"La filosofí­a no es el arte de consolar a los tontos; su única meta es enseñar la búsqueda de la verdad y destruir los prejuicios"; Marqués de Sade.

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martes, septiembre 12

La crítica nihilista del conocimiento en Nietzsche


Jürgen Habermas

La obra de Nietzsche ha ejercido una particular fascinación en el período de entreguerras, sobre todo en Alemania. El pathos de sus juicios y de sus prejuicios, las impresionantes fórmulas de su filosofía de la decadencia y la seductora proposición de los «afectos que dicen sí», han determinado el carácter espiritual y los planteamientos de toda una generación de intelectuales seudoradicales, descontentos de la tradición occidental. Mentes tan heterogéneas como Oswald Spengler, Carl Schmitt, Gottfried Benn, Ernst Jünger, Martin Heidegger e incluso Arnold Gehlen muestran afinidades en este apasionamiento; son ejemplos de un efecto que deriva más hondamente de las expresiones del pensamiento que del argumento aislado. Nietzsche configuró y robusteció por entonces una mentalidad que, ciertamente, no ha quedado delimitada en modo alguno a los «revolucionarios de derecha». Todo esto nos queda atrás y nos es casi incomprensible. Nietzsche ha perdido por completo su capacidad de contagio.


LA DISCUSIÓN FILOSÓFICA EN TORNO A NIETZSCHE

La influencia directamente literaria estuvo acompañada en los años veinte, y al principio de los años treinta, de una discusión filosófica sobre la concepción del mundo de Nietzsche. Los tres elementos centrales de su doctrina: el surgimiento del nihilismo, la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo fueron, sobre todo, reconstruidos como tesis de un escritor filosófico e investigados en su conexión mutua. La forma implícita de una filosofía no sólo asistemáticamente expuesta, sino ajena por principio a la argumentación y obediente tan sólo a la disciplina de la concisión aforística, ofrece a la interpretación un inusitado margen de libertad. Dicho margen ha invitado con demasiada frecuencia a los intérpretes a utilizar a Nietzsche como pantalla de proyección de la propia filosofía. Así demuestra Klages[i] en Nietzsche una contraposición metafísica entre vida y espíritu; Bäumler[ii] extrae de Nietzsche una filosofía del poder bien contemporánea; Jaspers[iii] diluye en símbolos las afirmaciones de Nietzsche y fija su mirada en el movimiento trascendente del pensar; Heidegger[iv] interpreta a Nietzsche como fin y viraje de la metafísica occidental -un último y grande ejemplo del ocultamiento de la verdad del ser; e incluso Löwith[v], a pesar de mantener cuidadosamente ante la vista el conjunto de la obra filosófica de Nietzsche, utiliza empero la doctrina del eterno retorno para demostrar su propio retroceso desde la cima de lo moderno, es decir su vuelta del pensamiento histórico a la concepción cosmológica de la antigüedad.

Tras la segunda guerra mundial, la discusión alemana en torno a Nietzsche encuentra un eco en USA y en Hungría. Walter Kaufmann[vi] sitúa enérgicamente los fragmentos de doctrina filosófica de Nietzsche en conexión con la crítica de la religión, y por tanto con la tradición ilustrada de la edad moderna. Una mitigación clasicista del concepto de «superhombre» le permite prescindir totalmente de aquellas implicaciones que han sido, no obstante, decisivas para la historia de la influencia política de Nietzsche. En ellas se concentra Lukács,[vii] quien concibe a Nietzsche como el filósofo que en el período imperialista llevó por vez primera a expresión explícita la corriente, nacida con el Romanticismo, de un irracionalismo típicamente alemán, dependiente del retardado desarrollo social.

La discusión filosófica habida hasta ahora con Nietzsche tiene algo de común, por muy heterogéneos que hayan sido los puntos de vista interpretativos y por difícilmente que se dejen armonizar entre sí las distintas interpretaciones: el haberse movido dentro de la dimensión elegida por el mismo Nietzsche. Ha seguido el impulso que brotó de la ruptura con la gran filosofía, a mediados del siglo XIX, y de cuyas consecuencias prácticas cobró Nietzsche aguda conciencia asignándoles la etiqueta de nihilismo. La discusión filosófica ha conectado con la experiencia fundamental de Nietzsche: la constatación de que la pretensión, clásicamente abrigada por la teoría, de comprender la esencia del mundo y mediante ello orientar al hombre en su acción, no puede coexistir por más tiempo con las pautas de la ciencia moderna (ni resiste a una crítica de la ideología de orientación positivista regida por esas pautas). Nietzsche ha despojado de su pretensión teorética a las tradiciones de fe de la religión judeocristiana y asimismo de la filosofía griega, reduciéndolas a apelaciones de la legislación moral, a motivaciones del obrar y de la consolidación normativa del poder. Las orientaciones del obrar resultan depender tan sólo de «valores», que prescinden de un nexo teorético, y con ello de la posibilidad de una fundamentación crítica: aquí está, precisamente, el escándalo. Al no poder liberarse de la exigencia filosófica de concebir lo que es y lo que debe ser, y al tener que sostener a la vez que esa exigencia es filosóficamente irrealizable, se le planteará a Nietzsche un problema que en modo alguno se plantea al positivismo.

Nietzsche no se conforma con la solución escéptica de aquel nihilismo pasivo que se aferra a la indiferencia frente a un pluralismo de valores; él encuentra absolutamente la misma insuficiencia en el decisionismo, que se le antoja una confirmación activista de la irracionalidad de los valores. Más bien intenta, a través de la reflexión sobre la génesis del nihilismo, rescatar el fundamento que posibilite de nuevo una visión orientadora del obrar: «¿Por qué, pues, es necesario el surgimiento del nihilismo? Porque son los valores que hasta ahora hemos tenido los que llegan con él a su última consecuencia; porque el nihilismo es la lógica, pensada hasta el fin, de nuestros grandes valores e ideales -porque hemos de vivir primero el nihilismo para llegar así tras lo que propiamente sea el valor de esos «valores»... Tenemos necesidad, cuanto antes, de nuevos valores...»[viii]. Los nuevos valores reclaman un proyecto filosóficamente fundado de orientaciones del obrar futuro, no proyecciones arbitrarias para una praxis ciega.

