"La filosofí­a no es el arte de consolar a los tontos; su única meta es enseñar la búsqueda de la verdad y destruir los prejuicios"; Marqués de Sade.

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jueves, septiembre 14

Violencia, Etica, Legalidad y Racionalidad


I) Introducción

Sin duda alguna, uno de los imperecederos frutos de la filosofía analítica es el haber logrado que, de una vez por todas, nos desembarazáramos de ilusiones fáciles respecto a la estructura y el funcionamiento de nuestro aparato conceptual al hacernos conscientes de cuán variado y complejo éste es. En efecto, nuestro sistema normal de conceptos incluye elementos tan diversos como conceptos de sensaciones, teóricos, referenciales, expresivos, abstractos, morales, numéricos y demás. Cómo se clasifiquen los conceptos es asunto de debate y de los objetivos que se persigan, pero en todo caso es un hecho que disponemos de conceptos, como los de pensamiento, Dios, persona, racionalidad, materia o realidad que, a diferencia de multitud de otros de carácter o alcance más restringido, se infiltran (por así decirlo) en el todo de nuestra vida. Se trata de conceptos omnipresentes, omniabarcadores. Y, aunque es poco plausible, podría argüirse que es precisamente a esta clase de conceptos que pertenece el de violencia: después de todo, tal vez no haya un horizonte de vida en el que no haga su aparición el espectro de la violencia. Afirmo desde ahora que no creo que se trate de un concepto absolutamente fundamental, entre otras razones porque pienso que el concepto de violencia está subordinado a otros, como el de dolor pero, independientemente de ello, sí pienso que no se le ha concedido a dicho concepto la importancia que tiene ni la atención que merece. Ahora bien, me parece que antes de intentar esclarecerlo será útil introducirlo en el modo material de hablar. De esta manera podremos adentrarnos de manera coloquial en el tema, sobre el cual posteriormente habremos de ejercitarnos filosóficamente.

Empecemos con una gran trivialidad: la violencia es un fenómeno de una complejidad casi fantástica. Lo que esto indica, sin embargo, no es tan trivial, pues significa que el concepto de violencia es de ramificaciones extensas, de múltiples y variadas aplicaciones. Lo que esto a su vez quiere decir, limitándonos a la esfera de los asuntos humanos, es que si el concepto de violencia nos es tan útil como parece serlo ello es precisamente porque podemos hablar con sentido de violencia en relación con una gama asombrosamente inmensa de líneas de conducta y de situaciones. Podemos hablar, desde luego, de violencia física, pero también de violencia mental, estatal, política, institucional, intrafamiliar, verbal y así sucesivamente. En verdad, pretender reducir la violencia a la mera violencia física sería de una simplonería estéril. Ahora bien, la amplia gama de aplicaciones de la noción de violencia de inmediato pone de relieve algo importante, a saber, que será muy implausible intentar defender una concepción platonista o esencialista de la violencia. Dicho de otro modo, no parece tener el menor viso de éxito el proyecto de buscar o proporcionar una definición de ‘violencia’. Más bien, lo que dicha variedad de usos nos invita de inmediato a inferir es simplemente que no hay tal cosa como la esencia de la violencia. En otras palabras, el concepto de violencia es, como muchos otros, un concepto de semejanzas de familia. O sea, el uso de la noción en un contexto determinado (e.g., el estado) puede ser muy similar a su aplicación en otro contexto (digamos, la familia), pero ya no tan semejante a su utilización en otro (verbigracia, el sexo), la cual a su vez se puede parecer más a la segunda de las mencionadas que a otra, por ejemplo a la idea de violencia económica. Parecería, por lo tanto, que un examen serio y realista de la violencia tal como ésta se manifiesta o toma cuerpo requiere que se acote, con la mayor precisión posible, el ámbito de aplicación del concepto de violencia que se desee estudiar. Algo de esto intentaremos nosotros hacer más abajo.

No deja de ser un dato un tanto curioso, dada la universalidad de la violencia, que ésta suscite reacciones tan fuertes, ya sea en su favor ya sea en su contra (en este segundo caso, paradójicamente, a menudo violentas ellas mismas). Es, pues, imposible no preguntarse: ¿por qué? O sea, lo que queremos saber, lo que necesitamos determinar es qué hay de mal en o con la violencia. La investigación conceptual en este caso es un tanto complicada, porque los debates en torno a la violencia inevitablemente involucran otras nociones. Por lo pronto, podemos señalar tres conceptos fundamentales en torno a los cuales debe girar todo examen serio de la violencia, dos conceptos a los que a menudo se les contrapone, a saber, los conceptos de bien, de legalidad y de racionalidad. Y es con el examen de las relaciones entre el concepto ético de bien y el concepto de violencia que, propiamente hablando, daremos inicio a nuestra investigación.

II) Violencia y Ética

Tal vez lo primero que habría que señalar es que el tema de la violencia es un tema un tanto temible y escabroso. Por una parte, genera sentimientos fuertes, lo cual no necesariamente es en sí mismo cuestionable, pero por la otra es también innegable que en múltiples casos la violencia da pie a que se gesten contradicciones en el pensamiento y la conducta de quienes la condenan de manera irrestricta o absoluta. Incontables son, en efecto, quienes histriónicamente elaboran todo un discurso en contra de la violencia cuando de hecho en su vida cotidiana se conducen (en su casa, con sus cónyuges, con sus hijos, sus empleados, sus mascotas, etc.) de manera incomprensible e injustificadamente violenta. Y la inversa también merece ser mencionada: es declaradamente falso que todo aquel que crea percibir y desee destacar algún rasgo positivo o útil de la violencia sea necesariamente él mismo una persona violenta. Como puede verse, nuestro tema está envuelto en una gruesa bruma de hipocresía y de incomprensión, la cual constituye un serio obstáculo para su tratamiento racional.

