Sobre el malestar a la modernidad
APUNTES SOBRE EL MALESTAR A LA MODERNIDAD:¿transfiguración neo-conservadora del pensamiento progresista?
José Joaquín Brunner
1998
A la consideración subjetiva, incluso a la que apunta críticamente contra sí misma, está adherido un elemento sentimental anacrónico, es decir: algo como una queja contra la marcha del mundo [...] en la que el sujeto que se lamenta corre el riesgo de quedarse detenido y petrificado en su actitud de queja, volviendo con ello a acatar, y por ello precisamente, la ley de la marcha del mundo.
T. Adorno, Mínima Moralia
Mi intención (…) es hacer el siguiente ejercicio: responder a la pregunta sobre si es efectivo, como yo pienso, que algo está cambiando en los supuestos del pensamiento progresista que lo lleva a mudar su posición y enfoque respecto de la modernidad.
La ecuación de Berman
Todos aceptan que la modernidad es una experiencia ambivalente. Quien mejor lo ha expresado es Marshall Berman: "ser modernos [o sea, tener esa experiencia vital] es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. (...) Es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia". Con la licencia del esquematismo podría afirmarse que, a lo largo del último siglo, el pensamiento progresista ha tendido a colocarse habitualmente del lado afirmativo de la ecuación de Berman y el pensamiento conservador del lado negativo. Bastan dos metáforas para ilustrarlo: el optimismo marciano frente al desarrollo de las fuerzas productivas, la revolución capitalista y su posterior reemplazo por la sociedad soñada a un lado y, al otro, el pesimismo católico frente a los "errores modernos", las libertades del liberalismo, los avances de la ciencia y el despliegue del capitalismo y la democracia. Dicho en otras palabras: por lo general, el progresismo ha confiado en la modernidad y el conservadurismo ha sospechado de ella y ha condenado sus efectos disolventes. Más aún, hay quienes piensan que el optimismo progresista es uno de los rasgo más salientes del siglo XX; al menos en el sentido de lo dicho por Ralf Dahrendorf, "en cuanto que en sus mejores posibilidades, el siglo fue social y democrático. Al final del mismo, (casi) todos nos hemos convertido en socialdemócratas. Todos nosotros hemos aceptado y hemos permitido que se conviertan en evidentes en nuestro entorno los aspectos que definen el tema del siglo socialdemócrata: crecimiento, igualdad, trabajo, razón, Estado, internacionalismo"(1).
Un cambio de clima
Sabemos, sin embargo, que el siglo ha terminado mal. La cara oscura de la modernidad nos ha llevado a dudar de la razón, del progreso, de las ideologías; incluso, se hallan en entredicho la libertad de los modernos, su confianza en el conocimiento y en los frutos de la técnica. En particular, ha cambiado el clima dentro del cual se debate sobre uno de los aspectos claves del tema socialdemócrata; el crecimiento. Hasta ayer él conformaba una de las bases del optimismo progresista. En efecto, como bien dice el mismo Dahrendorf--en esto no muy distinto de lo que pensaban Marx o Schumpeter-- "ninguna sociedad socialdemócrata puede existir sin crecimiento. Por eso, agrega, se trata de un tema específicamente moderno; y por eso está sujeto a constante peligro [...] Todas las instituciones de la sociedad socialdemócrata han sido edificadas sobre esta base del crecimiento económico. Esto es válido respecto de la competencia democrática de las promesas, pero también, indudablemente, respecto del Estado socialista y, en general, de la dimensión de las expectativas de los hombres. El binomio de más y mejor es aquí de decisiva importancia"(2). Como lo es, también, el hecho de que el "el amor socialdemócrata al crecimiento económico" jamás incluyó ni un fervor de igual intensidad por el mercado el que sólo fue aceptado a regañadientes --ni un rechazo hacia los cambios que el crecimiento trae consigo en todos los planos. Por el contrario, el progresismo los respaldó bajo el supuesto de que bien conducidos-- extenderían la igualdad de derechos y oportunidades en favor de los más. Con el cambio de clima, sin embargo, el optimismo progresista está siendo puesto a la defensiva y su espíritu, su sensibilidad, su forma de mirar el mundo, sus sentimientos de trasfondo, parecieran estar experimentando una profunda mutación. Es como si su centro de gravedad se estuvieran trasladando desde el lado izquierdo de la ecuación de Berman --el lado afirmativo-optimista-- hacia el lado derecho, el del temor al cambio y los malestares frente a sus efectos. De ser percibida como una época que precisamente por su potencial transformador pone en tensión los "mecanismos de confianza" y los "entornos de riesgo", la modernidad ha pasado a ser vista específicamente como "una época de angustia"(3).