Nietzsche ha ensayado darnos esta fundamentación filosófica de la transmutación de todos los valores con una teoría de la voluntad de poder y con la hipótesis del eterno retorno de lo mismo. La conexión de cada uno de estos dos fragmentos de doctrina con un nihilismo «pensado hasta el fin» como resultado de una crítica de la moral que se extiende a toda la tradición occidental, es iluminadora: el fin del pensamiento teleológico, el fin de un objetivismo, ante el cual las creaciones subjetivas habían cobrado el carácter de estructuras subsistentes en sí mismas, es igualmente ratificado por la libre productividad de una voluntad de poder consciente de sí, como, asimismo, por el resignado reconocimiento del curso cíclico de la naturaleza, indiferente para con los sujetos. Menos iluminadora es, sin embargo, la relación dialéctica que guardan entre sí estas dos tesis, al parecer inconciliables. En la discusión filosófica que he mencionado se delinean, en principio, cuatro propuestas de solución. Las dos primeras son simples, pero, evidentemente, se quedan cortas: o bien una de las dos tesis, la doctrina del eterno retorno, es postergada en favor de la otra, o bien son las dos desdibujadas hasta el extremo de que su conciliación deja de ser problema. Los otros intentos se dirigen a establecer entre ambas tesis un orden serial, tanto lógico como histórico-psicológico. Por una parte, está el intento de concebir la hipótesis del eterno retorno como la doctrina propiamente afirmativa de Nietzsche: la tesis de la voluntad de poder no representa más que el estadio de reflexión en el que la conciencia moderna se hace cargo de sus, hasta entonces velados, presupuestos nihilistas, y se supera a sí misma en favor de un retroceso a la concepción antigua del mundo. A este intento se opone frontalmente el otro, que consiste en interpretar como mero tránsito la tesis del eterno retorno de lo mismo: esta doctrina tiene el valor de instalarse como ejercicio que nos libera del anatema del pensamiento teleológico y nos deja por ello inicialmente en situación de remontarnos más allá de las tradiciones morales, en las cuales ha quedado eventualmente dogmatizado un complejo particular de las condiciones de vida, y reconocer la voluntad de poder como la condición general de la razón práctica.

Yo no quisiera entrar en esta discusión, porque no estoy convencido de que aún tenga pleno sentido una confrontación directa con la filosofía de Nietzsche sobre la consumación del nihilismo. El supuesto filosófico de la discusión, a saber, la hipótesis de que sea factible interpretar los aforismos en su conjunto como un sistema, fue siempre cuestionable. El fragmento es, y no casualmente, la forma literaria de un pensamiento que busca sustraerse a la coerción del sistema. Mas hoy es totalmente discutible si la conexión de aquellos tres teoremas puede reclamar algo más que un interés histórico-cultural aislado. Las interpretaciones contrapuestas que han determinado la discusión mantenida hasta ahora sólo pueden ser comprobadas y corregidas si uno considera temáticamente la destrucción nietzscheana de las tradiciones occidentales, y no sólo la crítica de la ideología en general, sino el supuesto básico de la crítica de la moral de que «el instinto de decadencia se ha enseñoreado del instinto de ascensión». Basta tomar una de las frases nucleares de esta filosofía de la decadencia para reconocer en ella las líneas de aquella crítica de la cultura de «fin de siècle» específicamente burguesa, que tiene menos el aire de llegar a ser ella misma, tomada en serio, crítica de la ideología que de convertirse en objeto de ésta.

Otra cosa sucede con los argumentos formales que operan a la base del desarrollo temático de la tesis nihilista. La crítica de la moral tiene como presupuesto general la perspectiva de la interconexión de teoría y praxis vital. Nietzsche ha visto que las normas del conocimiento no son independientes por principio de las normas del obrar; que hay una vinculación inmanente entre conocimiento e interés. Aquí se apuntan, en mi opinión, los elementos de una teoría no convencional del conocimiento, que pueden servir para una investigación filosófica de intención sistemática.

Yo encuentro las bases para una reconstrucción de la teoría nietzscheana del conocimiento, que está implícita sobre todo en los fragmentos póstumos, en un trabajo de Alfred Schmidt[ix], que intenta hacer fructífero el pragmatismo de Nietzsche para una critica del conocimiento apoyada en Marx; y posteriormente en el notable libro de Arthur C. Danto[x], que parte de la crítica del lenguaje de Nietzsche y establece sorprendentes paralelismos con la filosofía analítica que arranca del último Wittgenstein. Hasta el presente, y desde las tempranas exposiciones de Rudolf Eisler[xi] y de Hans Vaihinger[xii], la teoría del conocimiento de Nietzsche apenas había encontrado un interés serio[xiii]. Por tanto, es hoy necesario plantear de nuevo la discusión.


CRITICA DEL HISTORICISMO

La crítica de Nietzsche se dirige por igual contra el concepto contemplativo del conocimiento y contra el concepto de la verdad como correspondencia. La teoría pura que, desligada de todas las relaciones prácticas de la vida, concibe las estructuras de la realidad de manera tal que las proposiciones teoréticas son verdaderas si corresponden a un ser en sí, es mera apariencia. Pues los actos de conocimiento están insertos en nexos de sentido que necesariamente se constituyen de antemano en la praxis vital, en el hablar y obrar. Ciertamente, la filosofía bajo esa apariencia de la teoría pura, como antes bajo mitos y religiones, ha producido un saber que permaneció referido a la praxis: las normas del mundo humano debían tomarse del orden de la naturaleza; lo que se contemplaba como cosmos podía transmutarse en ethos. Pero la ciencia moderna ha roto con esta categoría de conocimiento de la esencia. Igual que antes, esta ciencia quisiera reivindicar para sí la ilusión de la pura teoría, pero con las ontologías, con las interpretaciones, también referidas constantemente en secreto a la praxis, del ser en general, la relación de teoría y praxis se trastorna desde su fundamento. De las teorías científicas se sigue un saber técnicamente utilizable, pero no un saber normativo ni orientador de la conducta: «La ciencia averigua el curso de la naturaleza, pero no puede jamás impartir órdenes al hombre. Inclinación, amor, placer, dolor, exaltación, creación... nada de esto conoce la ciencia. Lo que el hombre vive y experimenta, tiene él que interpretarlo para sí desde alguna parte; y de acuerdo con ello, valorarlo»[xiv].

