, y en la prensa escrita-- el carácter específico de su lenguaje crea otros dos tipos de problemas que afectan directamente a nuestro tema. El primer problema, a mi juicio de carácter social y no antropológico, es el que surge cuando el segmento de tejido simbólico que los “telemedia” representan se convierte en el único lenguaje que entiende la generalidad de la sociedad, a expensas del lenguaje de la reflexión. El segundo problema, o grupo de problemas surge, en este supuesto, con aquellos contenidos de las otras formas simbólicas, que son intraducibles al lenguaje visual. Si llegamos a suponer una sociedad que sólo entiende el lenguaje de la imagen, es obvio que partes esenciales de nuestra cultura viva y de la historia cultural que configura nuestro mundo --como la filosofía, por poner un ejemplo-- se convertirían en inaccesibles e inutilizables para esa sociedad hasta un punto grotesco o suicida, porque ese mundo no podría sencillamente funcionar. El argumento de Sartori da esta hipótesis por hecha sobre una combinación prematura de hechos sociales con una lectura estrecha de su caracterización del homo sapiens.
Aunque tal diagnóstico tenga un punto de exageración, lo que sí parece cierto, y el profesor lo nota, es que la televisión, como sustituto de la formación, produce para grandes segmentos sociales que no nutren su conciencia por otros medios, la falsa sensación de estar bien informados, que les impide ser sujetos activos, y acentúa en sus conductas la presión de conformidad con lo que pasa, o con lo que en televisión se dice que pasa; el conformismo que se deriva, la inacción o la acción impropia, es un producto de estrategias informativas diseñadas, y de ningún modo el efecto perverso de un falso empirismo. La sociedad que, por sus potenciales tecnológicos, podría ser más transparente que ninguna de las que le han precedido, crea sus propias zonas de opacidad funcional; al empobrecimiento dirigido del lenguaje de la reflexión le sigue un empobrecimiento de la actividad social, lo que restringe el potencial democratizador y participativo de los medios de comunicación de masas.
De este modo, la influencia de los telemedios plantea, al menos, dos graves tipos de limitaciones con las que debe contar la enseñanza de la filosofía: el predominio de un lenguaje visual poco apto para el desarrollo de la actividad reflexiva, y la tendencia a hacer del homo videns un espectador del mundo poco inclinado a asumir los compromisos activos propios del sujeto al que tendía el ideal formativo.

(d) Ausencia de un modelo unitario de ser humano.

que actúe como modelo final del proceso. No sólo ha muerto el sujeto; han muerto las profesiones estables en que se basaba la idea weberiana de la profesión como destino, lo que produce el fenómeno que Sennett ha llamado “La corrosión del carácter”(2000).
En el modelo de subjetividad que presenta la teoría de la formación, el trabajo, como forma de apropiación de la experiencia y, a su vez, de expresión de la subjetividad objetivada en su producto, ocupa un lugar central. Es cierto que esta concepción del trabajo resulta una idealización si la comparamos con los empleos reales en los que la mayoría de los miembros de la sociedad se ganan la vida, o se la ganaban hasta no hace mucho tiempo. Una vez más, lo que la experiencia actual nos muestra no es ya la crisis de una determinada comprensión dialéctica del trabajo como proceso de interacción entre el sujeto y el objeto; la experiencia que el libro de R.Sennett nos muestra es la del cambio profundo de las prácticas laborales en la sociedad actual, pensada como sociedad de “capitalismo flexible”. En la época inmediatamente anterior, el trabajo consistía en una rutina estable, que permitía una carrera predecible, lo que proporcionaba al trabajador ciertos hilos con los que tejer una identidad coherente: debía adquirir determinadas habilidades que le harían valer como competente, ante sí mismo y ante los demás; podía planificar objetivos, cuya adquisición valía como un progreso, para él y para su familia; y su lealtad a la empresa era compensada con una estabilidad que le hacía ocupar un lugar identificable en la sociedad. El trabajo rutinario, estable y donador de status facilitaba una construcción de identidad personal, y de auto-estima, a la que siempre se llamó “carácter”. Como dice Sennett, “el carácter se centra en particular en el aspecto duradero, “a largo plazo”, de nuestra experiencia emocional. El carácter se expresa por la lealtad y el compromiso mutuo, bien a través de la búsqueda de objetivos a largo plazo, bien por la práctica de postergar la gratificación en función de un objetivo futuro”(p.10).
