"La filosofí­a no es el arte de consolar a los tontos; su única meta es enseñar la búsqueda de la verdad y destruir los prejuicios"; Marqués de Sade.

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martes, octubre 10

Nihilismo es el último nombre de Dios


Vicente Serrano

Estamos acostumbrados a considerar que el mundo moderno supuso de algún modo el fin del viejo Dios medieval, y de todo lo que le acompañaba, de aquel Dios de la teología respecto del cual la filosofía y la ciencia fueron siervas, del Dios fundamento legitimador del orden social de las monarquías del antiguo régimen, del Dios instaurador de una moral que constreñía las vidas en todos los órdenes. Hijos como somos de varias revoluciones en distintos ámbitos, desde el político y el social hasta el sexual, pasando por el científico y el filosófico, podemos ciertamente regresar a la vieja noción de la divinidad, incluso plantearnos de nuevo su existencia, pero lo hacemos como quien regresa a un objeto que no tiene más vigencia que la de su antigüedad, como quien regresa a un objeto venerable que hemos recibido de nuestros antepasados y cuyo valor reside no en sí mismo sino el transcurso del tiempo. Valor entonces análogo a una obra de arte que posee milenios, al de un resto que es considerado patrimonio de la humanidad, al de un edificio inútil y bello que ennoblece la ciudad donde vivimos. Nuestra representación mental al referirnos a Dios, al margen pues de los creyentes, al margen de las guerras llamadas de religión en nuestros días, al margen de los nuevos fundamentalismos, está entonces vinculada a aquello que occidente pareció comenzar a abandonar con el renacimiento, con la revolución copernicana, con la instauración del sujeto como nuevo horizonte definidor de la modernidad, con los logros de la Ilustración. Es esa imagen, la del Dios de la revelación, la de los cultos y ritos que todavía sobreviven como vestigios, o incluso como influyentes vestigios entre nosotros, la de las cinco vías de Santo Tomás, la del Dios que todavía Kant convirtió en postulado de la razón práctica, la del Dios de la fe y de la pasión, la del opio del pueblo, la que evocamos al escuchar la palabra Dios. Es ese Dios el que Nietzsche declaró muerto, el que antes que Nietzsche ya había declarado muerto Hegel. Al hablar de la secularización del mundo moderno apuntamos precisamente a un mundo que hemos abandonado o que al parecer nos hallamos en trance de abandonar definitivamente. Poco importa a este respecto que a los templos sigan acudiendo fieles, poco importa que la Iglesia católica siga manteniendo un poderoso Estado, un peculiar Estado, sujeto de derecho internacional, poco importa que en nuestras declaraciones de la renta debamos considerar la posibilidad de hacer una aportación a los órganos administrativos de Dios en la tierra. Eso puede ser importante desde otro punto de vista, pero no desde la perspectiva del tema que nos ha convocado en este congreso, la de la noción de nihilismo.

Porque esa noción que parece situarnos en un rasgo esencial de nuestra época, tal vez el predicado más unánime para caracterizar este final de siglo, esa noción que tiene todo la apariencia desde sus orígenes mismos, de señalar un mundo sin dios, un mundo sin valores, y todo eso que sabemos asociado al vocablo, esa noción señala ya en su raíz misma lo otro de Dios, del Dios de nuestra tradición, del Dios creador a partir de la nada, lo otro pues, de esa imagen de Dios que abandono la modernidad. Parecía entonces inevitable que desde esa noción de la modernidad desembocaramos en el nihilismo, así considerado prima facie. Si el mundo moderno es un mundo que se desprende progresivamente de Dios, del viejo Dios de la Inquisición, de la Reforma, de la vida más allá, del paraíso, y de tantas cosas más, era inevitable que la modernidad misma desembocara en el nihilismo entendido como muerte de Dios. Se descubre así enseguida que la noción de nihilismo depende de una determinada concepción de la modernidad. Pero por lo mismo se descubre también que ambas dependen de esa divinidad que pretenden superar o haber superado, puesto que sólo si asumimos la disyuntiva entre Dios y la nada, sólo entonces podemos decir que donde no hay Dios se da la nada, y con ella el nihilismo. Con lo cual podríamos entender que el discurso acerca el nihilismo no deja de ser una nueva fórmula de la teología, o simplemente un problema teológico.