Quizá no estará de más recordar que, a menudo, las disquisiciones de ética revisten un carácter escurridizo o resbaladizo, el cual parece hacer sentir a quienes se aventuran a efectuarlas que se está autorizado a transformar el discurso ético o sobre la ética en una mera secuencia de pronunciamientos, más o menos superficiales, más o menos vacuos, más o menos inteligibles, y que eso basta. En relación con las conexiones entre la ética y la violencia, un caso paradigmático de pronunciamiento con aspiraciones aclaratorias nulas lo encontramos, por ejemplo, en el artículo de Juliana González Valenzuela intitulado ‘Ética y Violencia’. En dicho trabajo se hacen afirmaciones tan aparatosas como carentes de interés y de contenido (o, en el mejor de los casos, abiertamente falsas) como las siguientes:

a) “Lo específico de la violencia, lo definitorio de ella, es el ser fuerza indómita, extrema, implacable, avasalladora, poder de oposición y transgresión”.1
b) “El trabajo (...) es el medio que la civilización humana ha encontrado para, más allá de la violencia, vencer lo adverso y transformar la realidad”.2
c) “La ética comienza donde termina la violencia. (...). En esta misma medida requiere del sí tanto como del no. La ética de hecho opta en el mundo por un sí y un no”.3

Admito de buena gana que el potencial sentido y la verdad de pronunciamientos como éstos se me escapan sistemáticamente: yo creo que ciertamente podemos hablar de grados de violencia, por lo que lo de “fuerza indómita” y demás no puede formar parte de la definición de ‘violencia’; ignoro si (en este contexto, que se supone que no es el de la ciencia-ficción) podemos hablar significativamente de civilizaciones no humanas, pero en todo caso no entiendo qué conexión no contingente pueda establecerse entre los conceptos de trabajo y de violencia; y, sin extenderme demasiado en las citas, confieso que no me queda en lo más mínimo claro de qué se habla cuando se afirma que la ética “opta” por algo (por una dicotomía lingüística, en este caso). Es ésta última una construcción filosófica tan anquilosada (dan ganas de decir: tan pre-analítica) que no constituye ni siquiera un enunciado comprensible. Sin embargo, declaro con toda franqueza que no forma parte de mis propósitos discutir las “tesis” del trabajo de González. Mi único interés en consignarlos era el de indicar, por vía de la ejemplificación y la contrastación, la fácil clase de aseveraciones inútiles a que da lugar el tema de la violencia y la ética, esto es, una clase de afirmaciones que no contribuyen en nada a la elucidación de la idea de violencia y de su importancia. Naturalmente, son enunciados de esta clase que me propongo a toda costa evitar.

La pregunta que a mí me sirve como punto de partida es: desde un punto de vista ético ¿puede acaso sostenerse que la violencia es intrínsecamente mala? En mi opinión, la respuesta es obvia y es ‘no’. Dicha pregunta me parece en algún sentido semejante a esta otra: ¿es intrínsecamente mala la explosión de un volcán o de un sol? El parangón sirve para insinuar que toda respuesta sensata tiene que venir en términos de alguna conexión con los seres humanos. Después de todo, no parece defendible la idea de que la expresión ‘la violencia es intrínsecamente mala’ sea analíticamente verdadera y mucho menos sintética a priori: del concepto de violencia ciertamente no puede extraerse el concepto de maldad ni a la inversa. Podría intentar hacérsele pasar como una estipulación lingüística, pero es claro entonces que dicha estipulación se volvería admisible y adquiriría el status de una definición aceptable sólo si se lograra hacer ver que asumirla tiene consecuencias teóricamente benéficas y fácilmente constatables. Esto, sin embargo, dista mucho de ser el caso, como veremos en un momento. Y, por otra parte, huelga decir que apelar a intuiciones, visiones, inspiraciones y demás para imponer dicha estipulación como algo “evidente de suyo” sería un procedimiento tan descarriado como inservible.

Una prueba de que la idea de que la violencia es intrínsecamente mala es inadmisible es simplemente el hecho de que ésta puede ser usada para la obtención de metas universalmente aceptables, esto es, que puede tener resultados buenos. De ahí que el valor de la violencia no pueda quedar caracterizado o medido por un análisis (por así decirlo) “interno” de ella, sino que inevitablemente tendrá que ser evaluada mediante un examen de sus consecuencias, de sus aplicaciones. Hay un sentido importante, por lo tanto, en el que la violencia es éticamente neutral. Puede hablarse, por ejemplo, de movimientos de liberación nacional o racial violentos, de guerras justas. No es contradictorio hacerlo. En casos así, el recurso a la violencia no podría ser condenado. Desde esta perspectiva, la violencia hasta podría ser entendida como un “mal necesario”, pero lo que esto significa es que, por lo menos en esos casos, no se trata estrictamente hablando de un mal. Así vista, la violencia resulta ser, por lo menos en ocasiones, un mecanismo inclusive indispensable para el progreso. Ahora bien, si algo es reconocido como indispensable para el progreso no puede entonces ser calificado en forma escueta o cruda de malo. Por otra parte, el que no podamos afirmar que la violencia es intrínsecamente mala no permitiría concluir que entonces es intrínsecamente buena! Nada sería más absurdo que un razonamiento que tuviera esta tesis como conclusión. Así, por el momento lo único que tenemos derecho a sostener es que la violencia puede ser empleada para hacer el bien o para hacer el mal y, por ende, que no todo recurso a la violencia es a priori condenable. Sobre esto regresaré más abajo, cuando someramente considere algunos ejemplos concretos de acciones violentas.