La situación presente de “capitalismo flexible” se caracteriza, en cambio, por la des-burocratización y des-regulación del trabajo, lo que exige al trabajador que sustituya la rutina por la disposición al cambio en el empleo, y/o al cambio de empleo; se presenta como un incremento de libertad lo que, en la práctica, supone la implantación de nuevos controles, más ilegibles que los anteriores. En tal situación de mercado laboral marcado por la movilidad, la transitoriedad, la innovación y los proyectos a corto plazo, reconoce Sennett, “es totalmente natural que la flexibilidad cree ansiedad: la gente no sabe qué le reportarán los riesgos asumidos ni qué caminos seguir”(p.9). Pero si “el carácter se relaciona con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que queremos ser valorados”, se pregunta Sennett “¿cómo decidimos lo que es de valor duradero en nosotros en una sociedad impaciente y centrada en lo inmediato? ¿cómo sostener la lealtad y el compromiso recíproco en instituciones que están en continua desintegración o reorganización? Estas son las cuestiones relativas al carácter que plantea el nuevo capitalismo flexible”(p.10). El desarrollo de su tesis, que no procede que sigamos, es de gran calado sociológico para comprender los cambios sociales en que estamos inmersos; pero lo que aquí nos importa señalar es que el cambio en la experiencia vivida que señala, marca una ruptura de la función que el trabajo y el “tiempo predecible” cumplían en la formación generalizada de la identidad personal, en la que se apoyaban, en última instancia, los ideales de formación del carácter. Una identidad cambiante y angustiada, expuesta a cambios laborales profundos a lo largo de una vida activa, trufada de periodos de inactividad, plantea retos nuevos a nuestra forma de comprender el proceso educativo y hasta a lo que hemos de entender por virtudes personales. Tal crisis generalizada en la identidad de los sujetos es otro de los retos mayores que el educador actual ha de afrontar en la práctica.


La modificación de la filosofía


A las transformaciones sociales y culturales que acabamos de referir, y que el profesor ha de sentir como otros tantos retos a una acción pedagógica que se realiza en el presente, pero tiene efectos duraderos en el futuro de las personas que educa, se les añade la dificultad insoslayable de que, el profesor que enseña filosofía no transmite un corpus doctrinal definido, sino, como hemos visto, una capacidad, reflexiva y crítica, de interpretar el mundo que ha de ser máximamente sensible a esas mismas transformaciones que, como hemos visto, además le son hostiles. La máxima dificultad, sin duda, deriva del hecho de que se enseña filosofía, en el sentido de “lo que han dicho los filósofos” y, a la vez, de forma inseparable, se quiere enseñar a filosofar, como modo de insertarse reflexivamente en el mundo del presente.
La filosofía es un doble compromiso: con la novedad del presente, de lo que se presenta, y con la racionalidad que, al presenciarlo, se constituye. La sociedad no es para ella una exterioridad, sino una condición transcendental; la actividad filosófica ha respondido a ella, en la ilustración griega como en la moderna, creando certezas racionales en las que funda el vínculo social, mas allá de la tradición y la creencia. En nuestro siglo, en diálogo con las transformaciones sociales que acabamos de describir, se hace evidente que la filosofía no puede concebirse ya como una contemplación teorética cuya relación con la sociedad sea la de una aplicación, según el modelo de la aplicación técnica de una teoría científica; el que enseña filosofía ha de contar con sus modos de pensar el cambio en la relación de lo teórico y lo práctico, y la transformación profunda del sujeto de las que hemos venido hablando; en diálogo con los contemporáneos, el profesor se encuentra, por poner ejemplos de los que ha de dar cuenta, con que Heidegger rompe la ilusión teoreticista al ubicar la comprensión en el quehacer, como Adorno niega la praxis como aplicación de una filosofía de la historia; y esa alteración de la autocomprensión de la filosofía no sucede sólo en el ámbito de la fenomenología o de la teoría crítica; algo se quiebra también en la tradición analítica cuando Wittgenstein afirma que “ la certeza no es necesaria para la acción en el sentido de que debe ser determinada de antemano, sino que está en el obrar mismo, es inmanente a la acción” ( Gerd Brandt, Los textos fundamentales de Wittgenstein, p. 25). La comprensión teórica y la certeza son modalidades de la acción, no un corpus teórico previo y distinto; cuando la acción se diversifica, en sociedades complejas como las actuales, la búsqueda de la certeza que es la filosofía se disemina como los propios vínculos sociales. La novedad de éstos en el presente es, por sí misma, un novum filosófico; por eso no es útil volver, para entenderlo, a las etiquetas de la contraposición moderno/post-moderno: lo que se altera es la filosofía como forma de ejercer la relación entre comprensión y acción. El fin de la era de las imágenes del mundo, que Heidegger diagnostica, o la distancia no reductible que, según Adorno, existe entre la lógica del concepto y la experiencia del particular, apuntan en esa misma dirección; la filosofía, en un mundo socialmente racionalizado, sistémico, no puede actuar como sustituto de ningún fundamentalismo, limitándose a sustituir creencias incuestionables por certezas conceptuales. La filosofía no puede convertirse en sistema de conceptos que fundamenta una forma de vida racionalizada en sustitución y continuidad de las formas de vida basadas en las tradiciones.