Pero la cosa, desde luego, no es en nuestros días tan simple, aunque lo fue sin duda en los orígenes del término, a finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, en el momento mismo en el que se comenzó a dar por liquidada la Ilustración, aunque no por cierto la modernidad, cuestión ésta sobre la que volveré más adelante. En esos orígenes a los que me refiero, el término nihilismo aparece para caracterizar la filosofía de Kant, y sobre todo la de Fichte, es decir, para caracterizar la filosofía del sujeto llevada a su paroxismo metafísico. Durante mucho tiempo el término nihilismo ha ido asociado a Nietzsche, a lo sumo a los movimientos que llevaban ese nombre en la Rusia de la segunda mitad del siglo XIX, y a Ivan Turgeniev, que en su novela Padres e Hijos hace un preciso retrato, bajo el término nihilista, de algo parecido a lo que hoy consideraríamos un anarquista de época.

Hace ya décadas sin embargo que los investigadores se retrotraen a la apasionante Alemania de finales del XVIII para señalar la primeras formulaciones del término nihilismo. Es un término frecuentado en los círculos románticos, que puede incluso leerse en el Hegel de Glauben und Wissen, y sobre todo un término que sirve para designar las filosofías de Fichte y Kant, como decía. Más allá de discusiones eruditas todavía abiertas, fundamentalmente entre alemanes, como no podía ser de otro modo, lo cierto es que la primera vez que es usado con cierta repercusión es en la obra de Jacobi. Friedrich Henrich Jacobi es un personaje reaccionario, aficionado a la filosofía, aunque muy valorado por Hegel, cuya obra parece inscribirse en una única empresa: combatir la Ilustración, la razón ilustrada, la ciencia, precisamente porque conducen al ateísmo. Con ello queda ya de manifiesto que su obra está escrita desde la divinidad, desde Dios, desde el viejo Dios, y es en este sentido literalmente reaccionaria frente a la Ilustración. Su primer escrito de relevancia está dirigido nada menos que contra Spinoza, al que considera el modelo de todos los discursos ilustrados alemanes, y por tanto el modelo de su ateísmo. Ese escrito al que nos referimos y que no es otro que las conocidas Cartas sobre la Doctrina de Spinoza, desencadenó la llamada polémica sobre el panteísmo, y su argumento fundamental es el siguiente: la filosofía de Spinoza conduce al fatalismo y al ateísmo. La ciencia sólo puede serlo al modo de Spinoza, y así cualquier razonamiento conduce inevitablemente al ateísmo. El referente es aquí el sistema de Wolff que había tratado de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Jacobi había ya advertido que por el camino que llevaban las cosas el viejo Dios acabaría por disolverse como un rostro en la arena. Pero su discurso tuvo que renovarse para hacer frente a Kant, y más tarde a Fichte. Las premisas eran las mismas, sólo la argumentación y los términos tuvieron que desplazarse para defender lo mismo. En realidad lo que frente a Spinoza y Wolff era ateísmo, frente al Fichte del Yo absoluto se convirtió en nihilismo.

Y así afirma en su Carta a Fichte:

"Al hombre sólo le queda esta elección o Dios o la nada". Y puesto que la filosofía de Kant y Fichte prescinden de Dios, precisamente por ello son nihilismo.

