La filosofía de la modernidad
Por Leszck Kolakowsky
Para agregar algo más a la pretensión de enseñar cómo debe ser el mundo, señalemos que, de todos modos, la filosofía llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo sólo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación y se halla ya lista y terminada. Lo que enseña el concepto lo muestra con la misma necesidad la historia: sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y erige a este mismo aprehendido en su sustancia, en la figura de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo alza su vuelo en el ocaso.
G.W.F. Hegel: Fundamentos de la Filosofía del derecho
Si hemos de creer a Hegel o a Collingwood ninguna época o civilización es capaz de identificarse conceptualmente. Esto es posible cuando haya desaparecido y aún entonces, como sabemos muy bien, tal identificación nunca es cierta o universalmente aceptada. La “morfología” general de las civilizaciones y la descripción de sus características constitutivas son notoriamente controvertidas y están ampliamente cargadas de prejuicios ideológicos, bien como consecuencia de la expresión de un deseo de autoafirmación mediante la comparación con el pasado, o bien debido a un malestar dentro del entorno cultural propio, con la consiguiente nostalgia de los buenos viejos tiempos.
Collingwood sugiere que cada período histórico tiene un número de presuposiciones básicas – “absolutas” – que son incapaces de ser claramente articuladas en ese período y que proporcionan una inspiración latente para los valores y creencias explícitas de la época en cuestión, así como para sus reacciones y aspiraciones típicas. Si eso es así, podríamos intentar detectar y sacar a relucir aquellas presuposiciones que operaban en la vida de nuestros antiguos y medievales y tal vez construir sobre esta base, una “historia de las mentalidades” (en contraposición a la “historia de las ideas”). Pero, en principio, se nos niega descubrir las presuposiciones de nuestra propia época, a no ser, por supuesto, que el Buho de Minerva ya haya volado y nos encontremos, sin saberlo, viviendo en un crepúsculo, esto es, en el punto terminal de una época.
Por lo tanto, aceptemos nuestra ignorancia incurable de nuestra propia fundamentación espiritual, conformémonos con el análisis de la superficie de nuestra “modernidad”, sea el que sea el significado de esta palabra.
Sea el que sea, lo que es cierto es que la modernidad es tan poco moderna como lo son los ataques contra la modernidad. Aquel melancólico “Ah hoy en día...” “Ya no queda.” “En los viejos tiempos...” y expresiones similares que contrastan el presente corrompido con el esplendor del pasado, probablemente son tan viejas como la raza humana misma; las hallamos en la Biblia y en la Odisea. Me puedo imaginar a unos nómadas paleolíticos resistiendo a la idea descabellada de que sería mejor que la gente tuviera residencia permanente, o prediciendo la degeneración inminente de la humanidad como resultado del invento nefasto de la rueda.
La historia de la humanidad concebida como una degeneración pertenece, como sabemos, al más persistente de los temas mitológicos que hallamos en varias partes del mundo, incluyendo el símbolo del exilio y la descripción de las cinco edades de Hesíodo. La frecuencia de tales mitos sugiere que aparte de otras posibles funciones sociales y cognoscitivas- proclaman una desconfianza, universalmente humana y conservadora, del cambio; una sospecha de que el “progreso”, pensándolo mejor, no es en absoluto progreso; una reticencia a asimilar las transformaciones, por muy beneficiosas que aparezcan, del orden establecido de las cosas. Con todo, los cambios se producen y suelen encontrar un número suficiente de partidarios entusiastas. El choque entre “lo viejo” y “lo moderno” es, probablemente, sempiterno y nunca nos desharemos de él, ya que expresa la tensión natural entre estructura y evolución. Esta tensión parece estar fundamentada biológicamente; es, podemos suponer, una característica de la vida misma.
Obviamente es necesario que una sociedad tenga las fuerzas de la conservación y del cambio y es muy dudoso que cualquier teoría elabore jamás las herramientas mediante las cuales se podrá medir la fuerza relativa de estas energías opuestas en una sociedad particular, sumar y restar como vectores cuantificables y construir, sobre esta base, un esquema general de desarrollo dotado del poder de la predicción. Sólo podemos adivinar qué es lo que da a algunas sociedades la capacidad de asimilar cambios rápidos sin venirse abajo, lo que hace que otras se conformen con un ritmo de movimiento muy lento, y cuáles son las condiciones exactas en las que el desarrollo o el estancamiento llevan a crisis violentas o a la autodestrucción.
La curiosidad, esto es, el impulso por explotar el mundo desinteresadamente, sin ser estimulado por el peligro o por el descontento psicológico, es, según los partidarios de la evolución, una capacidad que esta fundamentada sobre características morfológicas específicas de nuestra especie y por lo tanto no podemos erradicarla de nuestras mentes mientras la especie siga siendo lo que es. Como atestiguan tanto el accidente deplorable de Pandora como las aventuras de nuestros progenitores en el Paraíso, la curiosidad ha sido una de las principales causas de las calamidades y desgracias que han sucedido a la humanidad, a la vez que ha sido, sin duda alguna, la fuente de todos sus logros.
Con todo, el impulso explorativo no ha sido repartido equitativamente entre las distintas civilizaciones. Generaciones de eruditos se han preguntado lo siguiente: ¿por qué será que la civilización que emergió de fuentes griegas, latinas, judaicas y cristianas, ha sido tan singularmente prodigiosa en el fomento y la expansión de cambios rápidos y acelerados en las ciencias, la tecnología, las artes y el orden social, mientras que muchas culturas han permanecido a lo largo de los siglos en condiciones prácticamente estancadas, sin experimentar apenas cambios o volviendo a un largo letargo tras erupciones brevísimas de espíritu creativo?. No hallamos una respuesta adecuada a esta pregunta. Cada civilización es una aglutinación contingente de varias circunstancias sociales, demográficas, climáticas, lingüísticas y psicológicas; cualquier búsqueda de una única causa última de su emergencia o declive parece poca prometedora. Cuando leemos estudios que pretendan explicar, por ejemplo, que el Imperio romano colapsó debido al uso generalizado de vasijas de plomo que produjo el envenenamiento masivo y la destrucción de las células cerebrales de las clases acomodadas, o que la Reforma surgió como resultado de la expansión de la enfermedad venérea en Europa, no podemos sino albergar dudas serias acerca de la validez de tales explicaciones.
Por otra parte, la tentación de buscar “causas” es difícil de combatir, incluso si adivinamos que las civilizaciones surgen y se vienen abajo debido al impacto de innumerables factores cada uno independiente de los otros. Lo mismo podemos decir de la aparición de nuevas especies animales o vegetales del emplazamiento histórico de las ciudades, de la distribución de las montañas en la superficie terrestre, o de la formación de la lengua de un grupo étnico particular. El intento de identificar nuestra civilización es un intento de identificarnos a nosotros mismos, de captar el “Ego” único y colectivo necesario, cuya no-existencia sería tan inconcebible como lo sería para mí mi propia no-existencia. Así que aunque no hallemos respuesta a la pregunta “¿por qué es como es nuestra cultura?”, es poco probable que sea borrada de nuestra mente.
La “modernidad” misma no es moderna, pero claramente los choques acerca de la modernidad son más destacados en algunas civilizaciones que en otras, y nunca de forma tan aguda como en la época actual. Al principio del siglo IV Iamblichos declaró que los griegos son, por su propia naturaleza, amantes de lo novedoso, y que desprecian a la tradición – en contraste con los bárbaros. Pero no alababa a los griegos por ello, sino todo lo contrario. ¿ Seguimos siendo herederos de los griegos en este respeto? ¿Sigue asentada nuestra civilización sobre la creencia – jamás esbozada en palabras, dicho sea de paso – de que lo nuevo es bueno por definición? ¿Será ésta una de nuestras “presuposiciones absolutas?”. Esto es lo que sugiere el juicio de valor que normalmente está asociado con el adjetivo “conservador”; esta palabra es claramente peyorativa y apenas encontramos gente dispuesta a aplicarla a sí misma. Y sin embargo la palabra “conservador” no supone más que la creencia de que el pasado, en algunos de sus aspectos, por secundarios que sean, fue mejor que el presente. Si ser conservador significa que, automáticamente, se está equivocado – y el adjetivo casi siempre se emplea con esta connotación – entonces se estará equivocado siempre que se piense que el pasado ha sido mejor en el aspecto que sea, lo que equivale a decir que, en cualquier aspecto, lo novedoso es mejor. Y sin embargo, casi nunca expresamos nuestro “progresismo” en estos términos tan atrevidos.