El nivel de las suposiciones
¿En qué nivel se produce ese desplazamiento? No necesariamente en el nivel del lenguaje explícito sino que en uno más profundo; aquel que Alvin Gouldner llama el nivel de las suposiciones de trasfondo y de dominio ("background and domain assumptions") en que descansa cualquiera teoría social (4). Dicho en pocas palabras, suposiciones de trasfondo son pre-concepciones de carácter muy general y primitivo sobre el funcionamiento del mundo, sobre lo que es real, sobre si la realidad es una o múltiple, sobre si la historia humana progresa o gira en círculos, sobre si los dioses intervienen o no en el mundo y cómo, etc.; en suma, son suposiciones de carácter metafísico. Por su parte, las suposiciones de dominio se hallan referidas a un sector más limitado de la realidad. En el caso de la teoría social pueden incluir, por ejemplo, "disposiciones a creer que los hombres son racionales o irracionales; que las sociedades son precarias o fundamentalmente estables, que los problemas sociales se corregirán a sí mismos sin una intervención planeada, que el comportamiento humano es impredecible, que la verdadera humanidad del hombre reside en sus sensaciones y sentimientos"(5), etc. El propósito de mi presentación es ver cómo se modifican las suposiciones progresistas en el dominio del crecimiento cuando ellas se deslizan del lado izquierdo al lado derecho en la ecuación de Berman. Postularé que cuando el progresismo deja de mirar la modernidad como una unidad paradójica y pasa a anteponer la visión de que ella "amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos", adopta un nuevo enfoque que, propiamente, puede ser llamado como neo-conservador.
Origen y perfil del pensamiento neo-conservador
Conviene aquí hacer un breve paréntesis. La prensa suele confundir ya bien a neo-conservadores con neo-liberales o bien tiende a reducir el pensamiento neo-conservador a una suerte de integrismo fundamentalista en el plano ético-religioso. Ambas interpretaciones son equivocadas, sin embargo. Para partir, el neo-liberalismo se sitúa al lado izquierdo de la ecuación de Berman; es una visión ultra-optimista sobre papel creador de modernidad de los mercados y de la ilimitada capacidad del crecimiento económico para producir transformaciones beneficiosas en la sociedad. Por su parte, no cabe reducir el neo-conservadurismo a una reacción ético-religiosa integrista y fundamentalista frente a los males y "errores" de la modernidad. Como veremos más adelante, si bien él conlleva un anhelo de lo sagrado, de las virtudes cívicas y de un mundo con certezas y seguridades metafísicas y sociales, nada tiene que ver, en cambio, con el fundamentalismo entendido como una negación de la sociedad contemporánea que aparta la esfera religiosa de las demás esferas, particularmente la política, la cultura y la esfera de la sociedad civil (6).
Más interesante resulta constatar que el neo-conservadurismo representa en su origen, en los Estados Unidos, precisamente un cambio en el centro de gravedad y en el clima del pensamiento social crítico. Como dice uno de sus mejores exponentes, Irving Kristol, "la mayoría de sus voceros originales provienen de la izquierda" y, él mismo, escribió un libro para explicar su evolución intelectual, "que parte de un socialismo juvenil y se dirige hacia un neo-conservadurismo más maduro"(7). En la base del pensamiento neo-conservador a la Kristol existe un inconfundible rasgo de crítica a la modernidad cuyas vertientes este autor rastrea en las doctrinas del socialismo utópico y en las acusaciones de la Iglesia Católica contra los "errores modernos". Habla de "una insatisfacción que no tiene por objeto uno u otro aspecto de la modernidad liberal, sino la modernidad como tal. Podría incluso afirmarse, agrega, que la crítica socialista original al mundo burgués es, en gran medida, una versión secularizada de la acusación lanzada por la Iglesia Católica reaccionaria a un mundo que cada vez atendía menos al mensaje cristiano". Y luego Kristol concluye con el siguiente diagnóstico: "retrospectivamente, puede verse al socialismo como una suerte de rebelión contra las posibilidades del nihilismo inherentes al principio protestante y burgués; como un esfuerzo por reconstruir, en el tejido de la modernidad, una comunidad política capaz de oponerse a las corrupciones de la modernidad"(8). Cerremos aquí este paréntesis. Él nos proporciona una clave de interpretación útil; cual es, que el pensamiento neo-conservador, al desplazarse, traslada consigo algunas preocupaciones vitales del progresismo, enfocadas ahora a partir de nuevas suposiciones de dominio y una mirada distinta sobre la sociedad y la historia.