Lo que Jacobi propondrá como alternativa es lo que él llama su No-filosofía, su salto mortal, el abismo, nociones que serán familiares al lector del llamado segundo Heidegger, del Heidegger posterior a la Kehre. De manera que abismo, No-filosofía, superación de la Ilustración, crítica del sujeto aparecen en Jacobi asociadas al nihilismo y en defensa de la vieja divinidad, o por mejor decirlo, son los términos desde los cuales a la altura del comienzos del siglo XIX intenta Jacobi, como portavoz de la divinidad, hacer oír el nombre de Dios. Es claro que aquí, en el primerísimo uso que del término nihilismo conoce la historia de la filosofía, estamos ante una forma de teología, una especie de teología negativa que asume como un hecho invencible el mundo llamado moderno y que frente a ese hecho esgrime el fantasma de la nada. Es como si Jacobi nos dijera: cierto que la ciencia ha avanzado que es una barbaridad, cierto que el mundo no puede prescindir de ella, cierto que la razón ha desvelado algunos de los mecanismos encubridores de la vieja divinidad, y que esa misma divinidad y razón no necesitan de ningún dios, pero la presencia de Dios se detecta en el diagnóstico que podemos hacer de la época, en el diagnóstico nihilista. Si aceptan ustedes ese diagnóstico, afirmaría Jacobi, deben aceptar que el Dios muerto proyecta aún su sombra sobre nosotros, aunque sea sólo como ausencia. He aquí el núcleo de esa teología del abismo, que Jacobi expresa en su salto mortal.

Pero el problema de ese mensaje teológico de Jacobi estaba en que la sombra proyectada por el dios muerto, la que condensa la noción misma de nihilismo, evidenciaba en exceso su parentesco con el viejo Dios, con ese al que nos hemos referido al comienzo en términos de ruina y adorno, de patrimonio histórico-cultural. Y esa excesiva proximidad entre la sombra y el cuerpo que la genera, arruinaba las pretensiones mismas de una teología negativa, porque ese viejo Dios todavía demasiado presente en la alternativa de Jacobi entre Dios y la nada, ese Dios había sido ya derrotado por la razón y hacía inútil una filosofía negativa. Para que semejante teología negativa pudiera triunfar era preciso eliminar cualquier vestigio de ese Dios cuyo nombre de tal había sido ya denunciado como inaccesible para la razón, como al margen de la razón, aquel Ego sum qui sum que había llenado todo el espacio de la llamada filosofía cristiana, identificado con el ser, y del que ya alguien tan piadoso como Kant nos había dicho que no era un predicado real.

Y es ahí donde verdaderamente arranca la historia del nihilismo, porque cuando Nietzsche, décadas más tarde, convierta ese término, ese incómodo huésped que llama a la puerta, en un valor estable de la filosofía para todo el siglo XX, lo hará nada menos que desde una feroz crítica del cristianismo, borrando de ese modo las huellas divinas impresas todavía en el discurso de Jacobi. No es extraño que Nietzsche se erija en notario de la muerte de Dios, que uno de los aspectos más destacables de su obra sea la obsesión por dar fe de la muerte de Dios. Adviértase que en lo esencial el discurso de Nietzsche y el de Jacobi coinciden, pues ambos hacen depender de la alternativa entre Dios y la nada la caracterización de la época como nihilista. Y sin embargo, donde en Jacobi se revela todavía una apología de la divinidad, de la vieja divinidad, en Nietzsche se trata justamente de lo contrario, se trata de acusar incluso a esa vieja divinidad de ser la verdadera causa del nihilismo. Pero al ejecutar ese genealogía, de nuevo vuelve a coincidir en lo esencial con Jacobi, pues ese Dios muerto, ese Dios origen del nihilismo, encuentra su máxima consumación, después de muerto, en la razón moderna, su heredera al parecer, y que es a la vez la máxima expresión del nihilismo, tal y como ocurría en Jacobi para quien la razón conducía al ateísmo y al nihilismo. Pero no hay en esto ninguna paradoja, sino solo una coherencia profunda si acudimos al problema que está verdaderamente en juego y que trataré de esbozar a continuación.De la razón se han dado y se seguirán dando innumerables definiciones. Se la aísla, se la considera una especie de facultad intemporal, se la adjetiva como occidental, se la contrapone al mito, o se la considera heredera del mito, se la califica de instrumental, se busca una razón sustantiva, se la diviniza, y todos los etceteras que se quieran añadir. Pero si nos situamos en el momento en que históricamente aparece el problema del nihilismo, por razón podemos entender simplemente aquel modo de vivir que rechaza de manera progresivamente radical el universo preilustrado, asentado en la vieja divinidad, y con ello el Antiguo Régimen y con ello, en definitiva, al viejo Dios. O por decirlo de un modo todavía más claro, lo que está en juego en el momento mismo en que nace la noción de nihilismo es el combate entre un novum absoluto en Occidente, que es la pretensión de vivir al margen del Dios cristiano que se había hecho, mediante usurpación, con el patrimonio de la antigüedad, y la reacción frente a ese novum, ejemplarmente representado en la figura de Jacobi.