Por aquel entonces Nietzsche, en la primera mitad de los años setenta, tuvo todavía ante los ojos un modelo de un conocimiento «que permanecía al servicio de la vida»: el conocimiento del historiador. Aquí, en el dominio de las ciencias histórico-filológicas que habían tomado su gran impulso precisamente con la escuela histórica, parecía poder conservarse aún, al menos en principio, aquel vínculo entre vivir y conocer que había sido desgarrado por la moderna ciencia natural y, en pos de ella, por una destrucción positivista de la filosofía. La segunda de las Consideraciones intempestivas trata de «La utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida», porque Nietzsche ve en el desarrollo metódico de las ciencias contemporáneas del espíritu el peligro de que el saber orientador de la conducta sea también arrojado de este refugio. El historicismo es la forma en que las ciencias del espíritu sé independizan de la praxis y disuelven el último vínculo entre conocimiento e interés.

Ya antes de que el «sentido histórico» y la «cultura de la comprensión omnímoda» hayan encontrado en Dilthey su gran defensor metodológico y su brillante teorizador, investiga Nietzsche la problemática de una posición que encuentra en cualesquiera objetivaciones del espíritu un motivo de reproducción empática. La presentación estética de un universo de hechos espirituales conduce, en verdad, a una anestesia del sentido histórico: coadyuva al enriquecimiento de una interioridad caótica, pero hace al hombre insensible para una tradición que es relegada al mutismo del museo. Dado que los procedimientos positivistas de las ciencias del espíritu no sólo requieren que se reflexione sobre la dependencia de intereses dogmáticamente limitativos, sino que también, y como precio de la objetividad del conocimiento, llevan consigo una extinción general de la subjetividad del cognoscente, el historiador pierde el acceso a la historia misma. Sólo en la medida de una participación en la trama vital, y aún operante, de la historia, puede ser ésta apropiada teoréticamente. «Una vez quedan las personalidades vaciadas de la manera descrita, hasta haber logrado imponerles una perpetua falta de subjetividad o, como se dice, objetividad, entonces resulta imposible hacer nada con ellas; no importa qué sea lo bueno y justo que pueda haber sucedido, trátese de una hazaña, de poesía o de música: inmediatamente mira el vacuo erudito por detrás de la obra y pregunta por la historia del autor»[xv].

De nuevo es la independización del conocimiento respecto de la praxis lo que desasosiega a Nietzsche. La narración histórica trocada en ciencia relega las tradiciones vigentes a un área ausente de compromisos, en vez de mover a apropiárselas en una reflexión rica en consecuencias para la praxis. Su única conclusión práctica es: «en todas las épocas fue diferente; ¡nada importa cómo seas tú!»[xvi]. A esta neutralización de las consecuencias del saber histórico que sirven de orientación para la acción corresponde ciertamente la palpable consecuencia de una praxis intacta de teoría, entregada a los intereses naturales, sustraída a los impulsos que garantizan la madurez: «Pero esto precisamente sólo quiere decir: los hombres deben ser educados para cumplir los objetivos de la época, para que así, oportunamente, ayuden en lo posible; deben trabajar en la fábrica de las utilidades generales antes de alcanzar la madurez, al objeto, ciertamente, de que no la alcancen nunca, pues esto sería un lujo que arrebataría una cantidad de fuerza «al mercado de trabajo»[xvii].

Nietzsche dilucida las funciones que puede asumir una historia no enajenada de la praxis vital y que ha asumido en la conciencia histórica de los pueblos, considerando los ejemplos de la historiografía monumental, la historiografía de anticuario y la historiografía crítica. Las tres se ajustan al principio de que el conocimiento del pasado es buscado en servicio del presente y del futuro. Reaccionan a necesidades que proceden de la misma trama objetiva de la vida y requieren determinadas formas de elaboración de la tradición. La historiografía monumental se dirige a «la grandeza del pasado», que se contrapone al presente con la fuerza imperativa del modelo. Cuando la violencia de muertas tradiciones paraliza la vida presente, cuando la continuidad de la historia debe saltar en pedazos, presta aliento el ejemplo del pasado «-¡esto fue posible una vez, y por tanto también ahora será posible de nuevo!-» para romper con las rutinas del presente. La historiografía de anticuario procede en cambio justamente cuando amenaza romper la continuidad de la historia y las interpretaciones de la vida que sólo son capaces de dar sentido al presente amenazan ser oprimidas o niveladas en una conciencia ahistórica. Esta erosión de lo tradicional es contrarrestada por un pensamiento vinculador que mantiene abierta la dimensión del recuerdo. Cierto que la apropiación de la tradición puede subsistir como aplicación viva a la situación presente sólo en la medida en que las ideas cargadas de futuro sean enérgicamente depuradas de lo apologético y oscurecedor que arrastren consigo. Sólo la historiografía crítica, que muestra «que todo pasado es (también) digno de ser juzgado» puede conducir a una liberadora reflexión sobre la historia como una serie de represiones, deseos insatisfechos y posibilidades frustradas.

Los tres tipos de historiografía señalan tres momentos de la reflexión histórica en general. Esta interpreta el lema de la historia como mensaje de oráculo: «Sólo como arquitectos del futuro, como conocedores del presente lo comprenderéis»[xviii]. Pero esto significa que el sujeto cognoscente no puede, en la consideración de la historia, prescindir del horizonte de su mundo; sólo desde él puede apropiarse un saber que reincide sobre las perspectivas de su obrar y cuyo horizonte configura y amplia. No es el prescindir metódicamente de las relaciones cognitivas del punto de partida de la hermenéutica lo que garantiza amplitud y serenidad a la conciencia histórica, sino aquella fuerza selectiva de la comunicación que Nietzsche llama «fuerza plástica» de un hombre, de una cultura: «me refiero a aquella fuerza de crecer peculiarmente desde sí mismo, de conformar y asimilar lo pasado y lo extraño, de sanar heridas, de sustituir lo perdido, de restaurar por sí las formas destrozadas»[xix].

Desde luego que estas consideraciones no conducen propiamente a las ciencias del espíritu a una reflexión sobre sí. Nietzsche tiene el convencimiento de que es la historiografía trocada en ciencia como tal lo que enajena inevitablemente a la descripción histórica y la aleja de la praxis vital. La crítica del historicismo como objetivismo de las ciencias del espíritu no se dirige, por tanto, contra una falsa autocomprensión ciencista de la historia contemporánea, sino contra la historia como ciencia: la constelación de vida y conocimiento sólo se ha alterado «por la exigencia de que la narración histórica debe ser ciencia». La hermenéutica filosófica que se ha desarrollado desde una crítica inmanente, procurada fenomenológicamente, en Dilthey y en las bases de filosofía vitalista de la escuela histórica, ha llegado entretanto a un resultado diferente. Tampoco los rigurosos procedimientos de una investigación objetivizante pueden disolver el nexo lógico entre la comprensión hermenéutica y la precomprensión perspectivista de los intérpretes[xx]. Aquella constelación de vida y conocimiento, que Nietzsche postula para escribir la historia, puede ciertamente ser ocultada por la historia cientifista, pero nunca ser totalmente suprimida: ella determina inalienablemente la lógica de las ciencias del espíritu, cualquiera que sea el modo en que la autocomprensión objetivista lo pueda hacer olvidar. Nietzsche, por su parte, lleva su exigencia desde fuera al interior de la historia: ésta debe recuperar su significado para la praxis vital despojándose a sí misma, aun pagando el precio de una posible objetividad, de la camisa de fuerza de la metodología científica y dejando de ser ciencia estricta.