Malestar con el crecimiento
Para apreciarlo nada hay mejor que analizar la mirada neo-conservadora sobre el crecimiento --el desarrollo de las fuerzas productivas-- y su visión de la economía en el contexto de la modernidad. ¿Dónde reside el núcleo de esta cuestión? A mi entender, en que al pasar de un lado al otro de la ecuación de Berman, se cambia asimismo el foco de atención: desde las causas de la riqueza de las naciones a la comprensión de sus consecuencias. Según Kristol, este cambio de perspectiva estaría justificado por el hecho de que "como resultado de la adhesión a la economía de corte smithiano, las sociedades tienen más recursos pero, al mismo tiempo, multiplican toda suerte de nuevas patologías sociales y de descontentos [...] El crimen y todas las clases de delincuencia aumentan con el incremento de la prosperidad. También aumentan el alcoholismo y la drogadicción. La mentalidad cívica y la espiritualidad pública están corroídas por el cinismo. La búsqueda de la felicidad ya no se vincula de manera orgánica con el instinto de mejorar la propia condición mediante la dedicación"(9). Bajo esta mirada, esa lista "de patologías sociales y descontentos" no para de crecer junto al crecimiento; incluye asuntos tan distintos como el stress urbano y el consumismo, la pérdida de valores nobles y el egoísmo individualista, la neurosis y la compulsión laboral, la erosión de la familia y de las solidaridades, la soledad y los suicidios, las desigualdades en aumento y la exclusión social, la privatización de la vida y la reducción de la esfera pública, los templos del consumo y la anonimidad de los intercambios de mercado, la agresividad del automovilista y la falta de consideración en el trato humano, la grosera abundancia de los ricos y la pobreza extrema de los sectores rurales más pobres, la desprotección de las clases medias y la inseguridad vital, la destrucción de la naturaleza y la contaminación del aire y el agua, el turismo masivo y la banalidad de la televisión comercial, la vulgarización de la cultura y la desaparición de los horizontes de felicidad, etc. A partir de aquí nacen al menos tres líneas de la reflexión neo-conservadora frente a la modernidad y la modernización. La primera se refiere a sus efectos en la cultura; la segunda, a sus efectos en el orden social y la tercera a sus efectos en la política y el Estado.
El malestar en la cultura
Daniel Bell, "el conocido teórico social y el más brillante de los neo-conservadores estadounidenses" según lo llamó una vez Habermas (10), es quien mejor presenta la crítica de los efectos del crecimiento económico en la cultura. Según su análisis, desde el momento en que los mercados separan las orientaciones de la cultura de las demandas de la economía, se rompe el equilibrio puritano entre los apetitos privados y las responsabilidades públicas. Así, mientras en el temprano desarrollo del capitalismo el deseo sin freno había sido controlado por las restricciones de la ética protestante--que sirvieron para limitar la acumulación suntuaria pero no la acumulación de capital--, cuando ellas son removidas sólo quedaría el hedonismo, perdiendo el sistema capitalista su ética trascendental. ¿Qué habría gatillado ese cambio cultural? Según Bell, "el más poderoso mecanismo que destruyó la ética protestante fue el pago en cuotas o crédito inmediato". Antes, según él, "era menester ahorrar para comprar. Pero con las tarjetas de crédito se hizo posible lograr gratificaciones inmediatas. El sistema se transformó por la producción y el consumo masivos, por la creación de nuevas necesidades y nuevos medios de satisfacerlas"(11). No es una mera coincidencia que también ciertos análisis progresistas atribuya a las tarjetas de crédito y a la masificación del consumo efectos culturales perversos. Por ejemplo, hay quienes ironizan sobre el ciudadano credit-card, al cual ven atrapado "en una gigantesca cadena de consumo con pago diferido" que lo "normaliza" y disciplina, privatiza y despolitiza, forzándolo a hipotecar su futuro en aras de su ansiedad de consumo que se abre al horizonte del deseo-placer. "La tarjeta de crédito [escribe Moulian] nos hace individuos habilitados para realizar nuestros deseos, sin el ascetismo puritano de la espera"(12).