La razón y la Ilustración entendidas como ese novum, como esa tendencia a liberarse de las cadenas de la divinidad, no es entonces identificable con toda la historia de Occidente, no puede hacerse entonces llegar hasta Ulises, o hasta Sócrates, o hasta le metafísica de la presencia inaugurada en los albores del pensar metafísico, o hasta el logofonocentrimsmo que habría dominado en Occidente hasta la llegada de no se sabe qué posmodernidad. Por un momento pareció que esa razón podía vencer a la divinidad, y de hecho fue así al menos respecto de la viejas nociones cristianas que como un ropaje la acompañaron durante siglos. Hegel mismo así lo afirma en las mismas fechas en que el nihilismo es recibido entre los círculos románticos. Pero por debajo de esos ropajes, de ese nombre, del viejo nombre de Dios existe un entramado de instituciones, de poderes, de intereses, de existencias efectivas, investido por la fuerza de siglos de dominio y sería ingenuo pensar que ese sustrato latente bajo el nombre de Dios se iba a dejar vencer tan fácilmente ante la frágil y joven razón, apenas surgida ésta. Dios debió pensar, y por Dios entendemos ahora ese sustrato, y no el viejo nombre que Nietzsche declaró muerto, que ya era el momento de abandonar la vieja piel, el viejo nombre, aquel que había permitido a la razón identificarlo, acosarlo, denunciarlo. Y qué es lo que la razón denunciaba bajo ese viejo nombre de Dios: simplemente su mecanismo esencial que era un mecanismo ocultador, el de una instancia invisible que parecía regir lo visible. la Ilustración entendida como luz se había erigido en un foco que mostraba los contornos de las cosas y excluía así por inexistente lo que no caía bajo su foco. Desde una modestia semejante el único nombre que le quedaba a Dios era el de un lugar vacío, el de la nada en el sentido de que nada se encontraba con los atributos de ese Dios, y por tanto la vida era posible sin él. Para la Ilustración, para la razón el lema sería entonces o la razón o la nada, es decir, o la razón o Dios. Para la reacción, en cambio, que hemos ejemplificado en Jacobi, por el dato en realidad anecdótico de que fue el primero más o menos de emplear el término nihilismo, el lema es como sabemos o Dios o la nada, es decir o Dios o la razón, según la caracterización mencionada más arriba. Así las cosas, a Dios le resultaba extraordinariamente sencillo liberarse de la denuncia de la razón si era capaz de reflejar la luz de ésta, de manera que en el lugar del vacío se encontrara la propia razón. Y esto es justamente lo que vimos que había realizado Nietzsche al apuntar a la razón occidental como heredera del nihilismo judío-cristiano.

También podemos formular esto mismo de otra manera. Lo que la razón intentó denunciar con éxito considerable, pues hoy lo asumimos, fue el carácter ficticio de la divinidad. Pues bien basta con admitir que la razón triunfó, basta con asumir que, en efecto, ese Dios ficticio lo era, para que quede la razón a solas consigo misma. Pero una instancia cuyo rasgo esencial es la invisibilidad puede asumir eso y sobrevivir a la vez fácilmente si es capaz de alcanzar una nueva invisibilidad que no está ya al alcance de la razón. Y el único modo de realizar eso es identificarse con la razón misma, o lo que es lo mismo negar que el combate entre Dios y la razón se da, afirmar que efectivamente la razón triunfó, cuando realmente no fue así. Porque adviértase que en una situación semejante lo que la divinidad habría ejecutado sería:

1.- En primer lugar desprenderse de su viejo nombre, y de todos los rasgos a él asociados.