Incluso frente a las ciencias del espíritu era este postulado una exigencia. Aquí quisiera Nietzsche todavía tranquilizarse con la consideración: «No es la victoria de la ciencia lo que señala nuestro siglo XIX sino la victoria del método científico sobre la ciencia»[xxi]. Pero, claramente, no propone esta fórmula en primer lugar contra las ciencias de la naturaleza. Una exigencia análoga de romper con el pensamiento metódico se hubiera enfrentado aquí con el inconmovible corpus de la investigación. Además Nietzsche sabía que el nihilismo se apoyaba en las reglas de la crítica que primeramente había establecido la ciencia moderna. Aun cuando él quisiera salvar las intenciones del exigente concepto de una teoría que tiene significación para la vida, a pesar de la reconocida ruptura con la tradición, no podría desde luego salvarlas en contra del método científico -por tanto, en contra de la lógica de las ciencias de la naturaleza y del espíritu, cuyos modelos, empero, habían forzado aquella ruptura. Si Nietzsche quisiera hacer patente la posibilidad de un saber orientador de la conducta, su crítica no podría dirigirse sobre la concepción de la historiografía como ciencia, sino que más bien debería retroceder radicalmente hasta por detrás de la concepción científica del mundo para concebir el conocimiento como tal desde su anterior e inalienable vinculación con la praxis, en contra de toda ilusión, incluida la ciencista, del objetivismo. Este es el sentido de la «consumación del nihilismo».

Curiosamente, esta crítica radical del conocimiento se había introducido ya en 1873 con el ensayo Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, sin dejar huella alguna en la «Segunda consideración intempestiva», publicada sólo un año después[xxii]. Pero desde la mitad de la década de los setenta vuelve Nietzsche a tomar esta crítica. Ahora somete también a la ciencia moderna a la misma recriminación, moral y críticamente motivada, de ideología, para la cual hasta entonces se había limitado a proporcionar los cánones. Intuye que la autoconciencia ciencista de dicha ciencia ha abandonado ciertamente la pretensión normativa de conocer las esencias, pero en conjunto, al pretender la comprensión descriptiva de las leyes naturales y de la explicación causal de los sucesos naturales, ha aceptado en secreto la herencia del concepto contemplativo del conocimiento y del concepto de la verdad como correspondencia: «Alborea ahora en cinco o seis mentes tal vez, que también la física es, a lo sumo, una exposición y una ordenación..., pero no una explicación, del mundo»[xxiii].



UN CONCEPTO REVISADO DE LO TRASCENDENTAL

El ensayo Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral, que debe poner al descubierto las bases morales del concepto de verdad, deja ya adivinar el esbozo de la teoría nietzscheana del conocimiento. Nietzsche parte de dos funciones del conocimiento. El entendimiento es un medio de afirmación propia: está al servicio de la «adaptación» y del «dominio de la naturaleza». La proyección de mundos simbólicos refleja, por una parte, ilusiones y fantasías desiderativas que permiten una satisfacción virtual, compensación de fracasos y el disimulo de debilidades y peligros reales. La red de formas simbólicas que arrojamos sobre la naturaleza tiene, por otra parte, la función de poner bajo control un medio ambiente amenazador y asegurar la reproducción de la vida «lejos de los cuernos y agudos colmillos de las fieras». En ambos casos se apoya el entendimiento en el «instinto de crear metáforas», y por tanto en la energía fundamental de crear sentido simbólico. En ambos casos entra el mundo ficticio de los símbolos al servicio de la satisfacción de necesidades elementales; allí posibilita una simulación y sustitución fantásticas, aquí una disponibilidad técnica y un ejercicio fáctico de poder. En ambos casos debe, ciertamente, cumplirse la adicional condición de que el hombre no perciba como tales sus propias maquinaciones. Sólo la ilusión objetivista de que sus interpretaciones puedan ser básicamente verdaderas, y sus ficciones conocimiento, le confiere seguridad: «Sólo por el olvido del primitivo mundo de metáforas... sólo olvidándose el hombre de sí mismo como sujeto, y precisamente como sujeto que crea artificialmente, vive en tranquilidad, seguridad y coherencia»[xxiv].

El soterrado objetivismo que oculta que la subjetividad creadora de sentido es la que produce las condiciones de posible interpretación de aquello que tomamos como realidad, es condición de existencia de una especie que se conserva por virtud de la inteligencia. En cuanto es entrevista aquella ilusión, inmediatamente se desmorona también el correspondiente concepto de verdad en el sentido de un convencionalismo lingüístico. La posibilidad de verdad como objetividad de la validez de proposiciones está eo ipso puesta con el lenguaje, ya que la comprensión lingüística requiere el conocimiento intersubjetivo de reglas. El peculiar «instinto de verdad» es sólo un deber moral «que la sociedad impone para existir: ser veraz quiere decir usar las metáforas comunes, y por tanto, expresado moralmente: ...mentir según una convención establecida»[xxv].

El estrato elemental de la significación simbólica consiste en imágenes que son producidas poéticamente con ocasión de estímulos externos. Entre «imagen» y «excitación nerviosa» no existe, por tanto, ninguna relación unívoca y reversible de correspondencia; cómo haya de cambiarse el motivo externo en significación metafórica es algo que depende más bien de la subjetividad creadora de sentido; así ejercitamos «un juego de tanteo sobre el dorso de las cosas». Sólo la fijación convencional de determinadas metáforas proporciona a los productos de la fantasía una apariencia de correspondencia y con ello, de «verdad». Esta asimilación poética del entorno, la «metamorfosis del mundo en el hombre» se consuma realmente siempre en el marco de las formas gramaticales primitivas. Si nos moviésemos sólo en el estrato de las metáforas quedaríamos cautivos del mundo de los sueños. Sólo el aparato de conceptos y abstracciones funda un mundo intersubjetivo de vida despierta. Esta construcción de conceptos está preformada en el lenguaje.