La misma ambigüedad gira alrededor de la palabra “moderno”. En Alemán, la palabra significa, a la vez “moderno” y “a la moda”, mientras que en inglés y en otras lenguas europeas se hace una distinción entre estos dos significados. No obstante, puede que los alemanes tengan razón: no está claro cómo se ha de perfilar la distinción, por lo menos en áreas en las que son aplicables ambas acepciones. Ciertamente en algunos casos no caben ambos significados, como por ejemplo en expresiones tales como “tecnología moderna”, “ciencia moderna” y “dirección moderna de empresas”. Aquí no cabe la expresión “a la moda”, pero es difícil explicar la diferencia entre “ideas modernas” e “ideas a la moda”, “pintura moderna” y “pintura a la moda”, o “ropa moderna” y “ropa a la moda”. En muchos casos el concepto “moderno” parece estar libre de “valoración” y ser neutral, al igual que el concepto de “a la moda”. Lo moderno es lo que prevalece en nuestro tiempo, y por supuesto la palabra se usa con frecuencia de modo sarcástico (como en la película Tiempos Modernos de Chaplin).
Por otra parte, las expresiones “ciencia moderna” y “tecnología moderna” sugieren, por lo menos en el habla común, que lo que es moderno es por eso mismo mejor. La ambigüedad de los significados acaso refleje la ambigüedad, que ya mencionamos, acerca de nuestra actitud frente al cambio: es, a la vez, acogido y temido, deseado y condenado. Muchas empresas, en sus campañas publicitarias, emplean expresiones tales como “muebles al viejo estilo” y “una sopa según la receta de la abuela”, a la vez que otras como “un jabón completamente nuevo” y “una fantástica novedad en la industria de la blancura”. Ambos tipos de trucos aparentemente funcionan. No sé si la sociología de la publicidad ha producido un estudio de cómo, dónde o por qué estos slogans, aparentemente contradictorios, producen los mismos resultados.
Sin tener idea alguna de lo que es la “modernidad” se ha intentado últimamente evadir la cuestión y se ha empezado a hablar de la “pos-modernidad” (como extensión o imitación de otras expresiones más viejas cómo “sociedad post-industrial”, “post-capitalismo”, etc.). No sé que es lo “post-moderno”, ni tengo conciencia de que tenga que saberlo. ¿Cómo se diferencia de lo “pre-moderno”? ¿ Qué puede venir después de lo post- post- moderno”, lo “neo-moderno”, lo “neo-antimoderno”?. Pero dejando aparte las etiquetas, sigue en pie la cuestión de fondo: ¿Por qué tanto malestar en cuanto a la modernidad y cuales son las fuentes de aquellos aspectos de la modernidad que hacen que el malestar sea particularmente doloroso?.
Hasta que punto se puede extender en el tiempo la noción de la modernidad, depende, claro está, de lo que creamos que sea constitutivo de su significado. Si lo constituye la gran empresa, la planificación racional, el estado de beneficencia y la subsiguiente burocratización de las relaciones sociales, entonces habrá que hablar en términos de décadas y no de siglos. Si pensamos, por el contrario, que la modernidad se fundamenta en la ciencia, será adecuado arrancar desde la primera mitad del siglo XVII, cuando las reglas básicas de la investigación científica fueron codificadas y elaboradas y cuando los científicos – principalmente gracias a Galileo y sus seguidores – se dieron cuenta de que no había que concebir a la física como una asociación con la experiencia, sino más bien como una elaboración de modelos abstractos que jamás podrían ser enmarcados en condiciones experimentales.
No hay razón, por lo tanto, que impida que profundicemos aún más en el pasado: la condición crucial de la ciencia moderna fue el movimiento hacia la emancipación de la Razón Secular con respecto a la Revelación y la lucha, en las universidades medievales, por la independencia de las facultades de arte con respecto a la teología, como parte importante de este movimiento. La distinción misma entre conocimiento natural y conocimiento inspirado divinamente, que se hace en la filosofía cristiana a partir del siglo XI, ha sido, a su vez, la base conceptual de esta lucha. Resultaría difícil decidir que vino primero: la separación puramente filosófica de dos áreas del saber, o el proceso social que la clase intelectual urbana, con su reivindicación de la autonomía estableció.
¿Debemos, por lo tanto proyectar nuestra “modernidad” hasta el siglo XI y hacer que San Anselmo y Abelardo sean sus protagonistas – el primero en contra de su voluntad, el segundo, voluntariamente?. No hay nada equivocado, conceptualmente, en esta proyección, pero tampoco hay nada muy útil. Podríamos seguir hasta limites infinitamente lejos, por supuesto, en nuestra búsqueda de las raíces de nuestra civilización, pero la pregunta que tantos hemos intentando contestar ya no es tanto la de cuándo empezó la “modernidad”, sino la de cuál es el núcleo- sea explícitamente esbozado o no- de nuestro Unbegahen in der Kultur (malestar cultural) contemporáneo. De todos modos, para que la palabra “modernidad” sea útil, el significado de la primera pregunta ha de depender de la respuesta a la segunda.
La primera respuesta que viene naturalmente a la mente queda resumida, desde luego, en la palabra Entzauberung (desencanto), de Weber, o en cualquier término que cubra, a grandes rasgos, el mismo fenómeno.
Experimentamos una sobrecogedora y a la vez humillante sensación de “algo visto” al contemplar y asistir a discusiones contemporáneas sobre los efectos destructivos de la llamada secularización de la civilización occidental, de la evaporación aparentemente progresiva de nuestra herencia religiosa y del triste espectáculo de un mundo sin Dios. Parece como si de repente despertásemos para percibir las cosas que los sacerdotes humildes –y no necesariamente muy formados –han estado viviendo y denunciando repetidamente en sus homilías dominicales durante tres siglos. Ellos llevan diciendo a sus fieles que un mundo que se olvida de Dios, se olvida de la distinción misma entre el bien y el mal, hace que la vida humana carezca de sentido y se convierta al nihilismo. Ahora, nosotros, orgullosamente imbuidos de nuestros conocimientos sociológicos, históricos, antropológicos y filosóficos, descubrimos la misma sabiduría simple, que intentamos expresar en un idioma algo más sofisticado.
Admito que por ser vieja y simple, esta sabiduría no deja necesariamente de ser verdadera, y de hecho creo que es verdadera (con algunas cualificaciones). ¿Fue Descartes el primer culpable?. Probablemente si, aún reconociendo que codificó filosóficamente una corriente cultural que ya se había abierto camino antes él.
Al equipararla materia con la extensión, y por o tanto al abolir la verdadera variedad en el universo físico, al hacer que este universo obedezca infaliblemente unas leyes de mecánica simples y omni-explicativas y al reducir a Dios a su creador y soporte lógicamente necesario –un soporte, sin embargo, constante y por lo tanto privado de significado a la hora de explicar cualquier hecho particular - Descartes, de forma definitiva –o por lo menos aparentemente – deshizo el concepto del Cosmos, de un orden de la Naturaleza que tiene una finalidad. El mundo se vio privado del alma, y sólo sobre este presupuesto pudo evolucionar la ciencia moderna. Ya no eran concebibles ni milagros ni misterios, ni intervenciones divinas o diabólicas en el transcurso de los acontecimientos. Y a partir de este momento, cualquier esfuerzo por resolver el conflicto entre la vieja sabiduría cristiana y la llamada visión científica del mundo estaba llamado – teóricamente – al fracaso.