2.- En segundo lugar al ejecutar lo primero, disolver el enemigo de la ilustración, el no lugar que bajo el nombre de Dios había denunciado la Ilustración

3.- En tercer lugar consumar su propia condición divina en la medida en que recobra la invisibildad perdida que es la que le había caracterizado hasta el momento en que la Ilustración denuncia ese carácter mistificador. O dicho de otra manera, Dios sólo podía seguir siéndolo si abandonaba su viejo nombre y se acogía a lo que ha sido su vocación desde que tenemos noticia de él, el innombrable. A partir de este momento, que históricamente y no por casualidad coincide con las restauraciones y después con los combates frente a los brotes ilustrados que tienen lugar en el 48 o en la Comuna de París, la divinidad, aunque mantuvo abiertos distintos frentes, se esfuerza literalmente por desaparecer.¿Y qué mejor lugar para ocultarse que la nada misma? Si hasta Kant la obsesión de los teólogos era probar la existencia de Dios, después de Hegel la obsesión de los teólogos, y entiéndase que no son ya teólogos del viejo Dios, sino del Dios que tiende hacia la nada, es la demostrar que no existe, es decir, que no existe en el sentido que la ciencia y la razón le dan a ese término. Otro gran reaccionario, el viejo Schelling, llamado a Berlín para combatir los efectos perversos de Hegel que empiezan a recorrer ya Europa como un fantasma, apunta ya en esa dirección al contraponer una filosofía positiva y una negativa, siendo esta última la de la ciencia y el saber que han negado a Dios. La filosofía positiva en cambio, que comenzaría donde termina la primera, anuncia ya un nuevo sentido de existencia que se sitúa al margen de la tradición de occidente, y que culmina esa tradición negativa en cuanto que la supera. Kierkegaard, Schopenhauer, y desde luego el mismo Nietzsche pueden ser leídos desde esa perspectiva.

Fijémonos en este último del que habíamos dejado pendiente su en apariencia paradójica relación con Jacobi. El judaísmo genera el nihilismo, y el nihilismo encuentra su hogar en el momento culminante de la modernidad, de manera que la historia de Occidente queda reducida a la historia del nihilismo. ¿Qué obtenemos de una ecuación semejante que en realidad estaba ya esbozada en Jacobi, si sustituimos Occidente por Ilustración? Lo que obtenemos es que el Dios al que combatió la Ilustración se ha esfumado, y no sólo se ha esfumado sino que se ha disuelto en la propia razón. El Dios que suponemos la razón había combatido lo encuentra ahora en ella misma, y en forma de nihilismo, y lo hace además asumiendo que efectivamente la razón ha triunfado sobre el viejo Dios. La nueva invisibilidad es casi perfecta bajo la forma de un espejo que devuelve a la razón su propia imagen donde debía encontrar a Dios. A partir de este momento la razón parece condenada a luchar consigo misma. Ese es la estrategia del discurso nihilista que se consolida a partir de Nietzsche, la de un Dios invisible y ateo que abandona el campo de batalla y exige el suicidio del oponente. Todas las filosofías del nihilismo, esas filosofías que desde en apariencia diferentes lugares afirman un discurso pesimista de la razón para hacerla responsable del holoscausto, de las guerras mundiales, de la burocratización, del dominio, y en fin, de todos los males del siglo XX, esas filosofías que llegan hasta la posmodernidad, hollarán en lo sucesivo ese mismo camino. O por mejor decir, la posmodernidad misma será el nuevo Sinaí del dios que es la nada y cuyo máximo atributo es la no existencia.