En la gramática del lenguaje están incluidas las reglas según las cuales nosotros ordenamos categorialmente los contenidos metafóricos. «Esa artística forjación de metáforas presupone ya aquellas formas... Sólo por la firme persistencia de estas formas originales se explica cómo, desde las mismas metáforas, podría reconstruirse después, a su vez, un edificio de conceptos»[xxvi]. La ciencia se deja concebir como una continuación reflexiva de la abstracción situada inmanentemente ya en el lenguaje, e igualmente el arte como una continuación de la forjación originaria de metáforas al nivel del lenguaje desarrollado. El tipo de «hombre racional» es el científico, que desarrolla el entendimiento al servicio del dominio de la naturaleza; el artista, por el contrario, es el «hombre intuitivo». Aquél rechaza el mal, sin obtener, empero, felicidad de sus abstracciones; éste, al dar expresión a sus intuiciones, no sólo proscribe los peligros, sino que experimenta a la par «iluminación, entusiasmo, salvación». Por lo demás, Nietzsche exhibe en esta ocasión una especie de dialéctica negativa que hace saltar las categorías de la ciencia en el plano mismo del planteamiento científico y se deja guiar por intuiciones -un camino alternativo a la mística: «...el hombre enmudece, ...o habla en metáforas netamente prohibidas o en inauditas construcciones conceptuales, para, al menos a través de la destrucción y de la burla de las antiguas barreras de conceptos, corresponder creadoramente a la sugestión de la poderosa intuición actual»[xxvii]. Nietzsche no ha hecho, en cuanto yo alcanzo a ver, ningún uso de la posibilidad de justificar su propia teoría, incluso su teoría del conocimiento, bajo este punto de vista del hablar indirecto.

Ahora bien, si la ciencia se limita a desplegar el aparato categorial edificado sobre el lenguaje y objetiviza a la naturaleza dentro de este marco cuasitrascendental al tiempo que la analiza con vistas a una posible utilización técnica, entonces la más inmediata tarea de una teoría del conocimiento científico es repetir y revisar desde la lógica del lenguaje la crítica trascendental kantiana de la conciencia.

Una gran parte de los análisis dispersos, que se encuentran sobre todo en la obra póstuma, pero también en el primer libro de Aurora y en los textos reeditados de Humano, demasiado humano, de Más allá del bien y del mal y de El crepúsculo de los ídolos, puede entenderse también como un intento de deducir lingüístico-trascendentalmente las categorías. Las categorías, o «prejuicios de la razón», «tienen a nuestro lenguaje por perpetuo abogado. El lenguaje pertenece por su origen a la época de la más rudimentaria forma de psicología: el análisis consciente de las presuposiciones fundamentales de la metafísica del lenguaje, o dicho en nuestro idioma, de la razón, nos pone en presencia de un tosco fetiche»[xxviii].

El más viejo artículo de fe es el concepto del «yo» como una identidad. Esta identidad es proyectada a todas las cosas, con lo cual surge por vez primera la categoría de «cosa», de la que se pueden predicar propiedades -«si no nos considerásemos a nosotros mismos como unidades, nunca hubiésemos formado el concepto de "cosa"». En la primitiva forma gramatical de la proposición, la relación sujeto-predicado ha derivado hacia un esquema general de explicación. De análogo modo se ha fijado como forma gramatical la ficticia distinción entre el sujeto activo y el obrar mismo. Dicha distinción arrastra consigo las categorías de causa y efecto, pues la causalidad es representada según el modelo de una obediencia del sujeto agente ante las leyes: «Nosotros encontramos una fórmula para expresar un tipo de consecuencia que siempre se repite; con ello no hemos descubierto ninguna ley, ni mucho menos una fuerza, que sea la causa de la repetición de la consecuencia. El que algo suceda de tal y tal modo es interpretado aquí como si un ser obrase, siempre por obediencia a una ley o a un legislador:... el fallo se oculta en la poética intromisión de un sujeto»[xxix]. A1 igual que las categorías del entendimiento (y las reglas de la lógica), Nietzsche concibe también los esquemas perceptivos del tiempo y del espacio, las operaciones del contar y del medir (tiempos, espacios y masas) como ficciones, que adquirimos en el ejercicio de la gramática de nuestro lenguaje como a priori necesitante de toda posible interpretación tanto ordinaria como científica.

Pero si los prejuicios de la razón, que Kant había llamado juicios sintéticos a priori, tienen sus raíces en la estructura del lenguaje, y si la identidad del sujeto hablante, a partir de la cual había forjado Kant la unidad de la conciencia trascendental en general, el yo constituyente del mundo, es igualmente una ficción lingüística -entonces el aparato categorial no puede seguir llamándose trascendental en el sentido kantiano. Nietzsche cambia la pregunta: «¿Cómo son posibles los juicios sintéticos a priori?» en la pregunta: «¿Por qué es necesaria la fe en tales juicios?». Ciertamente que aquellos prejuicios de la razón siguen siendo trascendentales en el sentido de ineludibles condiciones subjetivas de toda posible interpretación lingüística de la realidad; pero no son de ninguna manera trascendentales en el sentido de validez apriorística, es decir, incondicionada. Porque están totalmente adheridos a las formas contingentes de nuestro lenguaje, y las reglas gramaticales del lenguaje son, como todo lo simbólico, una creación de la poiesis, de la actividad creadora de sentido. La compulsión que nos fuerza a tener por verdaderos los prejuicios a priori de la razón no resulta de que éstos sean «verdaderos» en un sentido trascendental; más bien es, al contrario, que el sentido de «verdad» resulta de la función necesitante del tener-por-verdadero. De ahí la pregunta de Nietzsche: ¿por qué es necesaria la fe en los juicios sintéticos a priori?