Ciertamente, pasó tiempo antes de que las consecuencias de este nuevo universo fueran a develarse: la secularización masiva y consciente es un fenómeno relativamente reciente. Parece, no obstante, desde la perspectiva actual, que la erosión de la fe, que avanzaba inexorablemente entre las clase educadas, era inevitable. La fe pudo sobrevivir, protegida ambiguamente de la invasión del racionalismo mediante un número de mecanismos lógicos y relegada a un rincón donde pudiera ser a la vez inofensiva e insignificante.
Durante generaciones, muchas personas podían vivir sin darse cuenta de ser habitantes de dos mundos incompatibles y así proteger, con una cáscara muy frágil, la comodidad de la fe y confiar, a la vez en el progreso, la verdad Científica y la Tecnología Moderna. La cáscara eventualmente llegaría a romperse, en la última instancia por la acción del ruidoso martillo filosófico de Nietzsche. Su pasión destructiva hizo estragos en la aparente seguridad espiritual de las clases medias y destruyó por completo lo que él creía que era la mala fe de aquellos que se resistían a ser testigos de la muerte de Dios. Al atacar apasionadamente la seguridad mental falsa de la gente que no se daba cuenta de lo que ocurría. Nietzsche tuvo éxito porque fue él quien lo dijo todo hasta el final; el mundo no genera sentido alguno, ni distinción entre el bien y el mal; la realidad carece de sentido y no existe otra realidad oculta en la sombra; el mundo tal como lo conocemos en el Ultimun, no nos comunica mensaje alguno, no se refiere a nada más, se basta a sí mismo y además es sordomudo.
Todo esto había que decirlo y Nietzsche encontró una solución o un antídoto contra la desesperación: esta solución era la locura. Ya no quedaba mucho por decir según las líneas marcadas por él. Parece que el destino le había designado profeta de la modernidad.
De hecho Nietzsche fue demasiado ambiguo como para asumir esta tarea. Por un lado, él afirmaba – presionado- las consecuencias intelectuales y morales irreversibles de la modernidad y ridiculizaba a aquellos que intentaban, tímidamente, salvaguardar algo de la vieja tradición. Por otro lado, denunciaba el horror de la modernidad, la cosecha amarga del progreso; aceptaba que lo que sabía- y decía – era terrorífico. Alababa el espíritu de la ciencia en contra de las “mentiras” cristianas, pero, al mismo tiempo quería escapar de la miseria del igualitarismo democrático para refugiarse en el ideal del genio sin civilizar. Pero la modernidad busca su satisfacción en su superioridad y no quiere ser descuartizada por la duda y la desesperación.
Consiguientemente, Nietzsche no llegó a ser la ortodoxia explícita de nuestra época. Dicha ortodoxia explícita aún esta sin consolidarse, Intentamos afirmar nuestra modernidad y al mismo tiempo escapar de sus efectos mediante diversos mecanismos intelectuales, para convencernos de que el significado puede ser recuperado o restaurado al margen de la herencia religiosa tradicional de la humanidad y a pesar de la destrucción que nos ha traído la modernidad. Algunas versiones de la teología popular liberal contribuyen a este fin. También lo hacen algunas variedades del marxismo. Nadie puede prever hasta cuándo y hasta que punto esta labor de reconciliación vaya a tener éxito. Pero el despertar de los intelectuales hacia los peligros de la secularización, que acabamos de mencionar, no parece ser un camino prometedor para conducirnos fuera del atolladero en el que se encuentra actualmente la humanidad. No porque tales reflexiones sean falsas, sino porque son sospechosas de haber nacido de un espíritu manipulativo inconsistente.
Hay algo alarmante en la desesperación de los intelectuales que no poseen una afiliación, fe o lealtad religiosa propias, y que insisten en el papel educativo y moral de la religión en nuestro mundo, a la vez que deploran su fragilidad, de la que ellos mismos son elocuentes testigos. No les culpo por ser irreligiosos ni por afirmar el valor crucial de la experiencia religiosa, pero no puedo persuadirme de que su trabajo va a producir los cambios que ellos anhelan, porque para difundir la fe hace falta tener fe, no una afirmación intelectual de la utilidad social de la fe.
La reflexión moderna sobre el lugar que corresponde a lo Sagrado en la vida humana no quiere ser manipulativa en el sentido de los libertinos del siglo XVII, que admitían que si bien la piedad era necesaria para los simplones, lo que convenía a los ilustrados era la incredulidad escéptica. Tal planteamiento, por muy comprensible que sea, no sólo nos deja en el lugar de partida; sino que es, en sí, un producto de la misma modernidad que pretende restringir, y a la vez una expresión del descontento melancólico de la modernidad consigo misma.
Hemos de andar con cautela, no obstante, a la hora de emitir juicios sobre lo que, en nuestra cultura, expresa la modernidad y lo que expresa una resistencia antí-moderna. Sabemos, por la experiencia histórica que lo novedoso en los procesos culturales, a menudo, lo viejo camuflado, y viceversa.
La Reforma protestante era ostensible y conscientemente reaccionaria: su sueño era contrarrestar los efectos corruptibles de un desarrollo multisecular en la teología, en la Razón secular, en las formas institucionalizadas de la Cristiandad, y de recobrar la pureza prístina de la fe de los tiempos apostólicos. Pero al deshacerse de la tradición acumulada como fuente de la autoridad intelectual y moral, de hecho la Reforma fomentó un movimiento exactamente opuesto a sus intenciones. Liberó el espíritu de la indagación racional en temas religiosos porque hizo que la razón –por otro lado muy atacada –se independizara de la Iglesia y de la tradición.
El nacionalismo romántico se expresó a menudo como una búsqueda nostálgica de la belleza perdida del mundo pre-industrial, pero al alabar el pretérito contribuyó en gran medida a la noción eminentemente moderna del estado – nación, y un producto tan soberbiamente moderno como el nazismo pudo surgir como un renacimiento monstruoso de aquellos ensueños románticos, demostrando, tal vez que no se puede medir adecuadamente la modernidad sobre el eje “tradición- racionalidad”.
El marxismo fue una mezcla de un entusiasmo inequívoco a favor de la modernidad, la organización racional y el progreso tecnológico, y el mismo melancólico anhelo de la comunidad arcaica. Culminó en la esperanza utópica de un mundo futuro perfecto, en el que ambas series de valores iban a fusionarse en una aleación armoniosa: la fábrica moderna y el ágora ateniense, de alguna forma, iban a convertirse en una única cosa.
Puede que la filosofía existencialista aparezca como un fenómeno altamente moderno –y lo que fue en su marco de referencia semántico y conceptual, pero desde la perspectiva actual parece, más bien, un intento desesperado de reivindicar la idea de la responsabilidad personal frente a un mundo en que el progreso consiste en que las personas, con su aprobación, se conviertan en masas mediante las que se expresen fuerzas sociales, burocráticas o técnicas anónimas; las personas no son conscientes de que al dejarse reducir a instrumentos irresponsables del trabajo impersonal de la “sociedad”, se privan de su propia humanidad.
Así que la “razón astuta” de la historia, probablemente, no ha cesado de operar, y nadie puede adivinar –no digamos tener certeza –si su propia contribución a la vida colectiva ha de ser contemplada en términos de modernidad o de resistencia reaccionaria a ella, tampoco, dicho sea de paso, se sabe cuál de éstas merece ser apoyada.
Podríamos refugiarnos en la idea de que las civilizaciones son capaces de cuidarse a sí mismas y de movilizar mecanismos de autocorrección, o de producir anticuerpos eficaces contra los efectos peligrosos de su propio crecimiento.
La experiencia que llevó a esta idea, sin embargo, no es muy consoladora: al fin y al cabo, sabemos que los síntomas de una enfermedad la mayoría de las veces, son un intento de curación por parte del organismo; pero la mayoría de nosotros morimos como resultado de mecanismos de autodefensa que nuestros cuerpos emplean para combatir a peligrosos externos. Los anticuerpos pueden matar. También puede matar el costo impredecible de la auto –regulación, antes de que una civilización tenga alcanzado el equilibrio anhelado.