Resulta en este sentido indiferente que al nervio fundamental de todos esos discursos se le llame secularización como pretende Löwith, o que se le llame autoafirmación humana frente al absolutismo teológico del Dios premoderno como hace Blumenberg, porque lo decisivo en ambos casos es que se escamotea el hecho de que no sea cierto que la razón esté sola, el hecho de que la divinidad ha sobrevivido y ha sobrevivido perfeccionándose en su propia condición innombrable. En Nietzsche se afirma a la razón como continuadora del espíritu del sacerdote, en Heidegger el Dios cristiano no es sino un capítulo más de la metafísica de la presencia cuya culminación sería el propio Nietzsche, en Horkheimer y Adorno la Ilustración reinstaura el mito allí donde pretendía instalar la razón, en Lyotard la razón ilustrada aparece como un nuevo mito, como un gran relato que ha venido a sustituir al viejo relato bíblico. Todos ellos, pues, en la medida en que niegan la existencia de la divinidad, en la medida en que se asientan en la muerte de Dios y no quieren asumir su resurrección, lo que en realidad hacen es trabajar a favor de esa nueva invisibilidad, apuntalarla como condición inexcusable de nuestro mundo, y su papel es en este sentido análogo al de un San Anselmo o un Santo Tomás en sus demostraciones acerca de la existencia de Dios. Para estos últimos, como para el filósofo ortodoxo premoderno la prueba de la existencia de Dios era un tema obligado por la propia anatomía de la divinidad a la que obedecían. Para los filósofos que de un modo u otro, implícita o explícitamente, se asientan en el discurso del nihilismo lo obligado es partir de la muerte de Dios, porque la anatomía de esa nueva divinidad no busca ya la obediencia a través de esa figura de la invisibilidad de lo suprasensible, sino que la busca mediante un mecanismo más perfecto, aquel en el que la razón desvaría, se escinde, es esquizofrénica.

¿Cómo no desvariar si sabe que Dios sobrevive pero ya no le encuentra, si donde debía hallar ese enemigo, cuya disolución es su razón de ser misma, sólo encuentra un espejo que le devuelve deformada su imagen? La razón se convierte así en una imagen invertida de Don Quijote, en un don Quijote cuya locura no consiste ya en embestir quiméricos enemigos, sino en no poder atacar aquellos que son reales, en golpearse a sí misma una y otra vez cuando dirige sus golpes contra lo otro de sí.

Nietzsche resulta ejemplar, una vez más, en este sentido, porque su discurso, que acaba por ser, no el último de la metafísica de Occidente como pretendía Heidegger, sino más bien el primero de la teología posmoderna, es un discurso inconcebible sin la propia razón ilustrada aunque acabe por disolverla en el medio de la divinidad. Otro tanto cabe decir de ese nietzscheano confeso que es Foucault.

Pero concretemos algo ese mecanismo de la invisibilidad en el que el Viejo Dios se retira para transformarse dejando a solas a la razón, substrayendo así un combate que sin embargo debilita a ésta hasta la extenuación, y pretende hacerlo finalmente hasta la aniquilación en términos de posmodernidad.

Nietzsche acompaña su propuesta acerca de la continuidad entre cristianismo y razón, que es lo que hasta ahora tenemos, de otra afirmación no menos importante para su propio pensamiento y para la historia del nihilismo. A saber, la de que todo es literatura. Tesis esta que presentamos un tanto estilizado bajo esa frase, pero que puede rastrearse en un escrito tan relativamente temprano como Sobre Verdad y mentira en sentido extramoral:

"¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos?".

Y que reencontramos formulada de modo más radical en los escritos póstumos del último período.

"No existe ni espíritu, ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni alma, ni voluntad, ni verdad: todo son ficciones inservibles".