De todos modos, un análisis del concepto de violencia que incorporara características meramente neutras o positivas de la violencia y que no incluyera rasgos negativos (no necesariamente esenciales) sería intuitivamente sospechoso y de hecho errado. Desde luego que tiene que haber algo negativo en la violencia, pero este carácter negativo no es una “cualidad” de la violencia misma. Procede más bien de su conexión con algo externo a ella. Lo negativo de la violencia brota en primer lugar de su conexión con el dolor.4 Empero, aunque aceptemos que el dolor es intrínsecamente malo, de todos modos tenemos que matizar nuestra posición, porque es un hecho que hay dolores inevitables, indispensables para la obtención de bienes mayores, merecidos, etc. Esta cualificación tiene implicaciones para el caso de la violencia. Dependerá, por lo tanto, de qué clase de dolor esté involucrada que juzguemos o que nos pronunciemos en favor o en contra de un determinado acto de violencia. En este, como en muchos otros casos, el peligro a evitar es el del recurso a slogans baratos (de tipo “Violencia: nunca!”), por medio de los cuales lo único que se logra es embrollar más el asunto.

Inevitablemente, el status de la violencia, esto es, el juicio que emitamos sobre ella, tendrá que ser, parcialmente al menos, una función de los fines para los cuales se le emplea. La discusión de fines, sin embargo, es un área en la que es particularmente difícil de llegar a acuerdos. Empero, asumiendo que ello fuera factible, habiendo quedado los fines claramente identificados, la cuestión de la legitimidad de la violencia se trasladaría ipso facto al ámbito de las consideraciones acerca de los mecanismos y de los grados de la violencia. Y esto nos lleva a encarar su faceta de racionalidad o irracionalidad.

III) Violencia, Legalidad y Racionalidad

Si aceptamos que el problema con la violencia no es su carácter de intrínsecamente mala (por lo menos en el sentido de que no es lógicamente imposible establecer alguna relación entre ella y el bien), entonces podemos de inmediato sugerir que lo problemático de la violencia procede de lo que podríamos llamar su ‘dosificación’ y su ‘empleo equivocado’. En efecto, es fácil recurrir a la violencia cuando lo que había que hacer era optar más bien por la disuasión o el convencimiento y es todavía más fácil caer en excesos en el recurso a la violencia, es decir, ser más violento de lo que el caso ameritaba. En este sentido, los peligros que la violencia entraña son el que es susceptible de propiciar la injusticia y la imposición arbitraria de voluntades y de generar más violencia. Y es aquí que quizá pueda hacerse ver que hay una conexión importante (más no esencial) entre violencia e irracionalidad.

Consideremos brevemente la noción de racionalidad y su contraparte, la de irracionalidad. En otro lugar 5 intenté mostrar que el uso del epíteto ‘irracional’ no puede explicarse apelando exclusivamente a la lógica del lenguaje. Cuando tildamos a alguien de “irracional”, parte por lo menos de lo que queremos hacer es indicar que nuestro interlocutor nos resulta incomprensible, que su discurso nos parece ya ininteligible, sus valores rechazables. Alguien que nos resulta “irracional” es alguien con quien la comunicación ya no es posible. El punto que deseo establecer es que se usa el adjetivo ‘racional’ como un elogio, así como se emplea ‘irracional’ para criticar o condenar algo (una persona, una línea de conducta, etc.). En otras palabras, las nociones de racionalidad e irracionalidad no son meramente descriptivas. Esto es, como veremos, de utilidad para nuestro tema.

Examinemos primero la oposición, tan defendida por multitud de filósofos, entre razón y violencia. Por lo pronto, ésta parece tener aplicación únicamente en contextos perfectamente bien delimitados y de bordes extremadamente estrechos. Tengo en mente el contexto de la controversia, de la esgrima argumentativa, de la justa estrictamente intelectual. Sin esta acotación la idea de la oposición entre razón y violencia se traduce en un cliché perfectamente inservible. En efecto, si lo que tenemos en mente es un mero diálogo, una discusión, un debate, la idea del recurso a la violencia física resulta repugnante: las ideas no se imponen por la potencia de los músculos. No hay nada más ridículo que pretender ganar por esa vía una discusión. No obstante, hay otras formas de violencia que no tienen por qué quedar descartadas y que, en el caso de una contienda puramente intelectual, serían inclusive bienvenidas. Por ejemplo, la idea de violencia intelectual. Tengo en mente esa modalidad de estado mental gracias al cual se hace avanzar el pensamiento articulando ideas atrevidas o provocativas, hipótesis osadas o puntos de vista no convencionales. De ahí que lo que realmente nos resulte intolerable sea, más que la violencia misma, la mezcolanza de modalidades de violencia, el recurso a una clase de violencia para el triunfo en un contexto en el que lo que se requiere es una violencia de otra clase.