Pero retornemos a Bell con la siguiente pregunta: según usted, ¿qué sucede después de la disyunción entre crecimiento económico y motivaciones puritanas? Oigamos su respuesta: una vez autonomizada, la cultura modernista que así la llama --se hace cargo únicamente de los apetitos humanos--el ansia de auto-realización personal-- instalándose con ello un "hedonismo que promete el bienestar material y el lujo" en el lugar antes ocupado por el ascetismo de la espera. Sucede, por tanto, lo que Kristol califica como "un deslizamiento de la ética del productor [...] a la ética del consumidor"(3), la que sería ajena --por igual-- a la visión del socialismo utópico, al mensaje cristiano y a los postulados neo-conservadores. En efecto, estas concepciones ascéticas del crecimiento no se hallan interesadas en la abundancia. Más bien son espartanas en su concepción de la comunidad noble; esperan "abolir la pobreza y alcanzar un nivel decente de confort material, compartido igualitariamente por todos". Tal cual ocurre en el kibbutz, agrega Kristol, la abundancia --"en el sentido de la posesión individual y generalizada de lujos como automóviles, aparatos de televisión, radios y tocadiscos, freezers y heladeras, viajes al extranjero, etc.--, se considera un peligro político y se la afronta con una mezcla de respeto, cautela y prudencia"(14). Sugiero que la misma sensibilidad embarga a diversos círculos progresistas frente a los mall, esos "grandes templos del consumo", según los ha llamado alguien(15). Para escapar de la situación aquí descrita una situación de trastocamiento moral de la sociedad--algunos neo-conservadores sugieren la necesidad de regenerar las creencias sociales. Frente a ese mundo desencantado y hedonista, la interrogante es: cómo reencantarlo. Daniel Bell arriesga una respuesta que él mismo califica de anticuada: "el retorno de la sociedad occidental a alguna concepción de la religión". Otros plantean recuperar el horizonte utópico de la cultura como forma de superar la crisis de sentido que perciben en la modernidad, o buscan encontrar nuevas y sólidas certezas para un mundo des-tradicionalizado, o bien reclaman la falta de paradigmas teóricos y relatos políticos para salir al paso del decaimiento de las motivaciones y la erosión de los valores comunitarios.
El malestar de la anomia
En este punto nos topamos con una de las ideas-fuerzas dotadas de mayor energía que emergen desde el campo neo-conservador; cual es, la de revitalizar los lazos sociales como única forma de restituir el tejido de una sociedad fragmentada por el mercado (16). En juego entra aquí el segundo tópico que anunciamos más arriba; el impacto de la modernidad capitalista sobre el orden social. Si vamos al punto neurálgico de esta cuestión, ¿en qué consiste ese impacto?
Ortega y Gasset lo ha dicho magistralmente: en contraste con antigüedad, la palabra modernidad va referida siempre a un explosivo incremento de las posibilidades en todas las esferas de la vida. Ilustra esa apertura con una cita de Tito Livio sobre el año 212, donde en plena segunda guerra púnica, según el historiador romano, "invadió la ciudad una muchedumbre de formas de religión, principalmente extranjeras, de suerte que pareció como si de repente o los hombres o los dios se hubiesen vuelto otros"(17). Con la modernización capitalista esa confusión de hombres y dioses se acentúa de manera radical. Pues se produce una incontenible y continua multiplicación de las opciones. En eso consiste, precisamente, la ecuación de Berman: aventura de las opciones, por un lado; desventura de tener que optar en más y más esferas de la vida, por el otro. ¿Hacia dónde debemos inclinar, entonces, la balanza? ¿Hacia el lado izquierdo, radicalizando la aventura, las opciones, las novedades, los inventos y las interpretaciones, como postulan algunos pensadores posmodernos? ¿O, más bien, hacia el lado derecho como sugiere el pensamiento neo-conservador una vez que descubre --como le ha sucedido a Dahrendorf-- que en asuntos de modernidad "hacer más de lo mismo puede ser meritorio; pero no es sabio, ni efectivo"(18), según ha escrito recientemente?
La respuesta progresista frente a este dilema cambia de signo desde el momento que acepta que los "masivos incrementos de oportunidades vitales y de libertad" tienen un precio "en previsibilidad y orden" y que existe, como plantea Dahrendorf, "un umbral más allá del cual el coste de la modernidad comienza a exceder sus beneficios". Esos costes son bien conocidos por la sociología: sustitución de la comunidad orgánica por los contratos; aumento de los grados de indeterminación de la acción social; erosión de las restricciones normativas y las tradiciones; pérdida de fijeza de todas las posiciones sociales en favor de una creciente movilidad de las personas, las cosas y las ideas; secularización y pluralismo de los valores; privatización de los deseos y las satisfacciones; retraimiento de las responsabilidades públicas, etc. Más allá del umbral, entonces, las fuerzas liberadoras de la modernidad amenazarían las regulaciones sociales que hacen posible tener raíces y mantener una identidad en medio del cambio. Al fondo, lo que aquí preocupa es la disolución de los vínculos sociales "más sólidos que trascienden a los cambios sociales a corto plazo y anclan a la gente en las más profundas corrientes de la cultura"(19). De ser concebido como un proyecto de emancipación, la modernidad pasa a ser entendida como "una fuerza de incertidumbre y anomia", bajo cuya presión empezarían a desaparecer esos vínculos sociales --ligaduras-- que anclan a las personas a ciertas unidades básicas "a las que los individuos pertenecen, más que por elección, en virtud de fuerzas fuera de sualcance" (20).