Ciertamente esta misma frase, salvo el último adjetivo, inservibles, la habría suscrito Marx algunas décadas antes. Y habría rechazado el adjetivo porque, como es obvio, esas nociones poseían entonces y poseen hoy una gran utilidad. Porque más allá de ellas, al otro lado de ellas, se da una región con la que limita la filosofía y para la que ese conjunto de metáforas y metonimias poseen una inapreciable utilidad. Marx, por tanto, no habría llegado a la conclusión de que todo es literatura, sino sólo a la de que al otro lado de la literatura hay una instancia no lingüística en la que se juega el valor mismo de las metáforas. No deja de ser sintomático que Nietzsche, ese Nietzsche al que se considera crítico de las ideologías, ande errando como alma en pena, acerca de la desvalorización de todos los valores, cuando ya Marx había dejado bien claro qué debe entenderse por valor. Pero para Nietzsche, en cambio, como decimos, no hay instancia ajena al lenguaje. O si la hay, esa instancia es a su vez una metáfora de sí misma, entendida como voluntad de poder y eterno retorno de lo idéntico, "como un círculo que una y otra vez se repite y juega su juego al infinito", como una realidad que "vive de sí misma y cuyos excrementos son su alimento". Pero lo que Nietzsche designa con eso no es desde luego algo que cualquiera llamaría real, sino más bien la metáfora de la realidad misma. Una dimensión ontológica con respecto a la cual el viejo Dios no ha sido, nos dice Nietzsche, sino sólo una época. Todo referente se diluye aquí en un movimiento que se transciende a sí mismo para ser lo que es, signo que se señala a sí mismo y se engendra en su sucesión como signo. Por las mismas fechas más o menos, Mallarmé ha proclamado ya la autonomía del texto poético, y también en esa fechas, seguramente no por casualidad, es utilizado por vez primera el término posmodernidad. No es de extrañar entonces que se mire a la década de los años 70 del siglo pasado como el momento de una ruptura sin precedentes consistente en la exclusión del universo extralingüístico.

La razón nos había dicho de Dios que no existía, y no existir era justamente lo que marcaba la diferencia entre cien táleros reales y cien táleros pensados. Pero ¿qué ocurre cuando cien táleros son sólo signo, cuando no sólo Dios no existe, sino que nada existe más allá del texto? Ocurre simplemente que el viejo Dios inexistente que legitimaba desde su lejanía lo más cercano, desde su invisivilidad lo más visible, sigue haciendo ahora lo mismo por la sencilla razón de que, si bien es cierto que él no existe, tampoco podemos decir de lo demás que existe. No puede ser casual entonces que a finales del siglo XX se llegue a la caracterización que ya había dado Hamann, el gran inspirador de Jacobi, de Dios: Dios es el texto.

Hace ya bastantes años Ferrater apuntaba, para caracterizar la filosofía entonces "actual", a tres grandes corrientes de pensamiento occidental, que en principio eran difícilmente conmensurables: la filosofía analítica, la fenomenología y su versión hermeneútica, y finalmente el marxismo, entendiendo por tal el marxismo occidental, el que convierte a la noción de ideología en una abstracción en cuya noche todos los gatos son otra vez pardos como en Althusser, o desemboca en la búsqueda de Dios como en Horkheimer. Hoy las tres parecen desembocar en el mar de la posmodernidad, en el mar de la nada, en el teologema fundamental que prohíbe una vez más acudir al árbol de la ciencia, nos obliga a jugar en el límite del lenguaje, y nos veda aquella región donde Dios vive y reína, al otro lado del lenguaje, y que es Dios precisamente por eso, porque viviendo al otro lado del lenguaje, jamás podremos descubrirle si tenemos la fe que nos piden los posmodernos, la de que no hay nada fuera del discurso. Un Dios, por tanto que no existe, que es la nada, que es moderno y a la vez posmoderno, por supuesto. Moderno, porque modernidad no es en realidad sino el marco donde se ha desarrollado la lucha entre Dios y la razón, de ahí que nada haya más falso que la identificación entre modernidad e Ilustración. Y posmoderno porque pretende haber consumado ya la derrota de la razón. Por eso Ilustración hoy significa dar nombre a ese Dios que pretende ocultarse detras de la nada.

Quisiera terminar recordando las palabras de un poeta, pero no porque el poeta sea dador del ser, no porque anuncie el tiempo de los dioses idos y pronuncie la palabra del dios por venir, sino precisamente por todo lo contrario, porque es capaz de establecer la ecaución precisa entre la nada y aquello que late al otro lado del texto:

"Andaluces de Jaén,/aceituneros altivos,/decidme en el alma: ¿quien?/quién levantó los olivos. /No los levantó la nada,/ ni el dinero ni el señor,/sino la tierra callada,/ el trabajo y el sudor".