La respuesta de Nietzsche es: porque en esta necesitación lógica se impone la compulsión metalógica de la historia natural, que es cabalmente la necesidad práctica de la reproducción de la vida: «¿Hasta qué punto es nuestro entendimiento una consecuencia de las condiciones de existencia? Nosotros no lo tendríamos si no nos fuese necesario; y no lo tendríamos así, si no lo necesitásemos así, si pudiésemos vivir también de otra manera»[xxx]. Todavía más incisivamente: «En la constitución de la razón, de la lógica, de las categorías, ha sido decisiva la necesidad instintiva; la necesidad no de ‘conocer’, sino de subordinar, de esquematizar con una finalidad de comprensión y de cálculo... Las categorías son ‘verdades’ sólo en el sentido de que son para nosotros condicionantes de vida; así el espacio euclideo es una de tales ‘verdades’ condicionantes de vida... La necesidad subjetiva que nos dice que no podemos replicar a esto es una necesidad biológica...»[xxxi]. La fe en la verdad de los juicios sintéticos a priori se reduce a estimaciones de valor: nosotros preferimos en cada caso la simbólica que mejor corresponde a la tarea de aseguramiento de la existencia, y por tanto, de ampliación de nuestro dominio técnico sobre la naturaleza. La categoría de la «estimación de valor» arrastra el lastre de un concepto revisado de lo trascendental. Nietzsche concibe los juicios sintéticos a priori como juicios de valor. A las reglas trascendentales implícitamente contenidas en la gramática del lenguaje y según las cuales constituimos un mundo empírico, «un mundo de casos idénticos», las llama él juicios fisiológicos de valor: «la proscripción de determinadas funciones gramaticales es, en último término, la proscripción de juicios fisiológicos de valor»[xxxii]. Lo mismo vale para las reglas de la lógica formal: «También detrás de toda lógica y de su aparente autonomía de movimiento hay juicios de valor, o dicho más claramente, exigencias fisiológicas de conservar un determinado tipo de vida»[xxxiii].

Estas y parecidas formulaciones son precipitadas; justifican una interpretación naturalista. A menudo se revisten de las crudas formas del pragmatismo que más tarde desarrolló F. C. Schiller[xxxiv] y que en el área de lengua alemana fue adoptado por W. Jerusalem. No obstante, una interpretación más exacta podrá encontrar que Nietzsche no sobrepasa el planteamiento kantiano, sino que primero lo prolonga con la crítica del lenguaje, y luego, con un viraje peculiar, lo radicaliza. La reducción de reglas trascendentales a «juicios de valor» indica solamente que a las realizaciones, constitutivas de mundo, del aparato categorial contenido en el lenguaje hay que considerarlas como surgidas bajo condiciones empíricas. Este sentido de «empírico» no puede, ciertamente, ser ya pensado bajo categorías que por su parte deben reducirse a las condiciones empíricas de conservación y reproducción del sujeto de la especie, que alcanzan expresión en los juicios trascendentales de valor. Aquel sentido de «empírico» sólo puede ser justificado en un plano metateórico. Y sólo bajo una salvedad análoga podría el Nietzsche crítico del conocimiento hablar de «necesidad biológica» o de «exigencias fisiológicas»; y hacer uso en absoluto del marco categorial de la teoría de la evolución. Para explicitar la ambigüedad metódica del lenguaje cuasibiológico en que bosqueja las condiciones de gestación del aparato categorial, tenía que haberse situado Nietzsche en aquella dimensión de una experiencia de la conciencia que antes, ciertamente bajo presupuestos idealistas, había iniciado la Fenomenología del espíritu de Hegel. Pero él no se entregó a esta autorreflexión de la crítica del conocimiento. Más bien abandona, con su inversión de la filosofía trascendental, el concepto mismo de «verdad» y busca una salida en el grandioso subjetivismo de su teoría de la voluntad de poder. Esta se apoya en una doctrina perspectivista de los afectos que debe disolver la teoría tradicional del conocimiento.


DOCTRINA PERSPECTIVISTA DE LOS AFECTOS

Puesto que los prejuicios de la razón están determinados por estimaciones trascendentales de valor, la verdad de los juicios a priori no puede consistir en su correspondencia con una cierta constitución de la realidad misma, sino sólo en el hecho de que han acreditado su eficacia ante la realidad en una previa conexión de intereses. De esta reducción de la verdad a instrumentalidad vital infiere Nietzsche no sólo la inutilidad del concepto de verdad como correspondencia, sino también la inutilidad del concepto de verdad como tal. Sustituye la verdad de los enunciados por la fe subjetiva en la verdad de los enunciados: «Las "verdades" a priori más firmemente creídas son para mí suposiciones hasta el momento presente, por ejemplo, el principio de causalidad, hábitos de creencia muy bien ejercitados y tan asimilados que el no creer en ellos sería la ruina de la especie. Pero ¿son por eso verdades? ¡Valiente consecuencia! ¡Como si la verdad se demostrase por el hecho de que el hombre subsiste!»[xxxv]. Este argumento parece a primera vista plausible. Ha sido frecuentemente esgrimido contra las formas más ingenuas de instrumentalismo: la utilidad de un instrumento no guarda ninguna relación lógica vinculante con la validez de los enunciados. Correlativamente, tampoco podemos pasar del factum de la utilidad de determinadas ficciones a concluir la verdad de las mismas: «El no-poder-contradecir demuestra una imposibilidad, no una verdad»[xxxvi]. Nietzsche no vacila, por tanto, en calificar aquellos juicios fundamentales de valor que eran para Kant los juicios sintéticos a priori, como «los más falsos juicios» y «los más profundos errores», y no a pesar de, sino por su absoluta imprescindibilidad fáctica. Y aquí la negación de «verdadero» es, naturalmente, un uso irónico del lenguaje. Lo que inmediatamente es impugnado con respecto a la validez de las categorías es sólo la pretensión del concepto clásico de verdad. Esto no diferencia todavía a Nietzsche de Kant; pues a las condiciones subjetivas de la posible objetividad del conocimiento puede no corresponderles una estructura del ente mismo, puede no corresponderles ningún en-sí.

Ahora Nietzsche da un paso más y afirma que, bajo el presupuesto de estimaciones trascendentales de valor, carece de sentido hablar en absoluto de conocimiento posible, y por tanto de juicios que puedan ser objetivamente verdaderos. Sólo podemos dar interpretaciones cuya validez, referida a una «perspectiva» expresa en estimaciones de valor, es, por tanto, fundamentalmente relativa: «¿Qué significa la estimación de valor? ¿Remite a algún otro universo, a un universo metafísico, o lo rechaza? (Como todavía creía Kant, que vino antes del gran movimiento histórico). Dicho escuetamente: ¿dónde ha surgido? ¿O acaso no ha «surgido»? Respuesta: la estimación moral del valor es una explicación, una especie de interpretación. La explicación misma es un síntoma de determinados estados fisiológicos, e igualmente de un determinado nivel espiritual de juicios dominantes: ¿Quién explica? -Nuestros afectos»[xxxvii]. En lugar del conocimiento de la naturaleza fenoménica se introduce, por tanto, la «ilusión perspectivista»; y dado que las perspectivas, por su parte, se fundan en nuestros afectos, en lugar de la teoría del conocimiento se introduce una doctrina perspectivista de los afectos. Su principio supremo es que «toda fe, todo tener-por-verdadero es algo necesariamente falso, porque no hay un mundo verdadero»[xxxviii] Esta es la «consumación» del nihilismo.