Es cierto, sin duda, que la crítica de nuestra modernidad, esto es, de la modernidad asociada con –o tal vez puesta en movimiento por –el proceso de industrialización, empezó al mismo tiempo que la modernidad misma, y no ha dejado de difundirse desde entonces. Dejando aparte los grandes críticos de la modernidad de los siglos XVIII y XIX, Vico, Rousseau, Tocqueville, los románticos, sabemos de pensadores de relieve que, en nuestra época, subrayaron y deploraron la pérdida progresiva de significado en una Massengesellschaft (sociedad de masas) propensa a la manipulación.
Husserl atacó, en términos filosóficos, la inhabilidad de la ciencia moderna de identificar significativamente sus propios objetos, su satisfacción en la exactitud fenomenalista que mejora nuestro poder para predecir y controlar las cosas, pero ello a expensas del conocimiento. Heidegger señaló la raíz de nuestro hundimiento hacia la impersonalidad en la nada del discernimiento metafísico. Jaspers asoció la pasividad moral y mental de las masas aparentemente liberadas con la erosión de la identidad histórica y la consiguiente pérdida de la subjetividad responsable de la habilidad para basar las relaciones personales sobre la confianza. Ortega y Gasset percibió el colapso de los standars elevados en el arte y en las humanidades, como resultado de una necesidad de ajustarse a los gustos bajo las masas. Lo mismo hizo, en términos marxistas falsos, la Escuela de Frankfurt.
La crítica d la modernidad, sea literaria o filosófica, podría considerarse, dentro de su inmensa variedad, como un órgano de defensa propia de nuestra civilización, pero hasta la fecha no ha podido evitar que la modernidad avance con una rapidez sin precedentes. Parece como si el lamento cubriera todos los aspectos de la vida; sea el que sea el aspecto sobre el que reflexionemos, nuestro instinto natural nos impulsa a preguntar: “ ¿Qué es lo que ha ido mal?”. De hecho preguntamos: “ ¿Qué le pasa a Dios?”, “ ¿a la democracia?”, “ ¿ al socialismo?”, “ ¿ al arte?”, “ ¿ al sexo?”, “ ¿ a la familia?”, “ ¿al crecimiento económico?”. Es como si viviéramos inmersos en un sentimiento acongojante de la crisis universal, sin ser capaces, sin embargo, de identificar claramente sus causas, a no ser que nos refugiemos en pseudosoluciones de una sola palabra (“capitalismo”, “Dios, que ha sido olvidado” etc.). Los optimistas se hacen muy populares y se les escucha con avidez, pero conocen el desprecio de los círculos intelectuales; preferimos seguir sombríos.
Nos parece a veces que no es tanto el contenido de los cambios, sino su ritmo vertiginoso, lo que nos aterroriza y nos deja en un estado de inseguridad perpetua, ya que sentimos que nada es cierto o establecido, y que todo lo nuevo va a marchitarse a la vuelta de la esquina. Siguen habiendo entre nosotros unas cuantas personas que nacieron en un mundo en el que no había ni coches, ni radios ni luz eléctrica. Durante su vida, ¡cuántas escuelas literarias y artísticas surgieron y desaparecieron, cuántas modas filosóficas e ideológicas irrumpieron y murieron, cuántos estados fueron erigidos y perecieron!. Todos participamos en los cambios, paradójicamente nos lamentamos de ellos, ya que parece que privan a nuestra vida de cualquier distancia en la que fiarse.
Me han contado que en los alrededores de un campo de exterminio nazi, donde el suelo estaba estupendamente fertilizado por las cenizas de innumerables cuerpos incinerados, las lechugas crecían con una rapidez tan grande que no había tiempo para que se formara un cogollo: en lugar de ello, sólo producían un tallo con hojas separadas. Aparentemente no eran comestibles. La anécdota puede servir de parábola del tiempo morboso del progreso.
Sabemos, desde luego, que no debemos extrapolar curvas recientes de crecimiento, algunas exponenciales, a distintas áreas de la civilización, y que las curvas pueden declinar alguna manera y quizás convertirse en curvas en forma de S. Nos tememos, no obstante, que los cambios pueden venir demasiado tarde o ser causados por catástrofes que terminan por destruir a la civilización en vez de curarla.
Sería absurdo, por supuesto, estar simplemente “a favor” o “en contra” de la modernidad, no sólo porque carece de sentido intentar frenar el desarrollo de la tecnología, de la ciencia o de la racionalidad, sino porque tanto la modernidad como la anti –modernidad pueden ser expresadas en formas barbáricas o anti –humanas. La revolución teocrática de Irán fue claramente anti –moderna, y en Afganistán son los invasores los que, de alguna manera, llevan el espíritu de la modernidad contra el nacionalismo y la resistencia religiosa de tribus atrasadas.
Es trivialmente cierto que muy a menudo las bendiciones y los horrores del progreso se hayan inseparablemente vinculados, como los goces y las miserias del tradicionalismo. Sin embargo, cuando intento señalar un aspecto singularmente peligroso de la modernidad, tiendo a resumir mi temor con una frase; el derrumbamiento de los tabúes. No hay manera de distinguir entre tabúes buenos” y tabúes “malos”, de apoyar a aquéllos y rechazar a éstos. La abrogación de cualquiera, so pretexto de su “irracionalidad”, produce el “efecto dominó” y la gradual desaparición de todos los demás.
La mayor parte de los tabúes sexuales han sido abolidos y los pocos que quedan –como el rechazo del incesto, por ejemplo –están siendo atacados; baste considerar que en algunos países existen grupos que proclaman su “derecho” de mantener relaciones sexuales con niños y que piden –hasta ahora sin éxito –la abolición de las sanciones legales correspondientes. El tabú que expresa el respeto debido a los cadáveres parece ser un candidato apto para la desaparición y, aunque la técnica de los transplantes de órganos ha salvado muchas vidas y sin duda salvará muchas más, no puedo evitar un sentimiento de solidaridad con aquellas personas que anticipan con horror un mundo en el que los cuerpos de los difuntos no sean más que un almacén de piezas de repuesto para los vivos, o de materia prima para distintos procesos industriales.
Tal vez el respeto por los vivos y por los muertos –y por la vida misma –sean inseparables. Distintos vínculos humanos tradicionales que hacen posible la vida comunitaria y sin los cuales nuestra existencia quedaría reglamentada por la avaricia y el temor, no podrán sobrevivir sin un sistema de tabúes y quizá es mejor creer incluso en la validez de los tabúes aparentemente ñoños, que deshacernos de todos los tabúes de golpe; por cuanto que la racionalidad y el racionalismo amenazan la existencia mima de los tabúes en nuestra civilización corroen su habilidad de sobrevivir. Pero es muy improbable que los tabúes –que son barreras levantadas por el instinto y por una planificación consciente - puedan ser salvados o salvados selectivamente mediante una técnica racional. En esta área sólo podemos fiarnos de cierta esperanza incierta de que el impulso de preservación social sea lo suficientemente fuerte como para reaccionar contra la evaporación de los tabúes y de que dicha reacción no sea demasiado barbárica.
La cuestión es que, según el significado normal de “racionalidad”, no hay más bases racionales para respetar la vida humana y los derechos personales, que las que hay para digamos prohibir el consumo de gambas a los judíos, el consumo de carne los viernes para los cristianos, o el consumo de vino para los musulmanes. Todos éstos son tabúes “irracionales”.
Un sistema totalitario que trata a la gente como piezas de recambio de la maquinaria estatal, que pueden ser usadas, descartadas o destruidas según los designios del Estado, es en cierto sentido, un triunfo de la racionalidad. Y sin embargo, para sobrevivir debe restaurar a regañadientes algunos de esos valores “irracionales” y así generar su racionalidad demostrando de esta manera que la racionalidad perfecta es una meta contraproducente.