La aceptación del carácter final y abarcante de la acción altera nuestra forma de entender el ejercicio de la filosofía en nuestras sociedades. El fin del teoreticismo no es, sin embargo, un irracionalismo; significa, más bien, la ubicación de la reflexión en y cabe la acción; y significa también el reconocimiento de que la complejidad sistémica de estas sociedades es, como ha subrayado Edgar Morin, un fenómeno central que no se deja eludir, ni se deja prever y manejar con lógicas convencionales. La filosofía ha de elaborar lógicas para la complejidad, y ésta ha de ser comprendida en posición de participante y no sólo de observador. La reflexión filosófica ha de captar en nuestro mundo lo que Pierre Bourdieu ha llamado “lógicas prácticas”, para ejercer su compromiso constitutivo con la racionalidad, y estar a la altura de las novedades problemáticas que plantea la sociedad presente.
El cambio del paradigma intelectual, que ha llevado a la educación del ideal formativo de un sujeto autónomo a la crisis del humanismo y el teoreticismo, la priorización de las tecnologías y los saberes aplicados, el predominio de lo visual sobre lo intelectual, las proclamaciones de “muerte del sujeto” o, al menos, de drásticos cambios en los modos de subjetivación, la ausencia, en suma, de un ideal, susceptible de ser compartido, de lo que deba ser un ser humano, impide que podamos sentirnos sencillamente herederos de nuestros clásicos. No basta para entender nuestra sociedad la mera reformulación del pensamiento de Kant o de Aristóteles, realizada tras la advocación del prefijo “neo”, ni siquiera críticamente aplicado. Se precisa, a mi juicio, una sensibilidad más directa para los fenómenos sociales que esos pensadores no tuvieron ante los ojos, aunque seamos herederos de sus enseñanzas, o precisamente porque queremos serlo. Bastará apuntar tres de los aspectos ya analizados de nuestra sociedad para comprender los nuevos retos del compromiso filosófico actual, que también afectan a la enseñanza de la filosofía; me refiero a los que plantean la transformación racionalizadora del vínculo social, la alteración que las técnicas de comunicación producen en la esfera de lo público y la construcción de identidades; y, por último, a la alteración tecnológica de lo que, ya en nuestro siglo, Scheler llamara “el puesto del hombre en el cosmos”, con la consiguiente transformación del concepto ético de responsabilidad. Con la formulación, un poco más precisa, de los retos que de ahí se derivan para el pensamiento filosófico acabaré mi intervención.
Una rápida reflexión sobre el carácter racionalizado del vínculo social nos pone en la senda de una problemática señalada por Max Weber al hablar del “desencantamiento del mundo” por la pérdida implacable del aura de sentido que aún otorgaban la tradición y la religión cuando actuaban como fuerzas constituyentes de vínculos para la sociedad en general; es el mismo fenómeno que, desde una categorización marxista, Lukács apuntaba bajo el concepto de “fetichización de la mercancía”; esos efectos, no buscados pero inevitables, de la extensión progresiva de los fenómenos de racionalización hacen hablar a Adorno de la modernización como una dialéctica negativa; a cada realización de la racionalidad acompaña, como su precio y su sombra, un incremento del dominio del hombre sobre la naturaleza, sobre el otro hombre y sobre sí mismo; se hace imposible ser hegeliano precisamente porque Hegel acertó: el mundo se ha vuelto racional y, por eso mismo, inhabitable; después de Auschwitz es imposible pensar el progreso de la razón como un incremento de libertad, y la ecuación del optimismo ilustrado se rompe inevitablemente. En las últimas décadas del siglo, la razón, encarnada por los lazos del sistema económico, se globaliza, pero la acción social, que habría de limitar su esfera e introducir sentido, valores y objetivos, se ausenta: ni con el mayor esfuerzo consigue identificarla Alain Touraine, ni la compleja esfera habermasiana de la racionalidad comunicativa encuentra lo que Kant pedía para la tesis del progreso histórico: un punto de anclaje en la experiencia. La filosofía está, por programa propio, casi por definición, comprometida a repensar los postulados de una acción social con sentido, de una política participativa, de una racionalidad compatible con la libertad; pero no puede hacerlo reiterando gestos teóricos que ya están consumidos. Crear conceptos para redefinir este espacio es el primer reto de la filosofía para con nuestra sociedad.