Yo no quisiera considerar la cuestión de qué status pueda tener la teoría nietzscheana de las perspectivas. Lo que me interesa es, más bien, saber si de alguna manera resulta consecuentemente de las precedentes investigaciones de crítica del conocimiento. Por cierto que no hay manera alguna de ver por qué las condiciones trascendentales, si es que ya no pueden ser pensadas como inventario válido a priori de un sujeto separado del devenir y exclusivamente determinado por la unidad de sus realizaciones sintéticas, no deberían ser entendidas igualmente en todo momento como condiciones subjetivas de la posible objetividad del conocimiento. Ciertamente, debemos abandonar aquella pretensión de validez absoluta de un conocimiento de la naturaleza que aparece bajo las formas de la intuición y las categorías del entendimiento, pretensión que Kant intentó salvar por medio de la deducción trascendental. Y sin esta deducción, no es de hecho oportuno expresar en la forma de juicios sintéticos a priori absolutamente verdaderos el sentido de las normas según las cuales se ha realizado la síntesis. Tales juicios, al haber surgido por obra del interés -que guía al conocimiento- de la autoafirmación de un sujeto específico contingente, tienen el status de reglas originadas subjetivamente, de «ficciones», que podrían ser inmediatamente reducidas a nuestra capacidad peculiar de simbolización -Nietzsche habla de «creación de sentido», «poiesis», «fabulación»-, aun cuando, obviamente, dicho status es el de ficciones «corroboradas» en la historia de la especie. Pues precisamente conforme a la medida de estas ficciones, que han sido sedimentadas lingüísticamente, es objetivada la realidad de modo tal, desde el punto de vista de su provechosa explotación, que resulta posible adquirir y acumular enunciados empíricos intersubjetivamente válidos, de comprobada utilidad técnica. El sentido del acierto empírico de los enunciados puede ser delucidado por referencia a la posibilidad de su traducción en recomendaciones técnicas. Pero el éxito de las operaciones a que llevan estas recomendaciones no es por ello idéntico con la verdad de las proposiciones de las que dichas recomendaciones con la ayuda del recurso a objetivos, han sido deducidas. Las informaciones son «útiles para la vida», o sea, técnicamente valorables sólo en la medida en que «aciertan a dar con algo» en el marco trascendental de la posible utilización técnica de la realidad objetiva. Este marco trascendental no puede, desde luego, reclamar una validez absoluta en el sentido de Kant. El mundo que nosotros constituimos en este marco es literalmente un proyecto típico de nuestra especie, una perspectiva que depende además contingentemente del determinado equipamiento orgánico del hombre y de las constantes de la naturaleza que le circunda. Pero no por eso es arbitrario.

El propio Nietzsche habla de la «exigencia» con que se imponen las estimaciones trascendentales de valor de nuestros «prejuicios racionales»; ahí se manifiesta la compulsión de la naturaleza, tanto de una naturaleza circundante como de la naturaleza subjetiva del hombre, bajo cuyas condiciones fácticas se han configurado los «prejuicios racionales» a través de la historia de la especie, en un proceso trascendental de aprendizaje; estos prejuicios han sido «inventados» sólo en la medida en que han hecho posible hallar proposiciones empíricamente acertadas sobre la realidad. Si es correcto que «sin un dar valor a las ficciones lógicas, sin un medir la realidad en el mundo, puramente inventado, de lo incondicionado, de lo siempre-idéntico-consigo-mismo, sin un constante falseamiento del mundo por el número, el hombre no podría vivir -que el renunciar a los juicios falsos sería un renunciar a la vida, sería una negación de la vida»[xxxix], entonces las condiciones subjetivas de la constitución de un mundo manejable de casos idénticos no son, empero, puras «invenciones», ni tampoco en absoluto «falsificaciones», sino los elementos, adquiridos en un proceso de forjación colectiva, de un proyecto peculiar a nuestra especie para el dominio posible de la naturaleza. Las investigaciones de Nietzsche en crítica del conocimiento sugieren consecuencias en el sentido de un tal pragmatismo determinado lógico-trascendentalmente. Pero Nietzsche no ha sacado esas consecuencias. Insiste en que: «Nuestro aparato cognoscitivo no está dirigido al "conocimiento"»[xl].

Un motivo para la negación de la diferencia entre ilusión y conocimiento es, seguramente, un inconfesado tradicionalismo: Nietzsche ha tenido siempre en mente el concepto metodológico de verdad. Medidas con esta exigencia clásica, las condiciones subjetivas de objetividad posible anulan también, simultáneamente con el objetivismo tradicional (Kant habló de «subrepción»), la posibilidad de proposiciones ontológicamente verdaderas. Pero el perspectivismo que afirma Nietzsche no cuenta con la universalidad de la apariencia de la naturaleza, sino de la apariencia perspectivista como tal: tan sólo hay interpretaciones, pero ningún texto. Este giro irracionalista, que además en pocos lugares es pensado hasta sus últimas consecuencias como filosofía monadológica de la vida («Hipótesis de que sólo hay sujetos, de que el «objeto» es sólo una especie de acción de un sujeto sobre otro...»)[xli], está motivado por una generalización de experiencias estéticas fundamentales. Si, a pesar de todo, se busca un fundamento inmanente al movimiento filosófico del pensamiento, entonces podría hacerse comprensible aquella independización sustancializante del interpretar, incluso como reacción de defensa contra una mala interpretación naturalista, a la que Nietzsche de hecho prestó su apoyo con demasiada frecuencia[xlii]. Nietzsche pudiera haber visto que una relación inmediata entre el aparato categorial y las regularidades de la reproducción orgánica de la vida, y en consecuencia el frecuente recurso a las llamadas exigencias fisiológicas y necesidades biológicas, tenían que enredarlo en las contradicciones de una antropología darwinista del conocimiento[xliii].