Una manera de hacer ver que no hay una oposición a priori entre violencia y racionalidad es mostrando que hay situaciones dramáticas en las que la conducta racional es precisamente la conducta violenta. Por ejemplo, imaginemos que dos degenerados tienen capturado a un niño de 5 años y que se proponen violarlo y asesinarlo. Supongamos también que el padre tiene a la mano una pistola y que la única manera de salvar a su hijo es metiéndole un balazo en la cabeza a uno de los criminales. Creo que, en un caso así, la única conducta racional del padre sería disparar sobre los maleantes. Más aún: me parecería irracional (en todos los sentidos de la expresión) quien sostuviera algo diferente. En un caso así, por lo tanto, la conducta violenta sería la única recomendable. Así, creo que podemos afirmar de manera general que si hay situaciones problemáticas que no se resuelven más que por medios violentos y no se recurre a la violencia es porque se es irracional. Otra forma de mostrar que el intelecto y la violencia no necesariamente se excluyen mutuamente consiste en recordar que si bien es en las universidades en donde se cultiva el intelecto también es allí precisamente en donde el intelecto de muchos investigadores ha sido puesto al servicio de la mortífera industria bélica: bombarderos, portaviones, misiles, bombas de todo tipo, armas químicas, etc., son el producto de la razón humana más sofisticada. Si realmente hubiera una incompatibilidad esencial entre el intelecto o la razón y la violencia, dichos instrumentos de la violencia no habrían podido ser creados. Por último, no deberíamos tampoco pasar por alto el hecho de que es precisamente por medio de una violencia que podríamos denominar ‘de baja intensidad’ que introducimos a otros seres humanos al mundo de la racionalidad. La educación es un proceso traumático para un ser de nuestra especie en vías de convertirse en plenamente humano. No se razona con un niño de un año: se le obliga sin titubear demasiado a que actúe de determinada manera. Durante sus primeros años, por lo tanto, los niños reciben un trato que, si pudieran hablar, no podrían calificar de otra manera que como ‘violento’.

Pienso que en relación con la noción de racionalidad podemos (y debemos) hablar de grados. Ignoro qué signifique decir de alguien, en absoluto o de manera totalmente descontextualizada, que es “completamente racional”. Se es en general más o menos racional. ‘Ser racional’ en, verbigracia, el contexto de los negocios o de la política es ser frío, calculador, indiferente, pero difícilmente es alguien así en el contexto de las relaciones familiares o amorosas. Inclusive tal vez no fuera errado sugerir que mientras más racional se es un contexto dado más irracional se es en otro. Si esto es así, lo que tenemos que tratar de entender es: ¿cómo se mide la racionalidad de la violencia de alguien? ¿de qué depende que, cuando se actúa violentamente, se sea racional o no?

La racionalidad de una persona es, parcialmente al menos, su habilidad para actuar correctamente, habilidad que se de deriva o que es una función de su capacidad de describir situaciones y comunicar pensamientos. Todos los hablantes normales, por lo tanto, comparten una base mínima de racionalidad. El problema se plantea porque, además de centros cognitivos, somos ante todo polos de intereses. Todo ser vivo en general, y todo ser humano en especial, encapsula una multitud de objetivos, deseos, etc., y sobre todo intereses objetivos de manera que su sistema general de relaciones y su perspectiva global de la vida está marcado por ellos. Gracias al lenguaje, los humanos tenemos la capacidad de resolver multitud de problemas, esto es, de resolver conflictos de intereses por la vía del discurso, ofreciendo razones, puesto que muchas de las dificultades con que nos topamos se resuelven cuando se les conceptúa del modo apropiado y cuando se teoriza acertadamente sobre ellas. Los sentidos, las razones y los argumentos son, por así decirlo, los instrumentos de los que un hablante dispone para mover a interlocutores de sus respectivas posiciones de modo que sus intereses se vean mejor satisfechos. Pero es evidente que por excelentes oradores que seamos, por conmovedoras peroratas que podamos articular, de todos modos habrá oposiciones objetivas, conflictos de intereses tales que ningún diálogo o ningún discurso por sí solos podrán resolver. Es innegable que surgen en la vida conflictos que no se pueden superar por medio de palabras, porque lo que está en juego no son ideas, puntos de vista, teorías, sino intereses vitales objetivos. ¿Cómo se procede entonces? La respuesta es clara: se recurre a la violencia. Y esto se hace cotidianamente. Lo que tenemos que entender es simplemente que hay toda una gama de modalidades de violencia: violencia económica, violencia jurídica, violencia mental o psicológica y así sucesivamente. Ahora bien, lo importante para nosotros no es meramente hacer una lista de clases de violencia, sino establecer el punto de que la violencia es un mecanismo, un expediente institucionalizado, al que continuamente se recurre y al que de hecho nadie en principio objeta. Veamos rápidamente algunos ejemplos.