Fuente: Leszck Kolakowsky: La filosofía de la modernidad
El Mercurio; Santiago, 1990.
G.W.F. Hegel: Fundamentos de la Filosofía del derecho
Si hemos de creer a Hegel o a Collingwood ninguna época o civilización es capaz de identificarse conceptualmente. Esto es posible cuando haya desaparecido y aún entonces, como sabemos muy bien, tal identificación nunca es cierta o universalmente aceptada. La “morfología” general de las civilizaciones y la descripción de sus características constitutivas son notoriamente controvertidas y están ampliamente cargadas de prejuicios ideológicos, bien como consecuencia de la expresión de un deseo de autoafirmación mediante la comparación con el pasado, o bien debido a un malestar dentro del entorno cultural propio, con la consiguiente nostalgia de los buenos viejos tiempos.
Collingwood sugiere que cada período histórico tiene un número de presuposiciones básicas – “absolutas” – que son incapaces de ser claramente articuladas en ese período y que proporcionan una inspiración latente para los valores y creencias explícitas de la época en cuestión, así como para sus reacciones y aspiraciones típicas. Si eso es así, podríamos intentar detectar y sacar a relucir aquellas presuposiciones que operaban en la vida de nuestros antiguos y medievales y tal vez construir sobre esta base, una “historia de las mentalidades” (en contraposición a la “historia de las ideas”). Pero, en principio, se nos niega descubrir las presuposiciones de nuestra propia época, a no ser, por supuesto, que el Buho de Minerva ya haya volado y nos encontremos, sin saberlo, viviendo en un crepúsculo, esto es, en el punto terminal de una época.
Por lo tanto, aceptemos nuestra ignorancia incurable de nuestra propia fundamentación espiritual, conformémonos con el análisis de la superficie de nuestra “modernidad”, sea el que sea el significado de esta palabra.
Sea el que sea, lo que es cierto es que la modernidad es tan poco moderna como lo son los ataques contra la modernidad. Aquel melancólico “Ah hoy en día...” “Ya no queda.” “En los viejos tiempos...” y expresiones similares que contrastan el presente corrompido con el esplendor del pasado, probablemente son tan viejas como la raza humana misma; las hallamos en la Biblia y en la Odisea. Me puedo imaginar a unos nómadas paleolíticos resistiendo a la idea descabellada de que sería mejor que la gente tuviera residencia permanente, o prediciendo la degeneración inminente de la humanidad como resultado del invento nefasto de la rueda.
La historia de la humanidad concebida como una degeneración pertenece, como sabemos, al más persistente de los temas mitológicos que hallamos en varias partes del mundo, incluyendo el símbolo del exilio y la descripción de las cinco edades de Hesíodo. La frecuencia de tales mitos sugiere que aparte de otras posibles funciones sociales y cognoscitivas- proclaman una desconfianza, universalmente humana y conservadora, del cambio; una sospecha de que el “progreso”, pensándolo mejor, no es en absoluto progreso; una reticencia a asimilar las transformaciones, por muy beneficiosas que aparezcan, del orden establecido de las cosas. Con todo, los cambios se producen y suelen encontrar un número suficiente de partidarios entusiastas. El choque entre “lo viejo” y “lo moderno” es, probablemente, sempiterno y nunca nos desharemos de él, ya que expresa la tensión natural entre estructura y evolución. Esta tensión parece estar fundamentada biológicamente; es, podemos suponer, una característica de la vida misma.
Obviamente es necesario que una sociedad tenga las fuerzas de la conservación y del cambio y es muy dudoso que cualquier teoría elabore jamás las herramientas mediante las cuales se podrá medir la fuerza relativa de estas energías opuestas en una sociedad particular, sumar y restar como vectores cuantificables y construir, sobre esta base, un esquema general de desarrollo dotado del poder de la predicción. Sólo podemos adivinar qué es lo que da a algunas sociedades la capacidad de asimilar cambios rápidos sin venirse abajo, lo que hace que otras se conformen con un ritmo de movimiento muy lento, y cuáles son las condiciones exactas en las que el desarrollo o el estancamiento llevan a crisis violentas o a la autodestrucción.
La curiosidad, esto es, el impulso por explotar el mundo desinteresadamente, sin ser estimulado por el peligro o por el descontento psicológico, es, según los partidarios de la evolución, una capacidad que esta fundamentada sobre características morfológicas específicas de nuestra especie y por lo tanto no podemos erradicarla de nuestras mentes mientras la especie siga siendo lo que es. Como atestiguan tanto el accidente deplorable de Pandora como las aventuras de nuestros progenitores en el Paraíso, la curiosidad ha sido una de las principales causas de las calamidades y desgracias que han sucedido a la humanidad, a la vez que ha sido, sin duda alguna, la fuente de todos sus logros.
Con todo, el impulso explorativo no ha sido repartido equitativamente entre las distintas civilizaciones. Generaciones de eruditos se han preguntado lo siguiente: ¿por qué será que la civilización que emergió de fuentes griegas, latinas, judaicas y cristianas, ha sido tan singularmente prodigiosa en el fomento y la expansión de cambios rápidos y acelerados en las ciencias, la tecnología, las artes y el orden social, mientras que muchas culturas han permanecido a lo largo de los siglos en condiciones prácticamente estancadas, sin experimentar apenas cambios o volviendo a un largo letargo tras erupciones brevísimas de espíritu creativo?. No hallamos una respuesta adecuada a esta pregunta. Cada civilización es una aglutinación contingente de varias circunstancias sociales, demográficas, climáticas, lingüísticas y psicológicas; cualquier búsqueda de una única causa última de su emergencia o declive parece poca prometedora. Cuando leemos estudios que pretendan explicar, por ejemplo, que el Imperio romano colapsó debido al uso generalizado de vasijas de plomo que produjo el envenenamiento masivo y la destrucción de las células cerebrales de las clases acomodadas, o que la Reforma surgió como resultado de la expansión de la enfermedad venérea en Europa, no podemos sino albergar dudas serias acerca de la validez de tales explicaciones.
Por otra parte, la tentación de buscar “causas” es difícil de combatir, incluso si adivinamos que las civilizaciones surgen y se vienen abajo debido al impacto de innumerables factores cada uno independiente de los otros. Lo mismo podemos decir de la aparición de nuevas especies animales o vegetales del emplazamiento histórico de las ciudades, de la distribución de las montañas en la superficie terrestre, o de la formación de la lengua de un grupo étnico particular. El intento de identificar nuestra civilización es un intento de identificarnos a nosotros mismos, de captar el “Ego” único y colectivo necesario, cuya no-existencia sería tan inconcebible como lo sería para mí mi propia no-existencia. Así que aunque no hallemos respuesta a la pregunta “¿por qué es como es nuestra cultura?”, es poco probable que sea borrada de nuestra mente.
La “modernidad” misma no es moderna, pero claramente los choques acerca de la modernidad son más destacados en algunas civilizaciones que en otras, y nunca de forma tan aguda como en la época actual. Al principio del siglo IV Iamblichos declaró que los griegos son, por su propia naturaleza, amantes de lo novedoso, y que desprecian a la tradición – en contraste con los bárbaros. Pero no alababa a los griegos por ello, sino todo lo contrario. ¿ Seguimos siendo herederos de los griegos en este respeto? ¿Sigue asentada nuestra civilización sobre la creencia – jamás esbozada en palabras, dicho sea de paso – de que lo nuevo es bueno por definición? ¿Será ésta una de nuestras “presuposiciones absolutas?”. Esto es lo que sugiere el juicio de valor que normalmente está asociado con el adjetivo “conservador”; esta palabra es claramente peyorativa y apenas encontramos gente dispuesta a aplicarla a sí misma. Y sin embargo la palabra “conservador” no supone más que la creencia de que el pasado, en algunos de sus aspectos, por secundarios que sean, fue mejor que el presente. Si ser conservador significa que, automáticamente, se está equivocado – y el adjetivo casi siempre se emplea con esta connotación – entonces se estará equivocado siempre que se piense que el pasado ha sido mejor en el aspecto que sea, lo que equivale a decir que, en cualquier aspecto, lo novedoso es mejor. Y sin embargo, casi nunca expresamos nuestro “progresismo” en estos términos tan atrevidos.