Nietzsche no se ha hecho eco de la tensión entre Kant y Darwin, pero desde luego que tuvo conciencia de que no podía descender del plano de una crítica lógico-trascendental del lenguaje para trasladarse sin más al plano de las investigaciones empíricas. De esta confusión podía escapar reduciendo, por una parte, las «estimaciones de valor» a aquel impulso poético fundamental que una vez había identificado con la forjación de metáforas -y, por tanto, a la proyección de sentido, a la creación de ficciones-, y poniendo al mismo tiempo este acto de permanente interpretación, de constante poetizar, en conexión con el acontecer básico del proceso de la vida orgánica: «En verdad, la interpretación es un medio para llegar a dominar algo. El proceso orgánico presupone un constante interpretar»[xliv]. Con ello el proceso de interpretar se eleva, ciertamente, a la categoría de una natura naturans. Una tal creación de sentido, hipostasiada en voluntad de poder, es algo absoluto. En ella desaparece la diferencia entre un proyecto propio de la especie, que ha de acreditarse en condiciones contingentes, y las proyecciones de ensoñación en las que cobran frágil forma nuestras fantasías desiderativas. En ella se disipa aquella diferencia que Nietzsche había señalado en su primer escrito de crítica del conocimiento: la diferencia entre la producción de esquemas explicativos del mundo al servicio del dominio de la naturaleza y la producción de apariencia ilusoria al servicio de la «adaptación».

Pero sólo sobre la base de esta diferencia hubiera podido Nietzsche advertir también la compatibilidad de dos categorías del conocimiento: ciencia y reflexión. Si la ciencia se deja comprender «nominalisticamente» como un proceso de conocimiento que depende de que sobreponga a la realidad un esquema explicativo convencional de modo tal que la naturaleza sólo pueda ser captada como una naturaleza que se aparece bajo el punto de vista de su eventual disponibilidad técnica, entonces las experiencias que el sujeto específico realiza con sus propias producciones y proyectos poéticos en intercambio con la facticidad de la naturaleza son sustraídas a la irracionalidad: el proceso de configuración que nuestra especie recorre -bajo las solicitaciones de la, por así decirlo, exteriormente racionalizada naturaleza-, tiene una estructura que nosotros no hemos inventado, sino por la que, más bien, estamos constituidos. Una reconstrucción de aquel proceso de configuración no puede, por tanto, proceder nominalisticamente: es más bien, en el sentido de la experiencia fenomenológica de Hegel, reflexión, recuerdo que abre desde dentro el texto del propio pasado, ante cuya fuerza crítica se disuelven las objetivaciones opacas a la intuición. La consumación del nihilismo nietzscheano en la crítica del conocimiento se debe exclusivamente a la fuerza de esta reflexión. Pero Nietzsche no puede percibirla, y se sirve de ella sólo para movilizar todo argumento en contra de los derechos de la misma reflexión.

Jürgen Habermas


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Notas:

[i] Die psychologischen Errungenschaften Nietzsches (Las conquistas psicológicas de Nietzsche), 1924

[ii] Nietzsche, der Philosoph und Politiker (Nietzsche, el filósofo y el político), 1931.

[iii] Nietzsche, Einführung in das Verständnis seines Philosophierens (Nietzsche. Introducción a la comprensión de su filosofar), 1936.

[iv] «Nietzsche Wort "Got ist tot"» (La frase de Nietzsche "Dios ha muerto").

[v] Nietzsches Philosophie der Ewigen Wiederkehr des Gleichen (La filosofía nietzscheana del eterno retorno de lo mismo), 1934.

[vi] Nietzsche, Philosopher, Psychologist, Antichrist (Nietzsche, filósofo, psicólogo, anticristo), 1950.

[vii] Die Zerstörung der Vernunft (El asalto a la razón), 1955, pp. 244-317.

[viii] Edición Schlechta, vol. III, p. 635.

[ix] «Zur Frage der Dialektik in Nietzsches Erkenntnistheorie» (El problema de la dialéctica en la teoría del conocimiento de Nietzsche). Véase la bibliografía.

[x] Nietzsche as Philosopher (Nietzsche como filósofo). Véase la bibliografía.

[xi] Nietzsches Erkenntnistheorie und Metaphysik (Teoría del conocimiento y metafísica de Nietzsche), 1902.

[xii] Nietzsche als Philosoph (Nietzsche como filósofo), 1916.

[xiii] Excepciones son, en cierto modo, Hans Barth y Michael Landmann. Véase la bibliografía.

[xiv] Schlechta, vol. III 343.

[xv] Consideraciones intempestivas, Segundo Fragmento: «De la utilidad y de los inconvenientes de los estudios históricos para la vida», núm. 5.

[xvi] Op. cit., 7.

[xvii] Op. cit., 7.

[xviii] Op. cit., 6.

[xix] Op. cit., 1.

[xx] H. Gadamer, Warheit und Methode, segunda edición, Tübingen 1965, Parte Segunda. Véase también mi investigación «Zur Logik der Sozialwissenschaften», 1967, especialmente pp. 149 ss.

[xxi] Schlechta, vol. III 814.

[xxii] Cfr. a este propósito K. Schlechta y A. Anders, F. Nietzsche. Von den verborgenen Anfängen seines Philosophierens, Stuttgart 1962.

[xxiii] Más allá del bien y del mal, Sección Primera: «De los prejuicios de los filósofos», aforismo 14.

[xxiv] «Sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral», 1.

[xxv] Op. cit., 1.

[xxvi] Op. Cit., 1.

[xxvii] Op. cit., 2.

[xxviii] El crepúsculo de los ídolos: «La "razón" en la filosofía», aforismo 5.

[xxix] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xxx] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xxxi] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xxxii] Más allá del bien y del mal, Sección Primera: «De los prejuicios de los filósofos», aforismo 20.

[xxxiii] Op. cit., aforismo 3.

[xxxiv] Humanism, 1903.

[xxxv] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xxxvi] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xxxvii] Schlechta, vol. III 480.

[xxxviii] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xxxix] Más allá del bien y del mal, Sección Primera: «De los prejuicios de los filósofos», aforismo 4.

[xl] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xli] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xlii] De la obra póstuma de los años ochenta.

[xliii] Un interesante ejemplo para este planteamiento teórico lo ofrece K. Lorenz, «Gestaltwahrnehmung als Quelle wissenschaftlicher Erkenntnis» (1959), Über tierisches und menschliches Verhalten, vol. II, Munich 1956, pp. 255-300.

[xliv] De la obra póstuma de los años ochenta.

PUBLICADO EN SOBRE NIETZSCHE Y OTROS ENSAYOS, VERSIÓN CASTELLANA DE CARMEN GARCÍA TREVIJANO Y SILVERIO CERCA, MADRID, TECNOS, 1982.