Caso 1) Al feliz inicio de un año el gobierno de un país incrementa brutalmente los impuestos e implanta nuevos. La sociedad protesta pero, dado que se trata de un estado de derecho, de un gobierno elegido democráticamente, etc., los ciudadanos no tienen nada qué hacer o ¿no pagará el propietario de un automóvil su tenencia? ¿se negarán acaso las personas a hacer su declaración anual y a pagar sus respectivos ISR? ¿ni compradores ni vendedores acatarán ya las disposiciones concernientes al IVA? Nada de eso es viable. Empero, una cosa es clara: habrá sido a la fuerza que el gobierno en cuestión habrá impuesto su nueva política fiscal. En otras palabras, se habrá ejercido sobre los ciudadanos de un país violencia económica.

Caso 2) Debido a las incalificables tasas de interés, un padre de familia se ve imposibilitado para seguir cubriendo las desproporcionadas mensualidades que el banco, con base en argucias contables y de leguleyos, le exige. Finalmente, los abogados del banco ganan un juicio de desalojo y echan a la familia y sus pertenencias a la calle. ¿Se ejerció violencia sobre un grupo de personas? Sería ridículo decir que no. Sin embargo, dicha violencia habría sido realizada “conforme a derecho”. O sea, hay formas de violencia institucionalizadas y, por ende, permitidas y hasta alentadas (para evitar, por ejemplo, la cultura del “no pago”).

Caso 3) Después de una década de convivencia, una pareja con tres hijos se ve llevada al divorcio. Supongamos que la esposa le advierte a su futuro ex-marido que si no acepta la serie de condiciones que ella le presenta el asunto se complicará judicialmente, su familia sufrirá las consecuencias y pasarán años antes de que pueda ver a sus queridos hijos. Presionado y con los intereses de los hijos en mente, el marido acepta condiciones humillantes. Legalmente quizá no haya nada qué decir, pero es obvio que en un caso así lo que se habría ejercido habría sido un descarado chantaje y ¿no es claramente el chantaje una forma de violencia? Yo creo que en un caso así lo único que se podría decir es que se llegó a un “arreglo” por medios violentos, inclusive si no se produjo ningún acto de violencia física.

Caso 4) Por expresarse libremente y defender sus principios, un investigador universitario se ve sometido a toda clase de presiones por parte de su director: se rechazan sus informes, no se le permite beneficiarse de los servicios que su instituto le presta a otros miembros, no recibe ningún apoyo pecuniario, etc., todo ello avalado, claro está, en el reglamento. Es obvio que lo que sobre dicho investigador se ejerce es violencia institucional, la cual (dicho sea de paso) puede ser sumamente feroz (amén de ser practicada por gente acostumbrada naturalmente a expresarse enfáticamente en público en contra de la violencia).

En la medida en que los ejemplos aquí dados son inventados (si bien es obvio que debe haber miles de casos reales semejantes), no tiene mayor sentido pronunciarse al respecto. La meta era simplemente ilustrar el hecho de que hay forma de violencia consuetudinarias de resolver en forma racional conflictos de muy diversa índole. En los casos anteriores podemos inclusive hablar de una doble violencia: se imponen por la fuerza ciertas medidas y se recurre a la fuerza si se rehusa acatarlas. Es así como se institucionaliza la violencia. Por ello, quizá una comparación sería aquí pertinente. Me refiero al celebrado dictum del gran teórico de la guerra, Carl von Clausewitz, de acuerdo con el cual “la guerra no es sino la continuación de la política por otros medios”. O sea, desde su perspectiva lo que no se puede resolver pacífica o diplomáticamente se tiene que resolver por otros medios, porque de todos modos los problemas que llevan a las naciones al enfrentamiento no se pueden quedar sin resolver. Lo mismo pasa, mutatis mutandis, con los individuos. En un sentido amplio, por lo tanto, la violencia es sencillamente un mecanismo más para la resolución de dificultades. Es un hecho que los seres humanos hablan, escriben, producen, viajan, juegan, negocian, etc., y además funcionan, operan o reaccionan de manera violenta en multitud de situaciones. Pretender que todo se resuelva por medio de deliberaciones es tan fútil (y en el fondo tan absurdo) como pretender que un combate de boxeo se resuelva por medio de argumentos. Si se quiere a toda costa desligar el concepto de racionalidad del de violencia habrá entonces que decir que lo inteligible o lo comprensible rebasa el ámbito de lo racional: habría fenómenos comprensibles no racionales. Los fenómenos de violencia serían un ejemplo de ello. Por eso, lo más sensato es afirmar que hay un sentido en el que la violencia es consustancial al hombre, esto es, que se trata de una forma de ser del ser humano gracias a la cual éste puede en ocasiones resolver problemas. En esa misma medida, aspirar a expelerla o a cancelarla no es sino aspirar a transformar al ser humano en algo que no ha sido, no es y no será nunca y a mutilarlo de un instrumento que no por desagradable deja en ocasiones de ser sumamente útil. De ahí que todos aquellos estudios en los que se haga hincapié en las manifestaciones “actuales” de la violencia, en los que se hable de “la violencia de nuestros días”, etc., como si se tratara de fenómenos casuales o que pudieran no darse, realmente no nos permitan avanzar mayormente en nuestros esfuerzos de comprensión de los fenómenos de violencia. A final de cuentas, tan terrible debió haber sido para los antiguos egipcios la violencia de su época como lo es para nosotros la violencia estructural que diariamente padecemos.