Con esto se instala en el horizonte discursivo un conjunto de preocupaciones que entran fácilmente en sintonía fina con el pensamiento neo-conservador: familia, comunidad, moral colectiva, virtudes, identidades sexuales, religión, valores últimos, naturaleza humana, certidumbres. Es como si el lado derecho de la ecuación de Berman se volviera contra el lado izquierdo y, en vez de mantener entre ambos su "paradójica unión", la parte amenazada ("todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos") declarase la guerra a su contraparte, acusándola de haber llegado demasiado lejos. ¿Cuán lejos? Ya hemos visto la acusación de que el modernismo cultural termina con las restricciones puritanas, instalando en su reemplazo una suerte de bazar psicodélico y hedonista donde "todo vale". A esto se agrega ahora la acusación de que la revolución de las opciones terminaría por invadir relaciones que antes parecían inmunes a la elección individual, de modo tal que una creciente movilidad rompe los vínculos locales y sociales, las vocaciones se transforman en ocupaciones, el matrimonio civil se ve debilitado por un divorcio más fácil, las relaciones familiares tienden a contractualizarse y se tornan temporales. "Al final, incluso las distinciones biológicas de edad y sexo han sido puestas, por así decir, a subasta..."(21), reclama Dahrendorf con cierta nostalgia.
Desde un punto de vista neo-conservador, este mundo sin vínculos profundos y estables, sin organicidad comunitaria, es como la tierra baldía donde nada puede fructificar, donde los hombres y los dioses se hallan confundidos; donde las certezas se han perdido y reina por ende la inseguridad. Es un mundo hobbesiano, además, donde el hombre es un lobo para el hombre. Pues en ausencia de normas asumidas en común, reina la anomia. Dado que la regla cultural básica consiste en la libre elección, los comportamientos dejan de estar prescritos y pierden previsibilidad y certeza. "Es éste un estado de extrema incertidumbre, señala Dahrendorf, en el cual nadie sabe qué comportamiento esperar de los demás en cada situación"(22). Incluso, en el extremo, las personas perderían confianza en los demás, produciéndose un generalizado estado de temor. Recordemos lo que decía Kristol: que en estas circunstancias se "multiplican toda suerte de nuevas patologías sociales y de descontentos".
En este punto los neo-conservadores encuentran una amplia plataforma para colonizar al pensamiento progresista, obligándolo a hacerse cargo de las manifestaciones más violentas de la anomia: el crimen y los delitos. Entre los desplazamientos subterráneos que están ocurriendo en el campo intelectual, tal vez uno de los menos perceptibles hasta aquí --pero de mayores alcances-- sea precisamente éste, que nos lleva de Marx a Freud. Es decir, de la lucha de clases y los comportamientos colectivos políticamente orientados a los comportamientos individuales agresivos y a los disturbios de masas sin orientación política como se expresan en torno al fútbol, por citar un ejemplo. Con razón ha dicho Dahrendorf, "deseábamos una sociedad de ciudadanos autónomos y hemos creado una sociedad de seres humanos atemorizados o agresivos"(23). Y Daniel Bell identifica "el crecimiento de la violencia privada" como una de las principales causas de inestabilidad social y pérdida de legitimidad de los sistemas políticos(24). Inevitablemente, el discurso progresista ha debido hacerse cargo de este tema y, a falta de un repertorio propio de respuestas, se ha encontrado con la oferta de "ley y orden". Hoy se puede hablar sin siquiera pestañear de "tolerancia cero" y atribuir la generación de conductas desviadas a la falta de responsabilidad individual y no de contexto social.