La delimitación de la esfera de lo público y los procedimientos de construcción de las identidades de sujeto son cuestión filosófica desde la República platónica, y tema central de las filosofías políticas modernas, en la línea de Locke o en la de Rousseau. Pero las realidades sociales a que esos conceptos se refieren han experimentado también una mutación de fondo, como hemos visto en los respectivos análisis de Sartori y de Sennett
La participación simétrica en la esfera de lo público ha sido, y sigue siendo, un postulado normativo de la noción de democracia, idéntica en éste aspecto a las condiciones de posibilidad del ejercicio de la racionalidad; pero ya en la mitad de siglo, Hannah Arendt denunciaba la invasión de esta esfera de la libertad por la lógica de la necesidad, ya procedente de la esfera económica, ya procedente de la voluntad de dominio de oligarquías políticas. Las décadas posteriores han presenciado la conversión de ese espacio de creación e intercambio simbólicos en una propiedad, si no exclusiva sí predominante, del símbolo convertido en mercancía; la llamada industria del ocio ha impreso su lógica al resto de los intercambios, dando su configuración propia al intercambio cultural y artístico, a la información y a la presentación y contenidos del propio discurso político; el espacio público, en consecuencia, pierde la lógica de la comunicación y la interacción racional, con lo que se produce la contradicción profunda que representa una sociedad hiperinformada y, a la vez, indiferente a la participación política y volcada a lo privado. No ha de extrañar, como consecuencia, la desaparición de las identidades, individuales y colectivas que, construidas narrativamente, ejercían como sujeto de la acción social. Pensar de nuevo los conceptos que hacen posible una nueva creación de ese espacio es el segundo reto del filósofo para con la sociedad actual.
Seré muy breve, para terminar, al señalar el ámbito del tercer reto, que se refiere al concepto de responsabilidad en un mundo tecnificado, que puede diferir en el tiempo histórico durante varias generaciones los efectos destructivos de las decisiones tecnológicas coherentes hoy con nuestro estilo de vida; el hecho de que podamos colocar bajo la categoría de “deber” la preservación del ozono o de la masa forestal, o que pueda hablarse en términos morales del código genético, saca a la superficie la mutación profunda de eso que Scheler llamaba “el puesto del hombre en el cosmos”. Algo cambió profundamente en la autocomprensión de la humanidad aquel uso de la energía nuclear, en los años cuarenta, que hacia fácticamente viable lo que Kant aún llamaba “estilo terrorista de imaginarse la historia humana”; Kant rechazaba la hipótesis terrorista alegando: “la caída a peor no puede continuar sin cesar en la historia humana, porque al llegar a cierto punto acabaría destruyéndose a sí misma” (1798. E. Kant, Filosofía de la Historia, p. 99). No es posible inferir de su contexto si esta imposibilidad le parece fáctica o lógica; es, en todo caso, para él un absurdo incompatible con la dignidad racional de una historia humana; en nuestro tiempo, sin embargo, no sólo la tecnología física lo ha hecho posible; la teoría de juegos ha ilustrado a los políticos sobre el uso de esa posibilidad como instrumento político de disuasión; después de eso, la palabra “política” no ha vuelto a significar lo mismo que antes. El aumento de poder tecnológico deja de ser mera acumulación y se convierte en transformación cualitativa en el momento en que hemos de aceptar la responsabilidad moral y política de la naturaleza, hasta ahora considerada como objeto, y de las generaciones de un futuro que no veremos, cuyos derechos han de tener voz en nuestro presente. La tematización conceptual y práctica de eso que Hans Jonas ha llamado “el vacío ético” es el tercer reto que la novedad del presente plantea como deber ineludible del filósofo para con la sociedad de nuestro tiempo.
Seguramente he introducido más preguntas que respuestas, más dudas que certezas, en este repaso de los retos que la filosofía y su enseñanza tienen planteados en este momento; espero que estos motivos de perplejidad, lejos de desanimar, sean un acicate para nuevos planteamientos de quienes están comprometidos en esa tarea; y para quienes, sin estarlo profesionalmente, todavía esperan algo del devenir de la filosofía.

[1] G.Sartori,op.cit., p.23.