Si lo que hasta aquí hemos dicho no es desacertado, estamos en posición de extraer una conexión específica entre violencia y racionalidad. La situación es la siguiente: lo que nos importa y que hay que resolver son los problemas que enfrentamos (individuales o colectivos). Sabemos a priori que no todos ellos podrán ser resueltos pacíficamente o por la vía del discurso. Por lo tanto, de una u otra manera, tarde o temprano, en múltiples casos el recurso a la violencia, que no es sino otro mecanismo de resolución de dificultades, será inevitable. Empero, la violencia (en cualquiera de sus modalidades) es un arma de dos filos y representa un riesgo por la sencilla razón de que no asegura una solución satisfactoria y permanente o definitiva para todas las partes. El problema de la violencia, por lo tanto, no es tanto moral como factual o de cálculo: lo racional es terminar con los problemas, sea como sea. Empero, el uso de la violencia, si bien permite resolver un problema que uno enfrenta en un momento dado, casi automáticamente deja sembrados otros, que surgirán después. El problema con la violencia, por lo tanto, se deriva de lo que genera: después de un enfrentamiento violento, se generan (lo cual es también comprensible) resentimientos, odios, deseos de venganza en todas las partes involucradas. De ahí que el victorioso no estará ni siquiera en el estado mental o en la disposición previos al conflicto, por lo que en la mayoría de las veces lo que imponga no será un estado de cosas que resulte aceptable al derrotado, al vencido. El razonamiento del vencedor podría quedar parafraseado más o menos como sigue: “este conflicto ya me costó tanto, por lo que tengo que recuperarme, resarcirme de ello. Alguien, por lo tanto, tendrá que pagar y ese alguien no puede ser otro que el perdedor”. Se impone entonces un estado de cosas cuyas consecuencias desastrosas se pueden ver sólo muchos lustros después. Un ejemplo perfecto de uso inapropiado de la violencia es el Tratado de Versalles. De ahí que lo peligroso de la violencia consista ante todo en que fácilmente se le hace pasar de mecanismo de resolución a mecanismo de gestación de problemas. En esa medida, el recurso abrupto a la violencia equivale en el fondo a una actitud irracional. Una vez más, llegamos al resultado de que el rechazo de la violencia debe tener que ver más con los ulteriores o potenciales consecuencias, su empleo desmedido, su utilización precipitada, etc., que con su inherente maldad.

En resumen: de “ser violento” no se sigue lógicamente “ser irracional”. Antes al contrario: habría ocasiones en que no ser violento sería ser irracional. Por otra parte, muchas formas de violencia han quedado institucionalizadas. De ahí que lo que la sociedad actual sí exija de nosotros sea no que cancelemos o suprimamos la violencia, sino que la hagamos fluir por lo que son los cauces establecidos para ella. Se puede despojar a alguien y arruinar su vida y las vidas de los miembros de su familia siempre y cuando al hacerlo no se contravenga la ley. Podemos quizá concluir esta sección con la aseveración de que la irracionalidad de la conducta violenta se debe, en múltiples casos por lo menos, al hecho de que hace que el hombre peque por exceso y convierta a un mecanismo útil para resolver problemas en uno francamente contraproducente.

IV) Usos Aceptables de la Violencia

En concordancia con lo que hemos venido exponiendo, creo que en relación con la violencia podemos hablar de cuatro grandes categorías. Así, la violencia puede ser o estar:

a) institucionalizada
b) no institucionalizada
c) justificada (justificable)
d) injustificada (injustificable)

Es claro que pueden darse diversas posibilidades. Lo ideal, naturalmente, sería que toda violencia institucional estuviera justificada y que toda violencia no institucional fuera injustificable. Desafortunadamente, los cosas no son tan sencillas. Veamos por qué.

En principio, la violencia institucionalizada justificada (que puede ser brutal en grado extremo) no tiene siquiera sentido cuestionarla: de entrada sabemos que es legítimo presionar a una persona (física o moral) y forzarla a conducirse de determinado modo, esto es, en concordancia con los deseos de quien ejerce la violencia, deseos sancionados por una institución que todo mundo acepta. Algunas acciones de la policía son un buen ejemplo de ello. La condición para ejercitar esta clase de violencia es, desde luego, tener a la institución en cuestión (las leyes, los compromisos, etc.) de su lado, apoyarse en ella, pero también tener razón. El que agentes de la policía se conduzcan brutalmente en el momento de atrapar a un peligroso malhechor puede ser perfectamente explicable y hasta laudable. El problema es, obviamente, que la violencia institucionalizada puede ser excesiva, pero es ese un asunto del que por el momento no nos ocuparemos. Por otra parte, respecto a la violencia no justificada, institucionalizada o no, como por ejemplo una violación, no parece haber mayores problemas: es reprobable desde todos puntos de vista (moral, político, legal). De ahí que la duda que realmente nos acosa, la cuestión que deseamos plantear concierne ante todo a la violencia no institucionalizada, no reconocida como legítima, esto es, como un mecanismo compensatorio al que una persona (moral o física) tiene prima facie derecho. Es éste el caso que debemos examinar.

Nuestro problema tiene que ver con el uso de la fuerza cuando a ésta no se le reconoce legitimidad alguna. Replanteemos nuestra pregunta: ¿podemos hablar de acciones violentas ilegales, pero (en algún otro sentido) admisibles? A primera vista, esto puede parecer contradictorio, mas no lo es. Intuitivamente, sostenemos que no todos los casos de violencia ilegal automáticamente son condenables. Hay casos de violencia explosiva en contra de situaciones en las que lo que prevalece es lo que podríamos llamar ‘violencia silenciosa’, pero no por ello menos real, que son fácilmente justificables. En casos así tal vez lo que la violencia en cuestión merezca sea nuestro reconocimiento y nuestro apoyo. Ilustremos esto rápidamente mediante un par de ejemplos.