El malestar en la polis
El desmembramiento y la fragmentación de las ligazones sociales con su carga explosiva de estados de inseguridad, anomia y malestar-- lleva a buscar en el Estado la garantía de orden y estabilidad que el sistema socio-económico y el cultural no proporcionan. Y con esto llegamos al tercer tópico anunciado; el del impacto de la modernidad sobre la política. A diferencia del neo-liberalismo, el pensamiento neo-conservador no es contrario al Estado como materia de principio o ideología. Por el contrario, según Kristol, "los neo-conservadores, aunque respeten el mercado como mecanismo económico, no son libertarios como un Milton Friedman o un Friedrich von Hayeck. Un Estado benefactor conservador --lo que alguna vez recibió el nombre de un Estado asistente social-- es perfectamente compatible con la perspectiva neo-conservadora"(25). Los ámbitos de actuación de ese Estado son básicamente dos conforme al diagnóstico sobre una modernidad esencialmente destructiva. Por un lado, el Estado debería intervenir en el mercado de bienes culturales, de modo de limitar sus efectos de erosión valórica. Defenderse frente a la cultura de masas y los medios de comunicación es un objetivo preferido de todos quienes comparten un común talante apocalíptico frente a la masificación cultural. Por lo tanto, postula Kristol, cabe al Estado tomar bajo su responsabilidad "la orientación de las preferencias que la gente ejerce en un mercado libre; si se quiere, para elevarlas. Más aún, agrega, los neo-conservadores creen que es natural que la gente quiera que sus preferencias sean elevadas. La versión corriente del liberalismo, que prescribe una intervención masiva del gobierno en el mercado y un laissez-faire absoluto en lo que hace a las costumbres y a la moral, choca a los neo-conservadores, que la consideran una inversión temeraria de las prioridades"(26). Nada muy distinto suele plantearse en nuestros propios debates sobre la televisión. El mercado de mensajes y el rating son acusados de traer consigo males morales que con su difusión terminarían por debilitar la cultura cívica de la nación. A lo anterior se agrega una creciente resistencia frente a las tendencias globalizantes de las industrias culturales. En suma, un Estado activo en defensa de los valores constituye el primero de los dos ejes. El otro es un Estado que se haga cargo de las tendencias disolventes de la modernidad en la esfera de la sociedad civil; un Estado, por lo mismo, que administre no sólo sentidos sino que, además, garantice seguridades. Un Estado anti-anómico, en condiciones de devolver a la gente lo que el potencial destructivo de la modernidad le quita. Kristol habla de reformar el Estado para adecuarlo "a las predisposiciones conservadoras de la gente"; de "una suerte de Estado garante social que suministre la seguridad social y económica requerida por las demandas de una ciudadanía moderna". (27). Por su parte, Daniel Bell reivindica el papel de lo que llama, sintomáticamente, el "hogar público", que es su equivalente para Estado, sector público o finanzas fiscales. A diferencia del mercado y la economía doméstica--el hogar privado, el hogar público satisface necesidades comunes y debe intervenir en la política social normativa, incluyendo derechos civiles, vivienda, medio ambiente, atención médica y el apoyo a los ingresos de grupos vulnerables. La tesis de Bell es que el hogar público proporciona el único cemento posible para una sociedad con economía de mercado. Al fondo, se trataría aquí de cómo usar la política contra la fragmentación que trae consigo --y amplía continuamente-- la sociedad liberal. El Estado proporciona una alternativa: la otra es la comunidad. ¿Cómo así? Déjenme decirlo en los términos de un conocido filósofo social: "la sociedad liberal, vista bajo la óptica de [la] crítica comunitaria, es fragmentación en la práctica y, la comunidad, su exacto opuesto: el hogar de la coherencia, de la conexión y la capacidad narrativa. Pero aquí estoy menos preocupado de las diversas versiones que se pueden ofrecer de ese Edén perdido que de la repetida insistencia en la realidad de la fragmentación posterior a esa pérdida. Ese es el tema común de todos los comunitarismos contemporáneos: lamentaciones neo-conservadoras, acusaciones neo-marxistas y desvelos neoclásicos o republicanos"(28). Efectivamente, el comunitarismo contemporáneo recoge muchos de los descontentos que provoca el lado izquierdo de la ecuación de Berman. Rechaza como insoportable un mundo donde sólo hay cabida para las opciones, pero donde faltan las raíces. Por tanto, como dice un comunitarista del norte, "un mundo sin familias [...] sin vecindarios, comunidades étnicas, iglesias, ciudades y pueblos, incluso naciones (en contraste con Estados). Es, para usar la terminología de [...] Habermas, un mundo de individuos y sistemas (económicos y administrativos), pero no un mundo de vida"(29). Conforme a esta visión, en la sociedad liberal hay un déficit de raíces que "concierne a todo aquello que es profundo, permanente, singular y único; todo aquello que proporciona seguridad y consistencia". Por el contrario, hay un exceso de opciones que "concierne a todo aquello que es variable, efímero, reemplazable e indeterminado desde el punto de vista de las raíces"(30). Esta ausencia de gravidez atribuida a la modernidad tardía es uno de los blancos preferidos no sólo de la crítica especializada a la cultura posmoderna--proveniente del pensamiento neo-conservador(31) o del marxismo académico (32) sino que también objeto de la crítica vulgar a la cultura light.