La misma ambigüedad gira alrededor de la palabra “moderno”. En Alemán, la palabra significa, a la vez “moderno” y “a la moda”, mientras que en inglés y en otras lenguas europeas se hace una distinción entre estos dos significados. No obstante, puede que los alemanes tengan razón: no está claro cómo se ha de perfilar la distinción, por lo menos en áreas en las que son aplicables ambas acepciones. Ciertamente en algunos casos no caben ambos significados, como por ejemplo en expresiones tales como “tecnología moderna”, “ciencia moderna” y “dirección moderna de empresas”. Aquí no cabe la expresión “a la moda”, pero es difícil explicar la diferencia entre “ideas modernas” e “ideas a la moda”, “pintura moderna” y “pintura a la moda”, o “ropa moderna” y “ropa a la moda”. En muchos casos el concepto “moderno” parece estar libre de “valoración” y ser neutral, al igual que el concepto de “a la moda”. Lo moderno es lo que prevalece en nuestro tiempo, y por supuesto la palabra se usa con frecuencia de modo sarcástico (como en la película Tiempos Modernos de Chaplin).
Por otra parte, las expresiones “ciencia moderna” y “tecnología moderna” sugieren, por lo menos en el habla común, que lo que es moderno es por eso mismo mejor. La ambigüedad de los significados acaso refleje la ambigüedad, que ya mencionamos, acerca de nuestra actitud frente al cambio: es, a la vez, acogido y temido, deseado y condenado. Muchas empresas, en sus campañas publicitarias, emplean expresiones tales como “muebles al viejo estilo” y “una sopa según la receta de la abuela”, a la vez que otras como “un jabón completamente nuevo” y “una fantástica novedad en la industria de la blancura”. Ambos tipos de trucos aparentemente funcionan. No sé si la sociología de la publicidad ha producido un estudio de cómo, dónde o por qué estos slogans, aparentemente contradictorios, producen los mismos resultados.
Sin tener idea alguna de lo que es la “modernidad” se ha intentado últimamente evadir la cuestión y se ha empezado a hablar de la “pos-modernidad” (como extensión o imitación de otras expresiones más viejas cómo “sociedad post-industrial”, “post-capitalismo”, etc.). No sé que es lo “post-moderno”, ni tengo conciencia de que tenga que saberlo. ¿Cómo se diferencia de lo “pre-moderno”? ¿ Qué puede venir después de lo post- post- moderno”, lo “neo-moderno”, lo “neo-antimoderno”?. Pero dejando aparte las etiquetas, sigue en pie la cuestión de fondo: ¿Por qué tanto malestar en cuanto a la modernidad y cuales son las fuentes de aquellos aspectos de la modernidad que hacen que el malestar sea particularmente doloroso?.
Hasta que punto se puede extender en el tiempo la noción de la modernidad, depende, claro está, de lo que creamos que sea constitutivo de su significado. Si lo constituye la gran empresa, la planificación racional, el estado de beneficencia y la subsiguiente burocratización de las relaciones sociales, entonces habrá que hablar en términos de décadas y no de siglos. Si pensamos, por el contrario, que la modernidad se fundamenta en la ciencia, será adecuado arrancar desde la primera mitad del siglo XVII, cuando las reglas básicas de la investigación científica fueron codificadas y elaboradas y cuando los científicos – principalmente gracias a Galileo y sus seguidores – se dieron cuenta de que no había que concebir a la física como una asociación con la experiencia, sino más bien como una elaboración de modelos abstractos que jamás podrían ser enmarcados en condiciones experimentales.
No hay razón, por lo tanto, que impida que profundicemos aún más en el pasado: la condición crucial de la ciencia moderna fue el movimiento hacia la emancipación de la Razón Secular con respecto a la Revelación y la lucha, en las universidades medievales, por la independencia de las facultades de arte con respecto a la teología, como parte importante de este movimiento. La distinción misma entre conocimiento natural y conocimiento inspirado divinamente, que se hace en la filosofía cristiana a partir del siglo XI, ha sido, a su vez, la base conceptual de esta lucha. Resultaría difícil decidir que vino primero: la separación puramente filosófica de dos áreas del saber, o el proceso social que la clase intelectual urbana, con su reivindicación de la autonomía estableció.
¿Debemos, por lo tanto proyectar nuestra “modernidad” hasta el siglo XI y hacer que San Anselmo y Abelardo sean sus protagonistas – el primero en contra de su voluntad, el segundo, voluntariamente?. No hay nada equivocado, conceptualmente, en esta proyección, pero tampoco hay nada muy útil. Podríamos seguir hasta limites infinitamente lejos, por supuesto, en nuestra búsqueda de las raíces de nuestra civilización, pero la pregunta que tantos hemos intentando contestar ya no es tanto la de cuándo empezó la “modernidad”, sino la de cuál es el núcleo- sea explícitamente esbozado o no- de nuestro Unbegahen in der Kultur (malestar cultural) contemporáneo. De todos modos, para que la palabra “modernidad” sea útil, el significado de la primera pregunta ha de depender de la respuesta a la segunda.
La primera respuesta que viene naturalmente a la mente queda resumida, desde luego, en la palabra Entzauberung (desencanto), de Weber, o en cualquier término que cubra, a grandes rasgos, el mismo fenómeno.
Experimentamos una sobrecogedora y a la vez humillante sensación de “algo visto” al contemplar y asistir a discusiones contemporáneas sobre los efectos destructivos de la llamada secularización de la civilización occidental, de la evaporación aparentemente progresiva de nuestra herencia religiosa y del triste espectáculo de un mundo sin Dios. Parece como si de repente despertásemos para percibir las cosas que los sacerdotes humildes –y no necesariamente muy formados –han estado viviendo y denunciando repetidamente en sus homilías dominicales durante tres siglos. Ellos llevan diciendo a sus fieles que un mundo que se olvida de Dios, se olvida de la distinción misma entre el bien y el mal, hace que la vida humana carezca de sentido y se convierta al nihilismo. Ahora, nosotros, orgullosamente imbuidos de nuestros conocimientos sociológicos, históricos, antropológicos y filosóficos, descubrimos la misma sabiduría simple, que intentamos expresar en un idioma algo más sofisticado.
Admito que por ser vieja y simple, esta sabiduría no deja necesariamente de ser verdadera, y de hecho creo que es verdadera (con algunas cualificaciones). ¿Fue Descartes el primer culpable?. Probablemente si, aún reconociendo que codificó filosóficamente una corriente cultural que ya se había abierto camino antes él.
Al equipararla materia con la extensión, y por o tanto al abolir la verdadera variedad en el universo físico, al hacer que este universo obedezca infaliblemente unas leyes de mecánica simples y omni-explicativas y al reducir a Dios a su creador y soporte lógicamente necesario –un soporte, sin embargo, constante y por lo tanto privado de significado a la hora de explicar cualquier hecho particular - Descartes, de forma definitiva –o por lo menos aparentemente – deshizo el concepto del Cosmos, de un orden de la Naturaleza que tiene una finalidad. El mundo se vio privado del alma, y sólo sobre este presupuesto pudo evolucionar la ciencia moderna. Ya no eran concebibles ni milagros ni misterios, ni intervenciones divinas o diabólicas en el transcurso de los acontecimientos. Y a partir de este momento, cualquier esfuerzo por resolver el conflicto entre la vieja sabiduría cristiana y la llamada visión científica del mundo estaba llamado – teóricamente – al fracaso.