En primer lugar, si vamos a examinar casos de violencia no legalizada o institucionalizada lo primero que habremos de señalar es que la única clase de violencia que se tiene en mente puede ser la violencia física. Ésta puede abarcar desde un golpe o un asalto a una persona hasta una declaración de guerra de un estado a otro. ¿Podría en efecto darse el caso de que fuera racional y bueno recurrir a la violencia? Si de lo que se habla es de violencia física y lo que se pregunta es si podría ésta quedar justificada, parecería que lo que tendría que estar en juego debería ser algo sumamente importante, grave, delicado. Por ello, pienso que es sólo si lo que se decide es la integridad, la supervivencia de una persona o una comunidad que el recurso a la violencia física puede quedar plenamente justificado. El problema, claro está, es demostrar que es realmente dicha integridad lo que estaba en juego, y eso ya no es tan fácil de demostrar, en particular en relación con comunidades. Pero veamos algunos ejemplos paradigmáticos de violencia ilegal justificable.

Es evidente, supongo, que sin el recurso a la acción violenta múltiples transformaciones sociales no se habrían producido. Considérese, por ejemplo, el caso de Espartaco o, más recientemente, el de Sudáfrica. El odioso sistema racista del Apartheid habría podido sostenerse indefinidamente. Si a los habitantes racistas de Sudáfrica no se les hubiera lanzado otra cosa que meras recriminaciones morales, los blancos nunca habrían alterado la situación en lo más mínimo. Lo que realmente la alteró fue la protesta violenta, la oposición física y decidida de la población de color y, aparte de algunos desorientados racistas ¿habría hoy alguien sensato que lamentara el cambio social y de régimen que con Nelson Mandela se operó en Sudáfrica? Creo que no. Otro caso importante es el del levantamiento indígena de Chiapas. ¿Por qué, sobre qué bases podría condenarse dicho movimiento armado y, por ende, violento? ¿qué podría sostener quien lo condenara?

Imagino que lo primero que querría decirse en su contra es que se trata de un proceso que interrumpe u obstaculiza la vida democrática nacional. Pero ¿es esa una acusación que podría lanzársele a los insurrectos? Ello sería como una broma de mal gusto y la razón es evidente: se trata de comunidades que nunca han sido incorporadas a la vida democrática. Un sistema democrático real o genuino tiene que reconocer a sus ciudadanos, identificarlos como tales, concederles derechos, protegerlos, etc., pero ¿tienen los indígenas siquiera actas de nacimiento? ¿tienen ellos derecho a ser atendidos en los hospitales del Sector Salud? ¿reciben sus niños la educación básica que supuestamente la Constitución le garantiza a todos los niños del país? ¿gozan de becas o, por ejemplo, de préstamos bancarios? Es obvio que no: los indígenas son una población marginada al interior de la democrática nación mexicana. Por lo tanto, el que obstaculicen la marcha hacia la democracia de otros no es un argumento que puedan ellos aceptar o que tenga sentido avanzar. Pero ahora el defensor de la “violencia indígena” puede pasar al contra­ataque: el problema no es solamente que los anti-democráticos indígenas no forman parte del México democrático, sino que lo que se pretende es que no formen parte de él nunca. Los indígenas no nada más son pobres, sino que conforman comunidades a las que la vida democrática va de hecho aniquilando. Podría replicarse que lo que sucede es que se les va incorporando a la vida nacional, que eso inevitablemente implica una transformación radical, pero que no toda transformación en este sentido es automáticamente condenable. Por ejemplo, el Tercer Estado francés se convirtió en una nueva clase social, a saber, la burguesía, con aspiraciones, identidad, conciencia, etc., diferentes de las que originalmente tenía y salió triunfante. ¿Por qué no podría pasar o mismo con los indígenas chiapanecos? El problema es que es precisamente eso lo que no sucede con las comunidades indígenas del sureste mexicano. Ellas de hecho no tienen ante sí opciones de transformación y desarrollo. En principio, lo único que el sistema les ofrece es su extinción qua comunidades específicas. En tanto que comunidades no son asimilables por el sistema. En esas condiciones ¿es condenable lo que parece ser su rebelión armada? Si nos atenemos a lo que hasta aquí hemos dicho, habría que reconocer que no.

No obstante, y por paradójico que pueda sonar, pienso que la violencia indígena aunque laudable no es justificable. Lo que deseo sostener es que con lo que choca su dizque violencia es no con el bien, sino con la racionalidad. En el fondo y bien miradas las cosas, no hay tal cosa como violencia indígena. Estrictamente hablando, eso es un auténtico “misnomer”, es decir, es una expresión que no designa nada. La razón que en mi opinión se puede esgrimir para condenar el movimiento zapatista es simplemente que no es coherente ni en su violencia. Su violencia es más que otra cosa un gemido, un gesto, un simulacro de violencia. No obstante, genera una violencia mayor. Es, por lo tanto, una violencia no racional. Es claro que en este caso la “violencia” no está funcionando como un mecanismo de resolución de problemas. La violencia aparente, la violencia a medias, mal manejada, tiene que terminar siendo dañina o perjudicial para los intereses de quienes la invocan, en este caso los indígenas. Quizá parte de la dificultad se deba a que el conflicto mismo no ha sido conceptuado correctamente ni siquiera por los afectados. Por ejemplo, podría sugerirse que una de las causas de la debacle zapatista es que se ha insistido en enfocar el problema indígena como si se tratara primordialmente de un problema religioso. Sobre este tema, sin embargo, no me pronunciaré en este trabajo.