En suma, hay un anhelo compartido entre comunitarios y neo-conservadores: el de reconstruir --en medio de los mercados-- una sociabilidad solidaria basada en la confianza y proyectada hacia un espacio público densamente poblado por canales de participación. Se espera que ahí las personas usarán sus derechos pero asumirán también sus responsabilidades. Ciudadanos virtuosos con fuerte pertenencia a comunidades de identidad; tal parece ser el objetivo político de estas vertientes de pensamiento. Su ideal, una democracia de tejido social estrechamente imbricado, por oposición a aquella otra versión más delgada, tenue y pluralista que se adjudica a la sociedad liberal.
Conclusión
En una época con baja diferenciación de postulados político-intelectuales, las suposiciones a partir de las cuales aquellos se construyen adquieren particular importancia. Por decirlo de una manera polémica, la mirada, la sensibilidad, reemplaza en estas circunstancias a las ideologías. No da lo mismo "sentir" que la modernidad es destructiva de cualquiera raíz o vínculo valioso que imaginar que ella se dirige hacia un horizonte más abierto de posibilidades. Tampoco es indiferente partir del supuesto de que la comunidad une o de que los individuos se separan en el mercado. Ni está desprovisto de efectos mirar la cultura moderna como un bazar o concebirla como un campo de signos en rotación. Mi propósito ha sido llamar la atención hacia esos cambios que ocurren en el trasfondo del pensamiento; en este caso del pensamiento progresista, el cual parece estar haciendo un giro que puede describirse como un desplazamiento a lo largo de la ecuación de Berman.
Como consecuencia de este cambio de perspectiva, la mirada y la sensibilidad progresistas manifiestan ahora, por primera vez, temor a la modernidad. Su optimismo de ayer el de socialistas utópicos y científicos, igual que de los socialdemócratas da paso así a un apenas encubierto pesimismo a través de cuyo lente el crecimiento es visto como causa de malestares y la revolución tecnológica como una amenaza para la cultura. De cierta forma, con esto colapsa uno de los aspectos matrices del progresismo que, hasta aquí, consistía en una visión y un sentimiento afirmativos y optimistas respecto del movimiento de lo moderno. Con la caída de ese valor-eje, el progresismo deja caer también su pre-juicio favorable a los cambios que el crecimiento trae consigo. Particularmente, respecto de la movilidad geográfica acentuada ahora por el globalismo; de la movilidad social con su efecto desintegrador de clases y estamentos; de la movilidad familiar que transforma los contextos de intimidad y de la movilidad política que se traduce en electorados crecientemente independientes.(33). En vez, la modernidad empieza a ser vista como una divinidad ciega y destructiva, que sólo deja escombros a su paso. La sociedad aparece aplastada bajo el peso de esta maquinaria que avanza sin frenos, consumiendo la naturaleza y la cultura en su vertiginosa carrera. Finalmente el progresismo se ve obligado a confrontarse con la conclusión de que ella "amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos". Sólo parecieran quedar, entonces, el malestar, la inseguridad, el miedo. A ese progresismo puesto a la defensiva, más preocupado por los efectos deletéreos que por las causas generadoras del crecimiento, llamamos aquí neo-conservadurismo. Se trata de una actitud, una sensibilidad y, al mismo tiempo, de una toma de posición intelectual. Es algo así como una teoría del malestar dentro de la modernidad que resuena más con los temores que ella despierta que con las opciones que crea. Bajo esa mirada, el crecimiento de lo moderno con sus incesantes efectos desestabilizadores--aparece ante todo como un riesgo y el orden social, la cultura y la política son vistos como insoportablemente fragmentados, leves, sin raíces, vulnerables. Todo lo sólido parece desvanecerse en el aire y, con ello, se debilitan o esfuman también los puntos de referencia del progresismo finisecular: la razón, el Estado, la igualdad, la comunidad, los horizontes utópicos. El progresismo ha sido puesto así en la incómoda posición del ángel de la historia del que nos habla Walter Benjamin. "Su rostro se halla vuelto hacia el pasado. Allí donde nosotros percibimos una cadena de eventos, él ve una sola catástrofe que acumula desastre sobre desastre y los arroja frente a sus pies. El ángel quisiera quedarse, despertar a los muertos, y devolver su integridad a lo que ha sido hecho pedazos. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso; ha quedado atrapada con tal violencia en sus alas que el ángel ya no las puede plegar. La tormenta lo propulsa irresistiblemente al futuro hacia el cual se halla vuelta su espalda, mientras delante de él los escombros crecen hasta el cielo. Esa tormenta es lo que llamamos progreso". (34).
La pregunta que resta por responder es esta: ¿ha cambiado tanto la modernidad (tardía) para peor o han cambiado, por el contrario, las suposiciones del progresismo al punto de que la modernidad le parece ahora insoportable? ¿Estamos frente a una crítica progresista de la modernidad o a un malestar neo-conservador con ella?