Ciertamente, pasó tiempo antes de que las consecuencias de este nuevo universo fueran a develarse: la secularización masiva y consciente es un fenómeno relativamente reciente. Parece, no obstante, desde la perspectiva actual, que la erosión de la fe, que avanzaba inexorablemente entre las clase educadas, era inevitable. La fe pudo sobrevivir, protegida ambiguamente de la invasión del racionalismo mediante un número de mecanismos lógicos y relegada a un rincón donde pudiera ser a la vez inofensiva e insignificante.
Durante generaciones, muchas personas podían vivir sin darse cuenta de ser habitantes de dos mundos incompatibles y así proteger, con una cáscara muy frágil, la comodidad de la fe y confiar, a la vez en el progreso, la verdad Científica y la Tecnología Moderna. La cáscara eventualmente llegaría a romperse, en la última instancia por la acción del ruidoso martillo filosófico de Nietzsche. Su pasión destructiva hizo estragos en la aparente seguridad espiritual de las clases medias y destruyó por completo lo que él creía que era la mala fe de aquellos que se resistían a ser testigos de la muerte de Dios. Al atacar apasionadamente la seguridad mental falsa de la gente que no se daba cuenta de lo que ocurría. Nietzsche tuvo éxito porque fue él quien lo dijo todo hasta el final; el mundo no genera sentido alguno, ni distinción entre el bien y el mal; la realidad carece de sentido y no existe otra realidad oculta en la sombra; el mundo tal como lo conocemos en el Ultimun, no nos comunica mensaje alguno, no se refiere a nada más, se basta a sí mismo y además es sordomudo.
Todo esto había que decirlo y Nietzsche encontró una solución o un antídoto contra la desesperación: esta solución era la locura. Ya no quedaba mucho por decir según las líneas marcadas por él. Parece que el destino le había designado profeta de la modernidad.
De hecho Nietzsche fue demasiado ambiguo como para asumir esta tarea. Por un lado, él afirmaba – presionado- las consecuencias intelectuales y morales irreversibles de la modernidad y ridiculizaba a aquellos que intentaban, tímidamente, salvaguardar algo de la vieja tradición. Por otro lado, denunciaba el horror de la modernidad, la cosecha amarga del progreso; aceptaba que lo que sabía- y decía – era terrorífico. Alababa el espíritu de la ciencia en contra de las “mentiras” cristianas, pero, al mismo tiempo quería escapar de la miseria del igualitarismo democrático para refugiarse en el ideal del genio sin civilizar. Pero la modernidad busca su satisfacción en su superioridad y no quiere ser descuartizada por la duda y la desesperación.
Consiguientemente, Nietzsche no llegó a ser la ortodoxia explícita de nuestra época. Dicha ortodoxia explícita aún esta sin consolidarse, Intentamos afirmar nuestra modernidad y al mismo tiempo escapar de sus efectos mediante diversos mecanismos intelectuales, para convencernos de que el significado puede ser recuperado o restaurado al margen de la herencia religiosa tradicional de la humanidad y a pesar de la destrucción que nos ha traído la modernidad. Algunas versiones de la teología popular liberal contribuyen a este fin. También lo hacen algunas variedades del marxismo. Nadie puede prever hasta cuándo y hasta que punto esta labor de reconciliación vaya a tener éxito. Pero el despertar de los intelectuales hacia los peligros de la secularización, que acabamos de mencionar, no parece ser un camino prometedor para conducirnos fuera del atolladero en el que se encuentra actualmente la humanidad. No porque tales reflexiones sean falsas, sino porque son sospechosas de haber nacido de un espíritu manipulativo inconsistente.
Hay algo alarmante en la desesperación de los intelectuales que no poseen una afiliación, fe o lealtad religiosa propias, y que insisten en el papel educativo y moral de la religión en nuestro mundo, a la vez que deploran su fragilidad, de la que ellos mismos son elocuentes testigos. No les culpo por ser irreligiosos ni por afirmar el valor crucial de la experiencia religiosa, pero no puedo persuadirme de que su trabajo va a producir los cambios que ellos anhelan, porque para difundir la fe hace falta tener fe, no una afirmación intelectual de la utilidad social de la fe.
La reflexión moderna sobre el lugar que corresponde a lo Sagrado en la vida humana no quiere ser manipulativa en el sentido de los libertinos del siglo XVII, que admitían que si bien la piedad era necesaria para los simplones, lo que convenía a los ilustrados era la incredulidad escéptica. Tal planteamiento, por muy comprensible que sea, no sólo nos deja en el lugar de partida; sino que es, en sí, un producto de la misma modernidad que pretende restringir, y a la vez una expresión del descontento melancólico de la modernidad consigo misma.
Hemos de andar con cautela, no obstante, a la hora de emitir juicios sobre lo que, en nuestra cultura, expresa la modernidad y lo que expresa una resistencia antí-moderna. Sabemos, por la experiencia histórica que lo novedoso en los procesos culturales, a menudo, lo viejo camuflado, y viceversa.
La Reforma protestante era ostensible y conscientemente reaccionaria: su sueño era contrarrestar los efectos corruptibles de un desarrollo multisecular en la teología, en la Razón secular, en las formas institucionalizadas de la Cristiandad, y de recobrar la pureza prístina de la fe de los tiempos apostólicos. Pero al deshacerse de la tradición acumulada como fuente de la autoridad intelectual y moral, de hecho la Reforma fomentó un movimiento exactamente opuesto a sus intenciones. Liberó el espíritu de la indagación racional en temas religiosos porque hizo que la razón –por otro lado muy atacada –se independizara de la Iglesia y de la tradición.
El nacionalismo romántico se expresó a menudo como una búsqueda nostálgica de la belleza perdida del mundo pre-industrial, pero al alabar el pretérito contribuyó en gran medida a la noción eminentemente moderna del estado – nación, y un producto tan soberbiamente moderno como el nazismo pudo surgir como un renacimiento monstruoso de aquellos ensueños románticos, demostrando, tal vez que no se puede medir adecuadamente la modernidad sobre el eje “tradición- racionalidad”.
El marxismo fue una mezcla de un entusiasmo inequívoco a favor de la modernidad, la organización racional y el progreso tecnológico, y el mismo melancólico anhelo de la comunidad arcaica. Culminó en la esperanza utópica de un mundo futuro perfecto, en el que ambas series de valores iban a fusionarse en una aleación armoniosa: la fábrica moderna y el ágora ateniense, de alguna forma, iban a convertirse en una única cosa.
Puede que la filosofía existencialista aparezca como un fenómeno altamente moderno –y lo que fue en su marco de referencia semántico y conceptual, pero desde la perspectiva actual parece, más bien, un intento desesperado de reivindicar la idea de la responsabilidad personal frente a un mundo en que el progreso consiste en que las personas, con su aprobación, se conviertan en masas mediante las que se expresen fuerzas sociales, burocráticas o técnicas anónimas; las personas no son conscientes de que al dejarse reducir a instrumentos irresponsables del trabajo impersonal de la “sociedad”, se privan de su propia humanidad.
Así que la “razón astuta” de la historia, probablemente, no ha cesado de operar, y nadie puede adivinar –no digamos tener certeza –si su propia contribución a la vida colectiva ha de ser contemplada en términos de modernidad o de resistencia reaccionaria a ella, tampoco, dicho sea de paso, se sabe cuál de éstas merece ser apoyada.
Podríamos refugiarnos en la idea de que las civilizaciones son capaces de cuidarse a sí mismas y de movilizar mecanismos de autocorrección, o de producir anticuerpos eficaces contra los efectos peligrosos de su propio crecimiento.
La experiencia que llevó a esta idea, sin embargo, no es muy consoladora: al fin y al cabo, sabemos que los síntomas de una enfermedad la mayoría de las veces, son un intento de curación por parte del organismo; pero la mayoría de nosotros morimos como resultado de mecanismos de autodefensa que nuestros cuerpos emplean para combatir a peligrosos externos. Los anticuerpos pueden matar. También puede matar el costo impredecible de la auto –regulación, antes de que una civilización tenga alcanzado el equilibrio anhelado.