Quisiera enunciar expresis verbis que nunca me fijé como uno de mis objetivos (ni en este trabajo ni en otros) exaltar la violencia. No me identifico con quienes ven en la violencia un mecanismo especial o único para generar placeres excelsos o sublimes sentimientos de triunfo y poder. Lo único que me he esforzado por hacer ha sido concederle a la violencia su verdadero status en la vida del hombre. Dada la forma tan compleja como la violencia contribuye a conformar la forma de ser de los humanos, su evaluación siempre será problemática. A veces se recurre a la violencia y posteriormente nos percatamos de que no era necesario hacerlo o a la inversa: no la empleamos y después entendemos que debimos haberlo hecho, pues de esa manera hubiéramos podido evitar males mayores. Esto es muy importante: pone de manifiesto que el carácter positivo o rechazable de la violencia no es un asunto que pueda dirimirse enteramente a priori. Parecería, en efecto, que la violencia está sometida a una cierta asimetría temporal: nuestra actitud hacia ella cambia dependiendo de si es antes o después que la consideramos y, por consiguiente, dependiendo de si finalmente sirvió para algo o no. O sea, el veredicto sobre el recurso a la violencia en un caso dado dependerá de si éste fue exitoso o si no más bien fue un fracaso. Lo benéfico o maléfico de la violencia, por lo tanto, es un asunto empírico y de la naturaleza de los fines que se persigan. Su valor depende de las consecuencias de usarla. Y algo que por ejemplo se ve claramente en política, es que hay usos coherentes e incoherentes de la violencia. Cuando la violencia es innecesaria, incompleta, mera manifestación de prepotencia y soberbia (como en el caso del conflicto con Irak), el recurso a la violencia es totalmente contraproducente e irracional. Esto es fácilmente constatable: los problemas de hecho siguen sin resolverse y no se podrán resolver por meros bombardeos. La violencia que no es un mecanismo de resolución de problemas es violencia inútil, superflua y, por ende, injustificada y condenable.

V) Violencia y Cultura

Hay quizá un sentido en el que la gran revolución tecnológica de nuestros tiempos le dio un nuevo rostro a la violencia y ha paulatinamente modificado nuestra actitud hacia ella. La verdad es que, en cierto nivel o estrato, es mucho más fácil ser violento ahora que hace varios siglos: en nuestros días es factible adquirir peligrosas armas, las armas son más destructoras que antaño, la vida humana se ha abaratado, etc. Asimismo, es más fácil que la violencia quede impune ahora que en otros tiempos. Hay, pues, un sentido en el que la violencia se ha trivializado. Es la nuestra, qué duda cabe, una época de violencia permanente, tanto silenciosa como descarnada, si bien revestida de un discurso constante de condena de la violencia. Los ideales culturales que se promueven, los símbolos para las masas, ciertamente son de seres violentos, no de seres apacibles. Sometidos a una propaganda cultural intensa, los humanos de nuestros tiempos prefieren ser como Rambo que como Lanza del Vasto. Y no deja de ser curioso que esta violencia institucionalizada en la cual vivimos traiga aparejada, como mala consciencia de sí misma, un repudio consciente de la misma. Pero este repudio no pasa de ser eso: un mero rechazo verbal. Es ésta una contradicción más del modo de producción y de vida imperantes.

En otro nivel de interacción humana, habría que decir que la tecnología también estableció un límite claro al recurso a la violencia. Crisis violentas de nivel medio no sólo proliferan, sino que se les promueve y alienta, pero una confrontación violenta entre superpotencias ya no es viable. Pretender resolver conflictos de alto nivel, a escala internacional, por medio de la violencia no sería ni positivo ni racional. Este hecho quizá obligue a los pueblos y a los gobiernos a pensar nuevos modos, nuevos esquemas de resolución de conflictos. La historia y la política actual, sin embargo, nos obligan a contemplar con pesimismo el futuro del hombre y a inferir que su pasión por la violencia es más fuerte que sus deseos más enaltecedores y edificantes.

Notas:

1. J. González, “Ética y Violencia (La Vis de la Virtud frente a la Vis de la Violencia)” en El Mundo de la Violencia. Editado por Adolfo Sánchez Vázquez (México: UNAM/FCE, 1988), p.140. 2. J. González, Ibid., pp.142- 43.3. J. González, Ibid., pp. 143- 44. 4. Aquí y a lo largo del ensayo me referiré básicamente al dolor humano. Dejo de lado, por consiguiente, la importante cuestión del dolor que los humanos causan a prácticamente el resto de los seres vivos.
5. A. Tomasini, “La Mente Irracional” en Memorias del Primer Coloquio sobre Racionalidad (México: UAM/Iztapalapa, 1999). En prensa.


Alejandro Tomasini Bassols
Instituto de Investigaciones Filosóficas
U.N.A.M.