Notas
(1) Ralf Dahrendorf, Las Oportunidades de la Crisis. Unión Editorial S.A., Madrid, 1983, p.14
(2) Ibid., p.15
(3) Ver Anthony Giddens, Modernidad e Identidad del Yo. El Yo y la Sociedad en la Época Contemporánea. Ediciones Península, Barcelona, 1995, especialmente Capítulo 1, "Los contornos de la modernidad reciente".
(4) Alvin W. Gouldner, The Coming Crisis of Western Sociology. Heinemann, London, 1972, pp. 29-45 Irving Kristol, op.cit., p.85
(5) Ibid., p.31
(6) Gianfranco Pasquino, "Secularization". En Joel Krieger, The Oxford Companion to Politics of the World. Oxford University Press, New York, 1993, pp.819-820
(7) Irving Kristol, Reflexiones de un Neoconservador. Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1986, pp. 12 y 15. Sobre los orígenes del pensamiento neo-conservador en los Estados Unidos ver Mark Gerson, The Neoconservative Vision: From the Cold War to the Culture Wars. Madison Books, Lanham, 1997
(8) Ibid., pp. 141 y 142.
(9) Ibid., p.201
(10) Jürgen Habermas, "La modernidad: un proyecto inacabado". En Jürgen Habermas, Ensayos Políticos. Ediciones Península, Barcelona, 1986, p. 269
(11) Daniel Bell, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo. Alianza
Editorial, Madrid, 1977, p.33
(12) Tomás Moulian, Chile Actual. Anatomía de un Mito. LOM-ARCIS, 1997, pp.102 a 110, cita de p.105
(13) Irving Kristol, op.cit., p. 85
(14) Ibid., p.142
(15) Tomás Moulian, op.cit., p.114. En términos cuasi religiosos de fascinación frente a la tentación y el pecado, Moulian proclama que "allí se despliegan las mejores condiciones para que consumir pueda convertirse—como el juego--en una pasión. Los objetos alcanzan su punto máximo de fetichización, por tanto despliegan todo su devastador encanto". (16) Es interesante observar que un movimiento en igual dirección se produjo dentro del pensamiento social crítico de los países de Europa del este, justo antes de la gran transformación capitalista que ahora tiene lugar allá. En efecto, quienes buscaban en el campo de la teoría política y social una alternativa a las formas de coordinación burocrática, elaboraron lo que un autor denomina una "retrotopia", en la cual "la reciprocidad prometía proporcionar una red cívica espontánea, voluntaria, de solidaridad en contra de las consecuencias individualizantes, atomizantes y alienantes de la centralización; encalves auto-protegidos situados fuera de la vista del centro". István Rév, "Retrotopia: critical reason turns primitive". En Current Sociology, Vol. 46, Number 2, April 1998, p. 61
(17) Tito Livio, XXV, 1, citado en José Ortega y Gasset, Una Interpretación de la Historia Universal. Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 181
(18) Ralf Dahrendorf, Ley y Orden. Editorial Civitas, S.A., Madrid 1994, p. 60
(19) Ibid., p. 63
(20) Ralf Dahrendorf, Ley y Orden, op.cit., p. 63
(21) Ibid., p. 64
(22) Ralf Dahrendorf, Ley y Orden, op.cit., p.41
(23) Ibid., p. 16
(24) Daniel Bell, op.cit., p.174
(25) Irving Kristol, op.cit., p.95
(26) Ibid., p.95
(27) Ibid., p. 13
(28) Michael Walzer, "The communitarian critique of liberalism". En Amitai Etzioni (ed.), New Communitarian Thinking. Persons, Virtues, Institutions, and Communities. University Press of Virginia, Charlotesville, 1995, p. 55
(29) Robert N. Bellah, "Community properly understood: a defense of
democratic communitarianism". En Amitai Etzioni (ed.), The Essential Communitarian Reader. Rowman & Littlefield Publishers, Inc. Lanham, 1998, p. 17
(30) Boaventura de Sousa Santos, "The Fall of the Aneglus Novus: beyond the modern game of roots and options". En Current Sociology, Vol. 46, Number 2, April 1998, p. 86
(31) Por ejemplo, Danel Bell, "El fin del modernismo". Revista Claves, N° 78, diciembre 1997
(32) Frederic Jameson, Postmodernism or the Cultural Logic of Late Capitalism. Verso, London, 1991
(33) Sobre estas "cuatro movilidades" ver Michael Walzer, op.cit. Y sobre las dificultades modernas de construcción de subjetividades e identidad ver Anthony Giddens, op.cit.
(34) Walter Benjamin, Illuminations. Schocken, New York, 1968, p. 257