Es cierto, sin duda, que la crítica de nuestra modernidad, esto es, de la modernidad asociada con –o tal vez puesta en movimiento por –el proceso de industrialización, empezó al mismo tiempo que la modernidad misma, y no ha dejado de difundirse desde entonces. Dejando aparte los grandes críticos de la modernidad de los siglos XVIII y XIX, Vico, Rousseau, Tocqueville, los románticos, sabemos de pensadores de relieve que, en nuestra época, subrayaron y deploraron la pérdida progresiva de significado en una Massengesellschaft (sociedad de masas) propensa a la manipulación.
Husserl atacó, en términos filosóficos, la inhabilidad de la ciencia moderna de identificar significativamente sus propios objetos, su satisfacción en la exactitud fenomenalista que mejora nuestro poder para predecir y controlar las cosas, pero ello a expensas del conocimiento. Heidegger señaló la raíz de nuestro hundimiento hacia la impersonalidad en la nada del discernimiento metafísico. Jaspers asoció la pasividad moral y mental de las masas aparentemente liberadas con la erosión de la identidad histórica y la consiguiente pérdida de la subjetividad responsable de la habilidad para basar las relaciones personales sobre la confianza. Ortega y Gasset percibió el colapso de los standars elevados en el arte y en las humanidades, como resultado de una necesidad de ajustarse a los gustos bajo las masas. Lo mismo hizo, en términos marxistas falsos, la Escuela de Frankfurt.
La crítica d la modernidad, sea literaria o filosófica, podría considerarse, dentro de su inmensa variedad, como un órgano de defensa propia de nuestra civilización, pero hasta la fecha no ha podido evitar que la modernidad avance con una rapidez sin precedentes. Parece como si el lamento cubriera todos los aspectos de la vida; sea el que sea el aspecto sobre el que reflexionemos, nuestro instinto natural nos impulsa a preguntar: “ ¿Qué es lo que ha ido mal?”. De hecho preguntamos: “ ¿Qué le pasa a Dios?”, “ ¿a la democracia?”, “ ¿ al socialismo?”, “ ¿ al arte?”, “ ¿ al sexo?”, “ ¿ a la familia?”, “ ¿al crecimiento económico?”. Es como si viviéramos inmersos en un sentimiento acongojante de la crisis universal, sin ser capaces, sin embargo, de identificar claramente sus causas, a no ser que nos refugiemos en pseudosoluciones de una sola palabra (“capitalismo”, “Dios, que ha sido olvidado” etc.). Los optimistas se hacen muy populares y se les escucha con avidez, pero conocen el desprecio de los círculos intelectuales; preferimos seguir sombríos.
Nos parece a veces que no es tanto el contenido de los cambios, sino su ritmo vertiginoso, lo que nos aterroriza y nos deja en un estado de inseguridad perpetua, ya que sentimos que nada es cierto o establecido, y que todo lo nuevo va a marchitarse a la vuelta de la esquina. Siguen habiendo entre nosotros unas cuantas personas que nacieron en un mundo en el que no había ni coches, ni radios ni luz eléctrica. Durante su vida, ¡cuántas escuelas literarias y artísticas surgieron y desaparecieron, cuántas modas filosóficas e ideológicas irrumpieron y murieron, cuántos estados fueron erigidos y perecieron!. Todos participamos en los cambios, paradójicamente nos lamentamos de ellos, ya que parece que privan a nuestra vida de cualquier distancia en la que fiarse.
Me han contado que en los alrededores de un campo de exterminio nazi, donde el suelo estaba estupendamente fertilizado por las cenizas de innumerables cuerpos incinerados, las lechugas crecían con una rapidez tan grande que no había tiempo para que se formara un cogollo: en lugar de ello, sólo producían un tallo con hojas separadas. Aparentemente no eran comestibles. La anécdota puede servir de parábola del tiempo morboso del progreso.
Sabemos, desde luego, que no debemos extrapolar curvas recientes de crecimiento, algunas exponenciales, a distintas áreas de la civilización, y que las curvas pueden declinar alguna manera y quizás convertirse en curvas en forma de S. Nos tememos, no obstante, que los cambios pueden venir demasiado tarde o ser causados por catástrofes que terminan por destruir a la civilización en vez de curarla.
Sería absurdo, por supuesto, estar simplemente “a favor” o “en contra” de la modernidad, no sólo porque carece de sentido intentar frenar el desarrollo de la tecnología, de la ciencia o de la racionalidad, sino porque tanto la modernidad como la anti –modernidad pueden ser expresadas en formas barbáricas o anti –humanas. La revolución teocrática de Irán fue claramente anti –moderna, y en Afganistán son los invasores los que, de alguna manera, llevan el espíritu de la modernidad contra el nacionalismo y la resistencia religiosa de tribus atrasadas.
Es trivialmente cierto que muy a menudo las bendiciones y los horrores del progreso se hayan inseparablemente vinculados, como los goces y las miserias del tradicionalismo. Sin embargo, cuando intento señalar un aspecto singularmente peligroso de la modernidad, tiendo a resumir mi temor con una frase; el derrumbamiento de los tabúes. No hay manera de distinguir entre tabúes buenos” y tabúes “malos”, de apoyar a aquéllos y rechazar a éstos. La abrogación de cualquiera, so pretexto de su “irracionalidad”, produce el “efecto dominó” y la gradual desaparición de todos los demás.
La mayor parte de los tabúes sexuales han sido abolidos y los pocos que quedan –como el rechazo del incesto, por ejemplo –están siendo atacados; baste considerar que en algunos países existen grupos que proclaman su “derecho” de mantener relaciones sexuales con niños y que piden –hasta ahora sin éxito –la abolición de las sanciones legales correspondientes. El tabú que expresa el respeto debido a los cadáveres parece ser un candidato apto para la desaparición y, aunque la técnica de los transplantes de órganos ha salvado muchas vidas y sin duda salvará muchas más, no puedo evitar un sentimiento de solidaridad con aquellas personas que anticipan con horror un mundo en el que los cuerpos de los difuntos no sean más que un almacén de piezas de repuesto para los vivos, o de materia prima para distintos procesos industriales.
Tal vez el respeto por los vivos y por los muertos –y por la vida misma –sean inseparables. Distintos vínculos humanos tradicionales que hacen posible la vida comunitaria y sin los cuales nuestra existencia quedaría reglamentada por la avaricia y el temor, no podrán sobrevivir sin un sistema de tabúes y quizá es mejor creer incluso en la validez de los tabúes aparentemente ñoños, que deshacernos de todos los tabúes de golpe; por cuanto que la racionalidad y el racionalismo amenazan la existencia mima de los tabúes en nuestra civilización corroen su habilidad de sobrevivir. Pero es muy improbable que los tabúes –que son barreras levantadas por el instinto y por una planificación consciente - puedan ser salvados o salvados selectivamente mediante una técnica racional. En esta área sólo podemos fiarnos de cierta esperanza incierta de que el impulso de preservación social sea lo suficientemente fuerte como para reaccionar contra la evaporación de los tabúes y de que dicha reacción no sea demasiado barbárica.
La cuestión es que, según el significado normal de “racionalidad”, no hay más bases racionales para respetar la vida humana y los derechos personales, que las que hay para digamos prohibir el consumo de gambas a los judíos, el consumo de carne los viernes para los cristianos, o el consumo de vino para los musulmanes. Todos éstos son tabúes “irracionales”.
Un sistema totalitario que trata a la gente como piezas de recambio de la maquinaria estatal, que pueden ser usadas, descartadas o destruidas según los designios del Estado, es en cierto sentido, un triunfo de la racionalidad. Y sin embargo, para sobrevivir debe restaurar a regañadientes algunos de esos valores “irracionales” y así generar su racionalidad demostrando de esta manera que la racionalidad perfecta es una meta contraproducente.
Fuente: Leszck Kolakowsky: La filosofía de la modernidad
El Mercurio; Santiago, 1990.

